En 1974, cuando cursaba sexto de bachillerato, mi padre consiguió que lo nombraran agregado laboral a la embajada de España en Perú. Digo consiguió porque fue él quien, sin ser diplomático, se inventó ese puesto y atosigó insistentemente a todos sus amigos y conocidos colocados en el aparato del agonizante régimen (en especial en la organización sindical) para que se lo dieran. El agregado laboral era el miembro de una embajada que se ocupaba del apoyo a los emigrantes españoles en aspectos tales como permisos de residencia y de trabajo, despidos, reclamaciones de diferencias salarias y reconocimiento de subsidios y pensiones de la Seguridad Social. Por ello las embajadas en países con escasa colonia española, como era el caso del Perú, carecían de esta agregaduría. Para colmo, mi padre tampoco estaba especialmente relacionado con el mundo del trabajo, aunque tuviera contactos en la vieja Casa Sindical del Paseo del Prado, edificio emblemático que supuso el inicio de la arquitectura moderna en la capital de la España franquista. Sus únicos méritos radicaban en llevar casi veinte años reclamando que la política exterior española, tanto en lo cultural como en lo económico, debía volcarse hacia Latinoamérica, a través de multitud de artículos y conferencias. En ese sentido Lima, sede del Pacto Andino, tenía para mi padre un alto valor estratégico, además de que allí contaba con buenos amigos (lo que molestaba al embajador de aquella época).
El caso es que mi familia se mudó al Perú mientras yo me quedaba en Madrid para acabar sexto, aprobar la reválida y reunirme con ellos con la enseñanza secundaria finalizada, de modo que pudiese ingresar a la universidad (saltándome COU y ganando además medio año gracias al desfase de los periodos lectivos debido al cambio de hemisferio). Ya tenía decidido hacer arquitectura y previamente nos habíamos asegurado de que el título peruano era convalidado directamente en España y permitía ejercer plenamente la profesión: estaba en vigor el correspondiente convenio cultural y conocimos dos o tres arquitectos de ese país colegiados en Madrid y que desarrollaban su oficio sin problemas. Con esa tranquilidad empecé a cursar la carrera en Lima y allí seguí cuando mi padre cesó a principios del 79, inmediatamente aprobada la Constitución (supongo que se le consideraría vinculado al franquismo, aunque ése fue el único cargo oficial en toda su vida). Dos años después, a los pocos días del tejeretazo, regresé a España con mi cartón peruano. La verdad es que, si hubiera dependido solo de mí, habría preferido quedarme en el Perú, donde estaba perfectamente integrado; pero por diversos motivos que ahora no vienen al caso no pudo ser.
Así que empecé el proceso de convalidación que ingenuamente considerábamos un mero trámite. Sin embargo, durante esos años las "fraternal acogida" a los inmigrantes hispanoamericanos en la
Madre Patria ya no lo era tanto, por decirlo de manera suave. Durante mi ausencia habían llegado a España un gran número de latinoamericanos, en especial del Cono Sur, escapando de las crueles dictaduras militares. Imagino que fue por entonces cuando se acuñó el odioso
sudaca y emergió nuevamente la profunda xenofobia hispana, de larga data y repugnantes episodios históricos. Por supuesto, se olvidó en un plisplas que los países de los que provenía esta gente habían sido amables refugios para tantos exiliados pocas décadas antes; la estupidez humana prescinde gustosa de la memoria. El caso es que entre esos argentinos, chilenos y demás sudamericanos había, por simple probabilidad lógica, unos cuantos arquitectos, parece que demasiados a juicio de sus colegas nacionales que naturalmente se sintieron "amenazados". Y así, el Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España empezó a presionar a las autoridades administrativas para que tomaran medidas que, en primera instancia, frenaran la incorporación de esos competidores foráneos y, cuando la cosa fue yendo a más, que les impidieran el ejercicio profesional. Cuando empecé mis trámites aún no estaban demasiado organizados, porque de hecho expedientes contemporáneos fueron convalidados con relativa agilidad. Pero a mí me tocó la china y el Ministerio de Educación (alguna mano negra me tendría ojeriza) se dedicó a ponerme objeciones y pedirme papeles innecesarios según el Convenio bilateral, pero que lograban que la resolución se eternizara. Me requirieron, por ejemplo, que llevara los programas de las asignaturas que había cursado a alguna Escuela de Arquitectura española para que un tribunal de catedráticos constituido al efecto valorara si mi formación era suficiente para merecer el alto título español. Me negué, claro, tanto por ser un flagrante abuso como por tener la certeza de cuál sería el resultado: concederme una convalidación parcial y obligarme a unos añitos complementarios de carrera. Viéndolo a toro pasado, es más que probable que hubiese conseguido el título antes.
En fin, que hasta el 85 no me convalidaron el título. Eso sí, imprimieron en la parte de atrás un texto que especificaba que, aunque válido para ejercer la profesión en España, eso no significaba que cumpliese los requisitos exigidos para trabajar como arquitecto en la Comunidad Europea donde estábamos a punto de ingresar (nunca he sabido en qué consistían tales requisitos). O sea, que ya era arquitecto "de verdad" aunque llevaba cinco años currando como tal, si bien dependiente de otros con título español. En mi caso, jovenzuelo recién egresado a quien lo que le tocaba era trabajar por poco dinero y aprender, esa situación no significaba nada, pero piénsese que en la misma se encontraban tipos con años de experiencia y calidad probada de los cuales se aprovechaban abusivamente arquitectos españoles que a veces no les llegaban a la suela del zapato. Después de todo, por mucho que se quejaran corporativamente, más de un profesional supo sacar partido del aluvión de mano de obra capacitada y barata (diciéndose seguramente que les estaba haciendo un favor a esos pobres desgraciados).
Pero bueno, yo ya era arquitecto y poco a poco me había ido consiguiendo mi huequecito en el Madrid de los primeros ochenta: lo pasado, pasado estaba, me dije. Pues no, resulta que el Consejo decidió recurrir la orden ministerial de mi convalidación. El argumento esgrimido era que en Perú (como en toda América, incluyendo los USA) los arquitectos, al hacer un proyecto, no firman los cálculos estructurales ya que esa función está encomendada a los ingenieros civiles; a partir de ese hecho cierto sostenían erróneamente que ello se debía a que no habíamos recibido formación suficiente en esa materia (curiosamente, la enseñanza en esta materia del Perú era prácticamente coincidente, en horas lectivas y contenido, con la de la Escuela de Madrid). La tesis del Consejo era particularmente hipócrita: en primer lugar porque la gran mayoría de los arquitectos españoles, aunque sí firman las estructuras (y adquieren responsabilidad sobre las construcciones) no las calculan, sino que las encargan a profesionales especializados. Pero, sobre todo, porque por las mismas fechas, con motivo de la Ley de Edificación que pretendía ampliar las competencias de los aparejadores (las malas lenguas decían que impulsada por Alfonso Guerra, que era ingeniero técnico), sostenían que la función fundamental del arquitecto era la de humanista, sin que la competencia técnica fuera demasiado importante, mientras que en el recurso contra mi convalidación declaraban sin el menor rubor que lo que definía al profesional era su pericia como calculista de estructuras. Me puse, claro está, en manos de un abogado (uno de los más famosos de administrativo de este país) quien me tranquilizó asegurándome que el Convenio hispano-peruano no dejaba ningún margen a la interpretación y que, sin ninguna duda, la Audiencia Nacional fallaría a mi favor.
Así que seguí trabajando y disfrutando despreocupado de
aquellos maravillosos años mientras la justicia, callada y parsimoniosamente, hacía su trabajo. Año y medio después me surgió la posibilidad de desplazarme a Tenerife y para aquí que me vine, con mi título
sub júdice en la maleta. Luego, cuando la empresa que me había contratado quebró (envuelta en sucios manejos inmobiliarios de los cuales, ingenuo de mí, ni me había dado cuenta) dejándome en la calle y con solo unas 50.000 pesetas, junto con un amiguete también arquitecto venido de Madrid, nos decidimos a alquilar un pequeño estudio en Santa Cruz e intentar el ejercicio libre. Entonces, al colegiarme en el de Canarias, me informaron de que tenían orden del Consejo de que si firmaba un proyecto en solitario habían de advertir a mi cliente y al ayuntamiento correspondiente que en opinión de tan prestigiosa institución, aunque mi título fuera legal, yo no contaba con la capacitación suficiente para ejercer la profesión y que consecuentemente ellos se desentendían de lo que pudiera pasar. No quiero molestarme en buscar el texto literal de esa carta, pero más o menos era eso: humillante y gravemente perjudicial para mis intereses, además de estúpidamente falsa, porque legalmente de nada tenía que desentenderse el Colegio. Me planteé presentar una demanda pero al final no lo hice porque al fin y al cabo los proyectos los firmaba con Paco, mi socio, y mejor no montar más revuelo. Desde hace ya años considero que me equivoqué.
Más o menos hacia el 92 (escribo de memoria y la mía es mala), la eficiente Audiencia Nacional emitió su sentencia y para la sorpresa de mi ilustre abogado dio la razón al Consejo y anuló mi convalidación. De golpe pasé de ser arquitecto (bajo sospecha, pero arquitecto) a bachiller superior. Para entonces llevaba ya un par de años largos como funcionario interino en el Cabildo de Tenerife, obviamente con la categoría profesional de arquitecto. Tuvieron que cesarme, claro, pero como no lo debía estar haciendo demasiado mal me dieron un contrato laboral y en la práctica seguí en el mismo puesto y con las mismas tareas. Inmediatamente, como tocaba, presentamos un recurso al Supremo, aunque tras el mazazo ya no tan convencidos de que se ganaría. Otros dos añitos más de espera (nada, comparado con el plazo que se tomó la Audiencia) y por fin la sentencia, muchísimo más breve que la previa (que se perdía en divagaciones de errática lógica): ¡me daban la razón! Así que casi 13 años después de haber acabado la carrera en Perú, este país me aceptaba oficialmente en la sacrosanta corporación de los arquitectos. Eso sí, pocos de mis colegas pueden decir que son arquitectos no por una universidad cualquiera sino por el mismísimo Tribunal Supremo.
Bueno, he acabado contando casi mi biografía profesional y no era de eso de lo que iba el post. Añadiré no obstante, antes de entrar en la cuestión que lo motiva, que durante el largo periodo en que yo viví estas peleas con la institución corporativa de mi oficio, sus dirigentes lograron éxitos más eficaces. Si bien no he estado demasiado al tanto de sus ruines maniobras, me consta que lograron que el Convenio cultural con Perú (y no sé si con el resto de
países hermanos) se convirtiera en la práctica en poco más que papel mojado, ya que hacia principios de los noventa cada arquitecto que osaba intentar la convalidación era sometido a un duro examen en alguna de las escuelas de arquitectura españolas. Por lo que me contó una amiga peruana que lo hizo, el porcentaje de aprobados era irrisorio, lo cual despierta justificadas sospechas sobre la ecuanimidad de los catedráticos. Esta amiga sacó la
alta nota de 6, o sea que es del grupo minoritario. Pero aporto unos datos para que cada uno se forme su opinión. De entrada se matriculó en la escuela de Barcelona, donde yo tenía un buen amigo en el Tribunal a quien se la recomendé encarecidamente; éste me advirtió que el examen era muy duro porque tenían instrucciones en ese sentido. Mi amiga era una arquitecta fuera de serie: tras egresar de la misma facultad que yo, había hecho un postgrado en Cornell obteniendo el premio extraordinario (la primera vez que lo conseguía una extranjera); luego había entrado a trabajar en uno de los grandes estudios de Manhattan donde en poco tiempo, pese a su juventud, pasó a ser jefa de proyectos; bajo su dirección, la firma había diseñado y construido un par de rascacielos (me enseñó uno muy cerca de
Times Square) y ganado varios concursos, superando a algún que otro
astro mediático internacional. Pues bien, esta mujer, que daría cien vueltas a quienes la examinaban, obtuvo de ellos un miserable 6. La anécdota me parece de lo más ilustrativa.
Y entro ya en materia. Resulta que las tornas cambian y arrieritos somos. Los profesionales universitarios más golpeados por la crisis económica son en este país los arquitectos, no en vano la construcción se ha ido al garete. La situación es realmente catastrófica y no voy a extenderme en desgranar los innumerables y dramáticos ejemplos que conozco de primera mano. Pero en Sudamérica, y concretamente en Perú, están asistiendo a un crecimiento inmobiliario espectacular (que confío en que nos les lleve a los mismos resultados que aquí). En consecuencia, ley histórica inexorable, el flujo migratorio se ha invertido y en los últimos años muchos arquitectos se han decidido a cruzar el charco, algunos a la aventura y otros, los más afortunados, de la mano de constructoras españolas con ganas de repetir en esas tierras los colosales negocios que aquí tuvieron. Ante esta
invasión de arquitectos hispanos, parece que los peruanos están reaccionando en el mismo sentido a cómo lo hicieron sus colegas años ha en la situación inversa. Aunque, para ser justos, todavía no han llegado, ni mucho menos, al nivel de egoísmo xenófobo que a mí y muchos otros nos tocó sufrir.
Un amigo me hizo llegar el otro día un
comunicado del Consejo Regional de Lima del Colegio de Arquitectos del Perú en el que informan de que han presentado una propuesta de reglamentación con el "objetivo principal establecer el procedimiento que garantice y certifique la calidad del ejercicio profesional del agremiado y la reciprocidad internacional establecida en convenios bilaterales vigentes en igualdad de condiciones demostradas y validadas por nuestros representantes diplomáticos en el extranjero". Esta escueta noticia viene acompañada de una carta firmada por cinco ex-decanos de dicho Colegio que con una redacción y mesura admirables no deja de poner sobre la mesa unas cuantas verdades que deberían hacer sonrojar tanto años después a los que impulsaron la política
anti-sudaca. Se hacen eco esos señores de las noticias que hablan de la posible colegiación en Perú de hasta dos mil arquitectos, la gran mayoría de nuestro país, señalando que "buscan trabajo desesperadamente y el mercado laboral peruano se les presenta muy atractivo". Y a continuación plantean que se le pregunte al Consejo español las siguientes cuestiones (seguro que saben de sobra las respuestas): a qué tratados de reciprocidad les reconocen vigencia, qué requisitos exigen aquí para colegiar a los arquitectos peruanos con plenos derechos y, por último, cuántos arquitectos peruanos están colegiados en España. A la vista de esa información sugieren que el Ministerio de Relaciones Exteriores revise los tratados de reciprocidad vigentes y que el de Trabajo regule las condiciones laborales para no favorecer a los inmigrantes o, al menos, no dejar en desventaja a los arquitectos locales. Además, entre tanto se cree el marco legal adecuado a la nueva situación, piden una regulación temporal, con medidas tales como la obligatoriedad de asociarse con profesionales peruanos.
Desde luego, igual que no me gustó la política de los españoles tampoco puede gustarme la que apuntan los peruanos, aunque he de reconocer que me siento inclinado a disculparlos. Y además se me antoja que tiene algo de justicia poética (o kármica si se prefiere).