Etapa 7 frustrada (casi no la cuento)
Salgo a las nueve de la mañana con la intención de estar en marcha a las 9:30. Pero me lío buscando aparcamiento cerca de las paradas de guagua del Puerto de la Cruz y al final la etapa caminera comienza casi a las diez. Bajo hacia la costa por las calles Guirres, Doctor Madán y Maquinez, previo paso por el Peñón del Fraile, una gran roca eruptada por el volcán Taoro en 1430. El nombre se lo debe a un fraile penitente que en el siglo XVIII subía frecuentemente al Peñón para concentrarse en sus meditaciones y plegarias. Luego, a mediados del XIX, se construyó el templete que actualmente lo corona (y que fue reconstruido en 2002). Sigo bordeando el litoral por la parte de atrás del campo de fútbol municipal, sede del CD Puerto Cruz que actualmente juega en la Interinsular Preferente de Tenerife. Se trata de un tramo de tierra de unos trescientos metros que acaba contra el espigón que limita Playa Jardín por el Norte. No entiendo por qué este tramo no cuenta con paseo marítimo; mientras caminaba pensé que podía estar afectado por el proyecto (eterno) del puerto deportivo, pero al llegar a casa comprobé que el ámbito de esa actuación es justo al Este del campo de fútbol. Ya averiguaré la respuesta en cuanto me reincorpore al trabajo.
Giré a la izquierda y me detuve un ratito a contemplar el castillo de San Felipe, que da nombre a esta parte de la ciudad. Se trata de un fortín de planta pentagonal construido en mampostería vista a principios del XVII para defender la ciudad de los ataques piratas; en la actualidad es un equipamiento cultural del Ayuntamiento. Entre el castillo y el barrio de Punta Brava hay setecientos metros de costa que eran prácticamente inaccesibles, a pesar de las reclamaciones desde hacía bastantes años de los vecinos para que se acondicionaran. Por fin, en los años noventa, y con un proyecto en el que participó César Manrique (debió ser de los últimos en los que intervino pues murió en septiembre del 92), Costas acometió la creación de las playas artificiales (pero de arena negra volcánica) y la urbanización y ajardinamiento de todo el espacio posterior hasta la avenida Francisco Afonso Carrillo. El resultado son tres playas sucesivas separadas por rocas (la del Castillo, El Charcón y la de Punta Brava), bien equipadas, y un área ajardinada muy agradable para el paseo y la estancia. Desde luego, la ejecución de esta obra supuso un importante impulso para la revitalización turística del Puerto de la Cruz (pionera en Canarias), esfuerzo en el que se sigue empeñado. Lo cierto es que se ha convertido en una de la splayas más populares de la Isla.
El paseo marítimo acaba convirtiéndose en la calle Guayafanta, interior al núcleo urbano de Punta Brava, caserío edificado sobre un promontorio de lava (de la erupción de la montaña del Fraile) que se mete en el mar. Por cierto, Guayafanta fue (o no) una mujer awarita (aborigen de La Palma) de gran estatura y fortaleza que se enfrentó con bravura a los conquistadores españoles. En cuanto al barrio, las primeras referencias son del XIX: primero hubo un depósito y luego se construyó un lazareto que subsistió hasta entrado el XX, si bien en los últimos años dedicado a almacén de frutas para la exportación. Para los años veinte ya había un pequeño asentamiento residencial permanente y siguió creciendo hasta urbanizarse completamente hacia los años sesenta. De la calle Guayafanta sigo por la estrecha Guajara, en su primer tramo un callejón que se asoma a la playa y luego, tras doblar a la izquierda, encajonado entre edificaciones. Después regreso un breve tramo por la calle Acaimo (éste es mucho más conocido: el mencey de Tacoronte a la llegada de los conquistadores) y entro en la plaza del pueblo, llamada de Manuel Ballesteros, que fue el gobernador civil que la hizo, en 1963. Camino por Beneharo (el mencey de Anaga) y aparezco en la entrada del barrio, presidida por la espantosa iglesia de Santa Rita; luego giro en U por Víctor Machado (en honor de un ingeniero agrónomo perteneciente a una de las familias de grandes propietarios de tierras dedicadas a la exportación de plátanos), a la izquierda por Dr. Fleming (éste no necesita aclaración) y salgo a la calle Tegueste, un paseo de borde apoyado sobre el acantilado (véase la foto y apréciese el acantilado; ya se entenderá por qué más adelante).
Salgo de Punta Brava al último tramo del camino Burgado (o también la prolongación de la calle Bencomo), que va paralelo a la costa durante poco más de doscientos metros para luego girar hacia la izquierda, contra pendiente, y definir el límite con el municipio de Los Realejos. No estoy seguro, pero me atrevería a asegurar que este camino es de muy antiguo trazado. Actualmente, con ese topónimo, muere en la montaña de Los Frailes, pero es más que probable que por encima de la autopista tuviera su continuación hasta Las Cañadas y fuera una más de las muchas rutas de trashumancia prehispánicas. En todo caso, hoy es una carretera asfaltada (la TF-316), cuyo único interés en este primer tramo es la panorámica hacia el mar y el tremendo impacto de la mole del Hotel Maritim, en el que hace unos veinte años pasé un fin de semana en un retiro de yoga. Entro por la calle en fondo de saco que da acceso al complejo turístico-alojativo y aprovecho para comprarme una gorra en la tiendita del hotel; me había olvidado de coger algo para mi calva cabeza y el sol estaba pegando fuerte (por cierto, la dependienta una chica preciosa y muy agradable; luego pensé que podría haber sido la última persona con la que hubiera hablado). Al final de esa pequeña calle interior se inicia un sendero que lleva al adyacente Espacio Natural Protegido de la Rambla de Castro y recorrerlo era lo que tenía previsto en la ruta de esta etapa. Pero resulta que me encuentro con que han vallado todo el fondo de saco porque están realizando unas obras y el acceso está por tanto inaccesible.
Desconcertado, intento con el móvil buscar una ruta alternativa que me desvíe lo menos posible (la idea era recorrer un buen trecho de costa, hasta la Punta del Guindaste, para luego retroceder hasta San Vicente y desde ahí subir a los dos Realejos). Doy la vuelta y subo hasta la curva del camino Burgado, una escueta trocha parece adentrarse hacia el acantilado. Me asomo y veo que en una roca que se adentra en el mar hay dos pescadores, por lo que pienso que quizá sea posible recorrer esa ladera rocosa, justo bajo el hotel, hasta llegar a la playa de Los Roques y, una vez allí, recuperar la ruta prevista. De modo que, cometiendo uno de los más graves errores de mi vida, comienzo a avanzar por la pared acantilada. Los primeros metros son fáciles; la senda es muy estrecha, el suelo es de piedrillas sueltas lo que obliga a ir con mucho cuidado, pero se puede caminar. Pero enseguida, cuando dejo el desvío que toman los pescadores para bajar casi a ras de mar, la cosa se complica: ya no hay nada que pueda llamarse camino. Aun así, haciendo gala de una imprudencia impropia de un señor de casi sesenta años, sigo hacia adelante. Cada tramito que avanzo debo estudiarlo con cuidado, ver dónde puedo apoyar un pie, a qué roca puedo agarrarme, cómo debo disponer el cuerpo. Para colmo, las paredes son rocas que a poco que tires de ellas se desgajan, el suelo es arena y lascas volcánicas. No cada paso, sino cada movimiento he de meditarlo mucho y hacerlo muy despacio. Progreso más tiempo en cuclillas o sentado (arrastrando el culo) que andando de pie. Pero, estúpidamente, sigo progresando. Hay una antigua atarjea que, en viaducto, discurre a lo largo de la pared; durante un tramo me agarro a ella, pero luego se rompe. Naturalmente, moverse así es agotador, tengo en tensión todos los músculos (las agujetas al día siguiente me pasarán la factura). Cada cierto rato he de detenerme, bebo un poco de agua, como algunas nueces que llevo en la riñonera. Abajo, a unos veinticinco o treinta metros, el mar ruge amenazadoramente. A medida que avanzo el recorrido es cada vez más difícil; llego a un punto en que el acantilado se dobla y ya no veo ningún modo de pasar. Habré recorrido unos doscientos metros y la playa (o el camino que accede a ella) debe estar a menos de esa distancia. Durante un rato insisto en encontrar alguna ruta pero al final he de rendirme. Viéndolo a toro pasado me asombro de cómo pude ser tan suicida; de hecho ya había llegado demasiado lejos, ya había arriesgado mucho más de lo que habría debido, y sin embargo seguía queriendo llegar al otro lado. Di la vuelta, moviéndome muy despacio, con la espalda pegada al acantilado, arrastrando el culo. No sé si es que me equivoqué pero de repente, al pasar la atarjea ruinosa, me encontré sobre un terreno muy deleznable, todo resbalaba por la pendiente y caía al mar, a las rocas de la costa. Hice hasta dos intentos que hube de abortar y, en esos momentos, me di cuenta con absoluta claridad de que lo más probable era que me despeñara. Vaya muerte ridícula, me dije, estallándome contra las rocas al pie del hotel Maritim, en el término municipal de Los Realejos. Pensé en llamar al 112 para que me rescataran, pero pudo más la vergüenza que el miedo. Así que, tras descansar un rato para serenarme y recuperar fuerzas (mirando un mar que en ese momento no me parecía bello sino terrible), me puse en marcha a intentar una nueva ruta. Hice dos o tres movimientos lo más controlados posibles y de pronto la roca que había asido y que parecía bien anclada se desgajó de la pared y yo con ella. En un instante empecé a caer por la pendiente de arena y lascas cortantes; me aplasté cuanto pude contra el resbaladizo suelo hundiendo las manos como garras y buscando cualquier sujeción. Me salvó un arbusto medio seco pero suficientemente enraizado; al menos detuvo el deslizamiento de mi cuerpo y así, echado contra el suelo, sin ver nada porque tenía la cara hundida en la arena, me quedé un rato respirando, recobrando el resuello. Me sentía como si me hubieran chupado hasta el último gramo de energía. Poco a poco, despacísimo, empecé a enderezarme; primero me puse de rodillas y agarré con el brazo izquierdo una roca firme. Apoyado en ella y buscando fuerzas que no tenía, logré pasar una pierna y girarme para quedar sentado de cara al mar. Estaba al final de la zona peligrosa, solo tenía que dar un salto hacia debajo de un metro y medio para llegar a un terreno más estable. Claro que al saltar, si me desequilibraba, rodaría hasta el mar, pero no había otra; al fin y al cabo, me dije, si logré evitar el despeñamiento cuando ya lo había iniciado, no va a ser para matarme ahora. Así que salté y logré sujetarme a la pared: prueba superada. Ya lo que quedaba no presentó dificultades, una vez pasado lo pasado. Salí a la carretera y rehice el camino de ida con parada en el puesto de socorro de Playa Jardín para que me desinfectaran las múltiples heriditas de manos y piernas. Luego, a medida que la adrenalina volvía a sus niveles normales, empecé a notar una doloras opresión en el lado derecho del pecho.
El paseo marítimo acaba convirtiéndose en la calle Guayafanta, interior al núcleo urbano de Punta Brava, caserío edificado sobre un promontorio de lava (de la erupción de la montaña del Fraile) que se mete en el mar. Por cierto, Guayafanta fue (o no) una mujer awarita (aborigen de La Palma) de gran estatura y fortaleza que se enfrentó con bravura a los conquistadores españoles. En cuanto al barrio, las primeras referencias son del XIX: primero hubo un depósito y luego se construyó un lazareto que subsistió hasta entrado el XX, si bien en los últimos años dedicado a almacén de frutas para la exportación. Para los años veinte ya había un pequeño asentamiento residencial permanente y siguió creciendo hasta urbanizarse completamente hacia los años sesenta. De la calle Guayafanta sigo por la estrecha Guajara, en su primer tramo un callejón que se asoma a la playa y luego, tras doblar a la izquierda, encajonado entre edificaciones. Después regreso un breve tramo por la calle Acaimo (éste es mucho más conocido: el mencey de Tacoronte a la llegada de los conquistadores) y entro en la plaza del pueblo, llamada de Manuel Ballesteros, que fue el gobernador civil que la hizo, en 1963. Camino por Beneharo (el mencey de Anaga) y aparezco en la entrada del barrio, presidida por la espantosa iglesia de Santa Rita; luego giro en U por Víctor Machado (en honor de un ingeniero agrónomo perteneciente a una de las familias de grandes propietarios de tierras dedicadas a la exportación de plátanos), a la izquierda por Dr. Fleming (éste no necesita aclaración) y salgo a la calle Tegueste, un paseo de borde apoyado sobre el acantilado (véase la foto y apréciese el acantilado; ya se entenderá por qué más adelante).
Salgo de Punta Brava al último tramo del camino Burgado (o también la prolongación de la calle Bencomo), que va paralelo a la costa durante poco más de doscientos metros para luego girar hacia la izquierda, contra pendiente, y definir el límite con el municipio de Los Realejos. No estoy seguro, pero me atrevería a asegurar que este camino es de muy antiguo trazado. Actualmente, con ese topónimo, muere en la montaña de Los Frailes, pero es más que probable que por encima de la autopista tuviera su continuación hasta Las Cañadas y fuera una más de las muchas rutas de trashumancia prehispánicas. En todo caso, hoy es una carretera asfaltada (la TF-316), cuyo único interés en este primer tramo es la panorámica hacia el mar y el tremendo impacto de la mole del Hotel Maritim, en el que hace unos veinte años pasé un fin de semana en un retiro de yoga. Entro por la calle en fondo de saco que da acceso al complejo turístico-alojativo y aprovecho para comprarme una gorra en la tiendita del hotel; me había olvidado de coger algo para mi calva cabeza y el sol estaba pegando fuerte (por cierto, la dependienta una chica preciosa y muy agradable; luego pensé que podría haber sido la última persona con la que hubiera hablado). Al final de esa pequeña calle interior se inicia un sendero que lleva al adyacente Espacio Natural Protegido de la Rambla de Castro y recorrerlo era lo que tenía previsto en la ruta de esta etapa. Pero resulta que me encuentro con que han vallado todo el fondo de saco porque están realizando unas obras y el acceso está por tanto inaccesible.
Desconcertado, intento con el móvil buscar una ruta alternativa que me desvíe lo menos posible (la idea era recorrer un buen trecho de costa, hasta la Punta del Guindaste, para luego retroceder hasta San Vicente y desde ahí subir a los dos Realejos). Doy la vuelta y subo hasta la curva del camino Burgado, una escueta trocha parece adentrarse hacia el acantilado. Me asomo y veo que en una roca que se adentra en el mar hay dos pescadores, por lo que pienso que quizá sea posible recorrer esa ladera rocosa, justo bajo el hotel, hasta llegar a la playa de Los Roques y, una vez allí, recuperar la ruta prevista. De modo que, cometiendo uno de los más graves errores de mi vida, comienzo a avanzar por la pared acantilada. Los primeros metros son fáciles; la senda es muy estrecha, el suelo es de piedrillas sueltas lo que obliga a ir con mucho cuidado, pero se puede caminar. Pero enseguida, cuando dejo el desvío que toman los pescadores para bajar casi a ras de mar, la cosa se complica: ya no hay nada que pueda llamarse camino. Aun así, haciendo gala de una imprudencia impropia de un señor de casi sesenta años, sigo hacia adelante. Cada tramito que avanzo debo estudiarlo con cuidado, ver dónde puedo apoyar un pie, a qué roca puedo agarrarme, cómo debo disponer el cuerpo. Para colmo, las paredes son rocas que a poco que tires de ellas se desgajan, el suelo es arena y lascas volcánicas. No cada paso, sino cada movimiento he de meditarlo mucho y hacerlo muy despacio. Progreso más tiempo en cuclillas o sentado (arrastrando el culo) que andando de pie. Pero, estúpidamente, sigo progresando. Hay una antigua atarjea que, en viaducto, discurre a lo largo de la pared; durante un tramo me agarro a ella, pero luego se rompe. Naturalmente, moverse así es agotador, tengo en tensión todos los músculos (las agujetas al día siguiente me pasarán la factura). Cada cierto rato he de detenerme, bebo un poco de agua, como algunas nueces que llevo en la riñonera. Abajo, a unos veinticinco o treinta metros, el mar ruge amenazadoramente. A medida que avanzo el recorrido es cada vez más difícil; llego a un punto en que el acantilado se dobla y ya no veo ningún modo de pasar. Habré recorrido unos doscientos metros y la playa (o el camino que accede a ella) debe estar a menos de esa distancia. Durante un rato insisto en encontrar alguna ruta pero al final he de rendirme. Viéndolo a toro pasado me asombro de cómo pude ser tan suicida; de hecho ya había llegado demasiado lejos, ya había arriesgado mucho más de lo que habría debido, y sin embargo seguía queriendo llegar al otro lado. Di la vuelta, moviéndome muy despacio, con la espalda pegada al acantilado, arrastrando el culo. No sé si es que me equivoqué pero de repente, al pasar la atarjea ruinosa, me encontré sobre un terreno muy deleznable, todo resbalaba por la pendiente y caía al mar, a las rocas de la costa. Hice hasta dos intentos que hube de abortar y, en esos momentos, me di cuenta con absoluta claridad de que lo más probable era que me despeñara. Vaya muerte ridícula, me dije, estallándome contra las rocas al pie del hotel Maritim, en el término municipal de Los Realejos. Pensé en llamar al 112 para que me rescataran, pero pudo más la vergüenza que el miedo. Así que, tras descansar un rato para serenarme y recuperar fuerzas (mirando un mar que en ese momento no me parecía bello sino terrible), me puse en marcha a intentar una nueva ruta. Hice dos o tres movimientos lo más controlados posibles y de pronto la roca que había asido y que parecía bien anclada se desgajó de la pared y yo con ella. En un instante empecé a caer por la pendiente de arena y lascas cortantes; me aplasté cuanto pude contra el resbaladizo suelo hundiendo las manos como garras y buscando cualquier sujeción. Me salvó un arbusto medio seco pero suficientemente enraizado; al menos detuvo el deslizamiento de mi cuerpo y así, echado contra el suelo, sin ver nada porque tenía la cara hundida en la arena, me quedé un rato respirando, recobrando el resuello. Me sentía como si me hubieran chupado hasta el último gramo de energía. Poco a poco, despacísimo, empecé a enderezarme; primero me puse de rodillas y agarré con el brazo izquierdo una roca firme. Apoyado en ella y buscando fuerzas que no tenía, logré pasar una pierna y girarme para quedar sentado de cara al mar. Estaba al final de la zona peligrosa, solo tenía que dar un salto hacia debajo de un metro y medio para llegar a un terreno más estable. Claro que al saltar, si me desequilibraba, rodaría hasta el mar, pero no había otra; al fin y al cabo, me dije, si logré evitar el despeñamiento cuando ya lo había iniciado, no va a ser para matarme ahora. Así que salté y logré sujetarme a la pared: prueba superada. Ya lo que quedaba no presentó dificultades, una vez pasado lo pasado. Salí a la carretera y rehice el camino de ida con parada en el puesto de socorro de Playa Jardín para que me desinfectaran las múltiples heriditas de manos y piernas. Luego, a medida que la adrenalina volvía a sus niveles normales, empecé a notar una doloras opresión en el lado derecho del pecho.
A lo largo de mi vida, en seis ocasiones he estado muy cerca de palmarla. Bien es verdad, que la última fue hacia mediados de los ochenta, así que ya llevaba bastantes años sin sobresaltos mortales … hasta esta excursión. En dos de esas anteriores ocasiones tuve la conciencia de que iba a morir, el convencimiento absoluto. Y lo cierto es que en ninguna de ellas tuve miedo, sino una especie de frialdad fatalista (a pesar de que morirme es lo único que siempre me ha dado miedo). Cuando estaba colgado sobre el mar, rechazando la atracción vertiginosa (de vértigo) de esas mandíbulas rocosas del océano, no llegué a estar de todo convencido de que había llegado al final, pero sí pensé en varios momentos en que lo más probable es que no acabaría vivo esa aventura. Y tampoco tuve miedo, la verdad. Pero después, en mi casa, a medida que me iba serenando y los dolores se apoderaban de todo mi cuerpo, sí que empecé a sentir un nerviosismo que tendía a parecerse a un ataque de pánico. En fin, prometo que nunca más volveré a hacer gilipolleces de esta guisa.
Acabo de leer un cuento de Stalislaw Lem, "El accidente" que está en el libro "nuevas aventuras del piloto Prix". Describe algo parecido a tu aventura, pero donde el trepador es un robot.
ResponderEliminarY el polaco parece decir: los robots muy inteligentes y autónomos pueden hacer cosas solo por curiosidad y encontrando atajos para sortear dificultades.
Entonces, quizas no convengan propósitos de dificil cumplimiento, tales como "no dejaré que la curiosidad me haga ir a recorrer una islita con espíritu aventurero", porque es ese espíritu aventurero quizas lo que nos haga humanos, lo que nos llevó a la luna, a sacar fotos de Plutón, y a habitar la isla de Tenerife hasta niveles increíbles. A propoósito, de tu mano recorro la parte norte de la isla, y me maravilla el empecinamiento de hacer cosas en ese peñón. Hay como 5 hoteles y 10 restaurantes por hectárea.
Ciertamente, ese espíritu aventurero está en la raíz de la temeridad imprudente. No negaré que forma parte de mí, pero hay que controlarlo.
EliminarEn cuanto a Tenerife, verdad es que es un buen ejemplo de cómo el ser humano se empeña en acceder, colonizar y construir los terrenos más inaccesibles. Aún así, los hoteles, dento de lo que cabe, están más o menos concentrados. Los mayores impactos edificatorios provienen de las edificación residencial de pequeño (o no tan pequeño) grano, desperdigada por todas las laderas. Ten en cuenta que la isla es una gran montaña.
Me alegra que hayas podido contarlo. Y bueno, me parece digno de elogio que no tuvieras miedo en semejante circunstancia. Un abrazo.
ResponderEliminarYo me alegro más, te lo aseguro. Pero no, no es digno de elogio no sentir miedo; supongo que se trata simplemente de la biología (subidón de adrenalina ante el peligro inminente). En cambio, pasado éste, sí me acojoné por lo que pudo haber pasado y, por suerte, no pasó.
EliminarNo, he prometido no volverme a poner en situación de fácil despeñamiento. Y ya me gustaría saber volar :)
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