La analogía ente el lenguaje y la biología es tentación difícil de esquivar. Contemplar los fonemas, las palabras, las frases y pensar en células, órganos y organismos casi es un automatismo. Descubrir cómo estos componentes del lenguaje interactúan diacrónica y sincrónicamente despierta, a poco que se tenga una mínima sensibilidad, embelesos parecidos a los que genera la observación de la Vida. Bucear en la etimología se me asemeja a rastrear en la evolución de las especies y, ciertamente, la lingüística fue radicalmente transformada a raíz de los postulados evolucionistas de las ciencias naturales.
Un mecanismo adaptativo frecuente en la evolución de las palabras es, por ejemplo, el de la eufonía. Eufonía, del griego, significa buen sonido (cacofonía justamente lo contrario). Así, muchos de los cambios que sufren las palabras a lo largo del tiempo (provenientes de un idioma madre o en el seno del propio) se deben a que, en su forma evolucionada, “suenan mejor”. Podríamos diferenciar los que responden a una facilitación del habla pero, en el fondo, ¿no son acaso lo mismo? Porque, normalmente, una palabra nos sonará mejor cuanto menos difícil sea de pronunciar. En todo caso, lo que me interesa destacar es que la eufonía funciona “adaptativamente” ya que una palabra que suena mejor, que se pronuncia más cómodamente, parece mejor dotada para la supervivencia en el “ecosistema” de los hablantes.
En los manuales de etimología se sistematizan las distintas alteraciones de letras por motivos eufónicos, tales como la conmutación (por ejemplo la o que muda en e en el vocablo latino fronte), la trasposición (viuda desde vidua), la adición (bástenos la vocal inicial añadida a tantos términos latinos que comienzan por s líquida: escorpión desde scorpione), y la supresión (la i de amabile desaparece, como la d de credere). Lo curioso es que los mecanismos eufónicos, como otros que operan en la evolución de las palabras, pueden invertir su sentido y así, por ejemplo, una supresión previa anularse posteriormente con una adición (ejemplo es la palabra donde que se acortó hasta do, la forma más habitual en los siglos XVIII y XIX, para recuperarse nuevamente el término “largo”).
Probablemente, entre las evoluciones conmutativas de las palabras castellanas, la más popular es la que cambiaba las efes por haches (¿o deberíamos considerar esta alteración entre las supresiones toda vez que la h es muda? nooooo). Todos sabemos que hasta no hace mucho (incluso en el siglo de oro) todavía eran abundantes los vocablos que mantenían la antigua f de sus ancestros latinos (fazer, fermoso, fierro, etc). No sé si el enmudecimiento de la f se explica por mecanismos eufónicos (a mí, por ejemplo, me gusta más fierro, como se dice en algunos países americanos); lo cierto es que este “salto evolutivo” afectó a muchas “especies” pero no siempre se aplicó sobre todos los diversos “géneros” que las componían, de modo que algunas palabras siguieron su evolución sin sustituir la f primigenia por la h. La “especie” más fecunda a este respecto la conforman la multitud de palabras derivadas del venerable facere latino; a bote pronto, tenderíamos a pensar que la f del primer romance fue abolida sin remedio y las especies con ese genotipo se extinguieron; si meditamos un momento contabilizaremos, no obstante, una pléyade de derivados del facere original que han mantenido la f en el castellano actual (afectar, confeccionar, beneficio, efectuar, fechoría, infección, perfecto, y muchas más).
Ese “salto evolutivo” aplicado parcialmente sobre un conjunto de términos con la misma raíz y, consecuentemente, estrecho parentesco semántico, posibilita divergencias evolutivas formales que, a su vez, suelen reforzarse con progresivas diferenciaciones semánticas. Y aquí vendría a cuento el obsoleto debate entre forma y función que, en las burdas analogías con que me estoy entreteniendo, plantearía simplistamente con el dilema del huevo y la gallina. Tiendo a pensar que, en la mayoría de los casos, son las formas existentes (las palabras como composiciones concretas de fonemas) las que van ampliando sus significados con los requerimientos del uso. Me parece que son menos abundantes los neologismos, palabras creadas expresamente para dar nombre a conceptos nuevos, a través de técnicas que recuerdan las propias de la ingeniería genética. Pero podría ocurrir con cierta frecuencia que la excesiva inflación semántica de algún término fuera un incentivo más para propiciar su evolución morfológica, dando origen a dos o más palabras derivadas, cada una con significados más específicos. Sin embargo, intuyo que lo más habitual haya sido que la propia evolución formal, al ampliar el catálogo de palabras, permitiera que uso de los hablantes matizara los significados, como ocurre con especies de antepasados comunes que evolucionan en ecosistemas diferentes.
Se me ocurrió escribir este post curioseando con la palabra horma (molde con que se fabrica o forma algo). No es difícil descubrir que proviene de la palabra latina forma (a su vez derivada por trasposición de letras de la griega morphé), exactamente igual a la castellana. Pareciera que este grupo de palabras emparentadas resistió bien al enmudecimiento tardomedieval de las efes; quizás las más notables entre las afectadas sean las relacionadas con la palabra hermoso (que, pese a sus aparentes distancias semánticas, comparte el mismo origen). Horma, en cambio, se me antoja un caso singular porque es la aplicación simple del “salto evolutivo” comentado dando a luz un término con un significado muy específico frente al mucho más amplio contenido semántico de la palabra madre, que continua existiendo con bastante más fecundidad y abundancia que su derivada. Para colmo, el gen de la h se ha mostrado en este ejemplo algo recesivo ya que, debido seguramente a la progresiva degradación de los oficios, el vocablo horma va poco a poco cayendo en el desuso. ¿Quién guarda ya sus zapatos, por ejemplo, embutiéndoles las correspondientes hormas como antaño hacían las familias pudientes?
Pero, a partir de mi curioseo sobre las hormas, descubro un fenómeno evolutivo de nuestra lengua que desconocía y que me asombra. Tenemos la tendencia a pensar que las transformaciones de las palabras, las que nos aclaran los diccionarios etimológicos, se manifiestan formalmente en sus grafías, olvidando los cambios en la pronunciación de las mismas. Pues resulta que la pronunciación de las letras también ha sufrido transformaciones importantes (y no me estoy refiriendo a las variaciones geográficas que apreciamos hoy en el español hablado). Si, por ejemplo, leyéramos en voz alta los siguientes versos del principio del Cantar del Mio Cid (poema que es un magnífico ejemplo para maravillarse ante la evolución de nuestra lengua en estos ochocientos años)
Mio Çid Ruy Diaz por Burgos entraba,
En su compaña, sesaenta pendones; exienlo ver mugieres y varones:
Burgueses y burguesas por las finiestras son
Plorando de los ojos, ¡tanto habian el dolor!
De las sus bocas todos decian una razon:
¡Dios que buen vasallo! ¡Si hobiese buen Señor!
es probable que a un oyente del siglo XIII le costara entendernos. Los sonidos de la z, x, j y g (y seguro que también otros) eran distintos de la pronunciación actual. De hecho, según leo, pese a que para esa época ya podían considerarse claramente diferenciadas las lenguas romances, había mucha más homogeneidad fonética entre ellas. La z sonaba mucho más suave (rechinante y no ceceosa, dicen por ahí), la x era más o menos similar a la ch del francés (en chateau, por ejemplo); la j se decía igual que en catalán (Jordi). Está aceptado que la evolución de estos fonemas hacia una pronunciación bastante más “dura” (que, a mi juicio, es uno de los más notables rasgos diferenciadores del castellano frente a las restantes lenguas romances) es debida a la influencia árabe. Pero lo curioso es que la mudanza fonética no arraigó hasta bien avanzado el XVI, en torno a un siglo después de que el pobre Boabdil hiciera entre lloros las maletas. Como si el propiciador del “salto evolutivo” (en este caso afectando a la pronunciación) hubiese permanecido inactivo durante bastante tiempo para mostrar sus efectos cuando parecía que ya no había motivo.
Desde la generalización del cambio fonético (ya en el XVII) pasó todavía algún tiempo hasta que se produjeran, como efecto cascada, algunos cambios en la grafía de las palabras. Los hubo en los dos sentidos posibles: palabras que mantuvieron la letra cambiando su pronunciación y palabras que cambiaron la letra para adecuarla a la nueva pronunciación. Fantaseo sobre esos tiempos (apenas distantes en la historia) de grafías y pronuncias indecisas y me figura una batalla entre la x y la j en la que la primera, pobrecita mía (albergo motivos personales para tenerle cariño), fue absolutamente derrotada. Cuántas sílabas con la suave x de musicalidad provenzal fueron transmutadas brutalmente por el sonido de la j (compárese por ejemplo el dexar medieval con el dejar de la actualidad). De poco hubo de valerle a la frágil aspa reclamar, a modo de agravio comparativo, que los antiguos fonemas con j no eran sustituidos por elles (y así diríamos ollos como pronunciaba el Cid y han seguido haciendo los portugueses); la j se impuso con su fuerte voluntad expansiva, admitiendo escasas concesiones (que tienden a desaparecer como arcaísmos) que mantienen el signo pero con el sonido de la vencedora (México, por ejemplo).
Y hasta aquí este entretenimiento etimológico. Que me disculpen biólogos y lingüistas por el atrevimiento de un lego, pero se trata de pasar el rato.
Un mecanismo adaptativo frecuente en la evolución de las palabras es, por ejemplo, el de la eufonía. Eufonía, del griego, significa buen sonido (cacofonía justamente lo contrario). Así, muchos de los cambios que sufren las palabras a lo largo del tiempo (provenientes de un idioma madre o en el seno del propio) se deben a que, en su forma evolucionada, “suenan mejor”. Podríamos diferenciar los que responden a una facilitación del habla pero, en el fondo, ¿no son acaso lo mismo? Porque, normalmente, una palabra nos sonará mejor cuanto menos difícil sea de pronunciar. En todo caso, lo que me interesa destacar es que la eufonía funciona “adaptativamente” ya que una palabra que suena mejor, que se pronuncia más cómodamente, parece mejor dotada para la supervivencia en el “ecosistema” de los hablantes.
En los manuales de etimología se sistematizan las distintas alteraciones de letras por motivos eufónicos, tales como la conmutación (por ejemplo la o que muda en e en el vocablo latino fronte), la trasposición (viuda desde vidua), la adición (bástenos la vocal inicial añadida a tantos términos latinos que comienzan por s líquida: escorpión desde scorpione), y la supresión (la i de amabile desaparece, como la d de credere). Lo curioso es que los mecanismos eufónicos, como otros que operan en la evolución de las palabras, pueden invertir su sentido y así, por ejemplo, una supresión previa anularse posteriormente con una adición (ejemplo es la palabra donde que se acortó hasta do, la forma más habitual en los siglos XVIII y XIX, para recuperarse nuevamente el término “largo”).
Probablemente, entre las evoluciones conmutativas de las palabras castellanas, la más popular es la que cambiaba las efes por haches (¿o deberíamos considerar esta alteración entre las supresiones toda vez que la h es muda? nooooo). Todos sabemos que hasta no hace mucho (incluso en el siglo de oro) todavía eran abundantes los vocablos que mantenían la antigua f de sus ancestros latinos (fazer, fermoso, fierro, etc). No sé si el enmudecimiento de la f se explica por mecanismos eufónicos (a mí, por ejemplo, me gusta más fierro, como se dice en algunos países americanos); lo cierto es que este “salto evolutivo” afectó a muchas “especies” pero no siempre se aplicó sobre todos los diversos “géneros” que las componían, de modo que algunas palabras siguieron su evolución sin sustituir la f primigenia por la h. La “especie” más fecunda a este respecto la conforman la multitud de palabras derivadas del venerable facere latino; a bote pronto, tenderíamos a pensar que la f del primer romance fue abolida sin remedio y las especies con ese genotipo se extinguieron; si meditamos un momento contabilizaremos, no obstante, una pléyade de derivados del facere original que han mantenido la f en el castellano actual (afectar, confeccionar, beneficio, efectuar, fechoría, infección, perfecto, y muchas más).
Ese “salto evolutivo” aplicado parcialmente sobre un conjunto de términos con la misma raíz y, consecuentemente, estrecho parentesco semántico, posibilita divergencias evolutivas formales que, a su vez, suelen reforzarse con progresivas diferenciaciones semánticas. Y aquí vendría a cuento el obsoleto debate entre forma y función que, en las burdas analogías con que me estoy entreteniendo, plantearía simplistamente con el dilema del huevo y la gallina. Tiendo a pensar que, en la mayoría de los casos, son las formas existentes (las palabras como composiciones concretas de fonemas) las que van ampliando sus significados con los requerimientos del uso. Me parece que son menos abundantes los neologismos, palabras creadas expresamente para dar nombre a conceptos nuevos, a través de técnicas que recuerdan las propias de la ingeniería genética. Pero podría ocurrir con cierta frecuencia que la excesiva inflación semántica de algún término fuera un incentivo más para propiciar su evolución morfológica, dando origen a dos o más palabras derivadas, cada una con significados más específicos. Sin embargo, intuyo que lo más habitual haya sido que la propia evolución formal, al ampliar el catálogo de palabras, permitiera que uso de los hablantes matizara los significados, como ocurre con especies de antepasados comunes que evolucionan en ecosistemas diferentes.
Se me ocurrió escribir este post curioseando con la palabra horma (molde con que se fabrica o forma algo). No es difícil descubrir que proviene de la palabra latina forma (a su vez derivada por trasposición de letras de la griega morphé), exactamente igual a la castellana. Pareciera que este grupo de palabras emparentadas resistió bien al enmudecimiento tardomedieval de las efes; quizás las más notables entre las afectadas sean las relacionadas con la palabra hermoso (que, pese a sus aparentes distancias semánticas, comparte el mismo origen). Horma, en cambio, se me antoja un caso singular porque es la aplicación simple del “salto evolutivo” comentado dando a luz un término con un significado muy específico frente al mucho más amplio contenido semántico de la palabra madre, que continua existiendo con bastante más fecundidad y abundancia que su derivada. Para colmo, el gen de la h se ha mostrado en este ejemplo algo recesivo ya que, debido seguramente a la progresiva degradación de los oficios, el vocablo horma va poco a poco cayendo en el desuso. ¿Quién guarda ya sus zapatos, por ejemplo, embutiéndoles las correspondientes hormas como antaño hacían las familias pudientes?
Pero, a partir de mi curioseo sobre las hormas, descubro un fenómeno evolutivo de nuestra lengua que desconocía y que me asombra. Tenemos la tendencia a pensar que las transformaciones de las palabras, las que nos aclaran los diccionarios etimológicos, se manifiestan formalmente en sus grafías, olvidando los cambios en la pronunciación de las mismas. Pues resulta que la pronunciación de las letras también ha sufrido transformaciones importantes (y no me estoy refiriendo a las variaciones geográficas que apreciamos hoy en el español hablado). Si, por ejemplo, leyéramos en voz alta los siguientes versos del principio del Cantar del Mio Cid (poema que es un magnífico ejemplo para maravillarse ante la evolución de nuestra lengua en estos ochocientos años)
Mio Çid Ruy Diaz por Burgos entraba,
En su compaña, sesaenta pendones; exienlo ver mugieres y varones:
Burgueses y burguesas por las finiestras son
Plorando de los ojos, ¡tanto habian el dolor!
De las sus bocas todos decian una razon:
¡Dios que buen vasallo! ¡Si hobiese buen Señor!
es probable que a un oyente del siglo XIII le costara entendernos. Los sonidos de la z, x, j y g (y seguro que también otros) eran distintos de la pronunciación actual. De hecho, según leo, pese a que para esa época ya podían considerarse claramente diferenciadas las lenguas romances, había mucha más homogeneidad fonética entre ellas. La z sonaba mucho más suave (rechinante y no ceceosa, dicen por ahí), la x era más o menos similar a la ch del francés (en chateau, por ejemplo); la j se decía igual que en catalán (Jordi). Está aceptado que la evolución de estos fonemas hacia una pronunciación bastante más “dura” (que, a mi juicio, es uno de los más notables rasgos diferenciadores del castellano frente a las restantes lenguas romances) es debida a la influencia árabe. Pero lo curioso es que la mudanza fonética no arraigó hasta bien avanzado el XVI, en torno a un siglo después de que el pobre Boabdil hiciera entre lloros las maletas. Como si el propiciador del “salto evolutivo” (en este caso afectando a la pronunciación) hubiese permanecido inactivo durante bastante tiempo para mostrar sus efectos cuando parecía que ya no había motivo.
Desde la generalización del cambio fonético (ya en el XVII) pasó todavía algún tiempo hasta que se produjeran, como efecto cascada, algunos cambios en la grafía de las palabras. Los hubo en los dos sentidos posibles: palabras que mantuvieron la letra cambiando su pronunciación y palabras que cambiaron la letra para adecuarla a la nueva pronunciación. Fantaseo sobre esos tiempos (apenas distantes en la historia) de grafías y pronuncias indecisas y me figura una batalla entre la x y la j en la que la primera, pobrecita mía (albergo motivos personales para tenerle cariño), fue absolutamente derrotada. Cuántas sílabas con la suave x de musicalidad provenzal fueron transmutadas brutalmente por el sonido de la j (compárese por ejemplo el dexar medieval con el dejar de la actualidad). De poco hubo de valerle a la frágil aspa reclamar, a modo de agravio comparativo, que los antiguos fonemas con j no eran sustituidos por elles (y así diríamos ollos como pronunciaba el Cid y han seguido haciendo los portugueses); la j se impuso con su fuerte voluntad expansiva, admitiendo escasas concesiones (que tienden a desaparecer como arcaísmos) que mantienen el signo pero con el sonido de la vencedora (México, por ejemplo).
Y hasta aquí este entretenimiento etimológico. Que me disculpen biólogos y lingüistas por el atrevimiento de un lego, pero se trata de pasar el rato.
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