He volado desde LaGuardia con Delta. Poco más de hora y media para setecientos kilómetros sobre cinco estados. Pasado el mediodía aterrizo en el aeropuerto de Bangor, el principal de Maine, pero más bien pequeño, sin demasiado tráfico. Desde luego hoy, cuando me toca pisarlo por primera vez, no hay ajetreo, solo los que venimos desde Nueva York, apenas una veintena de pasajeros, la mayoría en viaje de trabajo o de regreso a casa (se mueven con la seguridad de lo conocido, en cambio yo camino sin prisas, fijándome en todo). La terminal está resplandeciente, se nota que ha sido reformada recientemente. Pero los monitores de salidas y llegadas anuncian pocos vuelos y todos locales, pese a que se trata de un aeropuerto internacional. Me viene a la cabeza la historieta de aquel bávaro, no logro acordarme del nombre, pero lo averiguo enseguida (bendita Wikipedia): Erwin Kreuz se llamaba, era octubre del 77 y volaba en un charter de Augsburgo a San Francisco. Tenía cincuenta tacos y no había cogido un avión en su vida, tampoco hablaba inglés. La aeronave aterrizó en Bangor, allí repostaba y cambiaba la tripulación. Aprovechando el parón se hacía bajar a los pasajeros para que pasaran los trámites de aduana e inmigración. Erwin creyó que ya habían llegado a San Francisco, salió del aeropuerto, cogió un taxi y le pidió que lo llevara a un hotel. Por alucinante que parezca, el tío estuvo nada menos que cuatro días paseando por Bangor convencido de estar en San Francisco. Eso sí, como no lograba encontrar las referencias de su guía de viaje (tenía especial interés en ver el Golden Gate) pensó que estaría en algún suburbio de la ciudad californiana. Así que al cuarto día, con su balbuceante inglés, le pidió a un taxista que lo acercara al San Francisco downtown y éste le dijo que sería una carrera de tres mil millas. El buen hombre lo llevó a un restaurante regentado por alemanes que le explicaron dónde estaba. El error fue difundido por los medios de comunicación y los ciudadanos de Bangor se enamoraron de ese bávaro despistado. Durante varios días lo trataron a cuerpo de rey, convirtiéndolo en toda una celebridad local: fue el invitado de honor de la Octoberfest local, admitido como miembro honorario de la tribu india de los Penobscot, lo recibió el gobernador del Estado en Augusta, le hicieron tres propuestas de matrimonio y hasta le regalaron una parcela edificable en un pueblo vecino. Nunca una equivocación resultó tan beneficiosa.
Recuerdo el suceso porque poco después de que ocurriera tuve que hacer un viaje de Madrid a Los Ángeles, muy parecido al del alemán, y mi padre me advirtió que me fijara en las escalas, no fuera también yo a equivocarme. Así supe de la existencia de esta ciudad (y si no del propio Estado de Maine, casi casi), cuyo nombre me evocaba la India (nada que ver, claro, parece que el nombre es en honor de un Bangor preexistente, no tengo claro si del galés o del norirlandés). El caso es que el aeropuerto de Bangor era uno de los más habituales para el repostaje en los vuelos transcontinentales, así que en aquel aventurero viaje juvenil estuve atento, pero no hubo suerte porque la parada de mi avión fue en San Juan de Terranova. En fin, el caso es que casi cuatro décadas después estoy en Bangor y tengo la oportunidad de echar un vistazo a la ciudad, ver si se asemeja en algo a la antigua Yerbabuena californiana (de antemano apostaría a que no). Pero antes quiero comer algo, me asalta de golpe un hambre canina; normal, no he comido nada desde el desayuno, a las siete. Lo raro es que hasta ahora no haya tenido apetito. Tal vez la culpa sea de la novela que había reservado para ese trayecto, The Langoliers, publicada por Stephen King en 1990. Me había mantenido en suspenso, imaginando que iba en ese vuelo Los Ángeles-Boston, del cual desaparecían misteriosamente casi todos los pasajeros. No he acabado el relato (es una novela corta pero no tanto, unas trescientas páginas), he llegado a cuando los supervivientes, aterrados, empiezan a explorar el aeropuerto desierto de Bangor. Hoy no hay mucha gente, pero tampoco está vacío; y sobre todo, he entrado junto a mis compañeros de vuelo a través del finger, sin necesidad de colarme por la cinta transportadora de maletas, como hicieron los protagonistas de la novela. Y en el tanque de cristal de promoción de las langostas de Maine, a diferencia de la novela, nadan bastantes de esos crustáceos.
Subo a la segunda planta, a una hamburguesería. Media docena de mesas y ninguna ocupada; acodados a la barra, dos tipos sesentones con largas barbas y orondas barrigas, cada uno acompañado de una jarra de cerveza tamaño familiar, conversan con dos mujeres rubias de edades parecidas. Una de ellas me saluda con un gesto, mientras me sigue con la mirada sin dejar la charla. Deduzco que son dos matrimonios, socios probablemente en la gestión del bar. El negocio no parece una mina de oro, desde luego, pero a la vista de cómo me atienden nadie diría que les preocupa. Pasa un buen rato desde que me siento hasta que la rubia más joven se acerca a preguntarme qué quiero. Me salmodia las escasas viandas disponibles con un tono de fastidio que desanimaría al más hambriento; al final pido un sándwich de pavo y una caña (insisto en que sea un vaso pequeño) que me sirve casi veinte minutos después. Mientras espero, hojeo una revista abandonada en una silla. Es una publicación de algún organismo local (algo así como la cámara de comercio y turismo de Maine) y contiene una entrevista de tres páginas a Stephen King, sin duda el vecino más famoso de Bangor. Yo he leído muy poco de King; la verdad es que, pese a su popularidad (o a lo mejor precisamente por ella), nunca me ha llamado la atención. Mi hermana, sin embargo, es una devoradora compulsiva de su obra, tanto que casi accede a la categoría de friki, pues conoce multitud de detalles sobre la vida y carrera literaria del escritor de Maine. Incluso suele echarme en cara que, siendo yo tan aficionado a la lectura, desprecie al que ella considera uno de los grandes. Lo cierto es que, en gran medida para darle gusto, he leído dos o tres novelas (tiene más de medio centenar) y le he tenido que reconocer que el tipo demuestra oficio, perfila buenos personajes, le sobra imaginación y, sobre todo, consigue mantener muy bien la tensión narrativa de sus tramas. Aún así, no termina de entusiasmarme; alguna vez, bromeando, le he dicho a mi hermana que prefería ver las adaptaciones cinematográficas de sus obras, contradiciendo mi opinión de que casi siempre las pelis desmerecen los libros en los que se basan. Porque los filmes que he visto de novelas de King son de excelente factura (Carrie, de Brian de Palma, El resplandor, de Stanley Kubrick, La zona muerta, de David Cronenberg, Misery, de Rob Reiner, Cadena perpetua y La milla verde, ambas de Frank Darabont), y sin embargo no he leído ninguna de las correspondientes novelas. Según leo la entrevista me voy arrepintiendo de mi pobre conocimiento de la obra stephenkingniana; fantaseo con que tropiezo con él en Bangor y nos ponemos a charlar un rato, aunque ¿qué iba a decirle? En todo caso, lo que sí tenía previsto es dar un paseo por la que llaman la queen city de Maine, y entre la lista de visitas ya tenía apuntada la mansión del escritor, un palacete italianizado de mediados del XIX, uno entre los varios edificios del Revival ecléctico que se impuso en la ciudad durante el esplendor de la industria maderera. Pero, para ello, lo primero alquilar un coche.
Recuerdo el suceso porque poco después de que ocurriera tuve que hacer un viaje de Madrid a Los Ángeles, muy parecido al del alemán, y mi padre me advirtió que me fijara en las escalas, no fuera también yo a equivocarme. Así supe de la existencia de esta ciudad (y si no del propio Estado de Maine, casi casi), cuyo nombre me evocaba la India (nada que ver, claro, parece que el nombre es en honor de un Bangor preexistente, no tengo claro si del galés o del norirlandés). El caso es que el aeropuerto de Bangor era uno de los más habituales para el repostaje en los vuelos transcontinentales, así que en aquel aventurero viaje juvenil estuve atento, pero no hubo suerte porque la parada de mi avión fue en San Juan de Terranova. En fin, el caso es que casi cuatro décadas después estoy en Bangor y tengo la oportunidad de echar un vistazo a la ciudad, ver si se asemeja en algo a la antigua Yerbabuena californiana (de antemano apostaría a que no). Pero antes quiero comer algo, me asalta de golpe un hambre canina; normal, no he comido nada desde el desayuno, a las siete. Lo raro es que hasta ahora no haya tenido apetito. Tal vez la culpa sea de la novela que había reservado para ese trayecto, The Langoliers, publicada por Stephen King en 1990. Me había mantenido en suspenso, imaginando que iba en ese vuelo Los Ángeles-Boston, del cual desaparecían misteriosamente casi todos los pasajeros. No he acabado el relato (es una novela corta pero no tanto, unas trescientas páginas), he llegado a cuando los supervivientes, aterrados, empiezan a explorar el aeropuerto desierto de Bangor. Hoy no hay mucha gente, pero tampoco está vacío; y sobre todo, he entrado junto a mis compañeros de vuelo a través del finger, sin necesidad de colarme por la cinta transportadora de maletas, como hicieron los protagonistas de la novela. Y en el tanque de cristal de promoción de las langostas de Maine, a diferencia de la novela, nadan bastantes de esos crustáceos.
Subo a la segunda planta, a una hamburguesería. Media docena de mesas y ninguna ocupada; acodados a la barra, dos tipos sesentones con largas barbas y orondas barrigas, cada uno acompañado de una jarra de cerveza tamaño familiar, conversan con dos mujeres rubias de edades parecidas. Una de ellas me saluda con un gesto, mientras me sigue con la mirada sin dejar la charla. Deduzco que son dos matrimonios, socios probablemente en la gestión del bar. El negocio no parece una mina de oro, desde luego, pero a la vista de cómo me atienden nadie diría que les preocupa. Pasa un buen rato desde que me siento hasta que la rubia más joven se acerca a preguntarme qué quiero. Me salmodia las escasas viandas disponibles con un tono de fastidio que desanimaría al más hambriento; al final pido un sándwich de pavo y una caña (insisto en que sea un vaso pequeño) que me sirve casi veinte minutos después. Mientras espero, hojeo una revista abandonada en una silla. Es una publicación de algún organismo local (algo así como la cámara de comercio y turismo de Maine) y contiene una entrevista de tres páginas a Stephen King, sin duda el vecino más famoso de Bangor. Yo he leído muy poco de King; la verdad es que, pese a su popularidad (o a lo mejor precisamente por ella), nunca me ha llamado la atención. Mi hermana, sin embargo, es una devoradora compulsiva de su obra, tanto que casi accede a la categoría de friki, pues conoce multitud de detalles sobre la vida y carrera literaria del escritor de Maine. Incluso suele echarme en cara que, siendo yo tan aficionado a la lectura, desprecie al que ella considera uno de los grandes. Lo cierto es que, en gran medida para darle gusto, he leído dos o tres novelas (tiene más de medio centenar) y le he tenido que reconocer que el tipo demuestra oficio, perfila buenos personajes, le sobra imaginación y, sobre todo, consigue mantener muy bien la tensión narrativa de sus tramas. Aún así, no termina de entusiasmarme; alguna vez, bromeando, le he dicho a mi hermana que prefería ver las adaptaciones cinematográficas de sus obras, contradiciendo mi opinión de que casi siempre las pelis desmerecen los libros en los que se basan. Porque los filmes que he visto de novelas de King son de excelente factura (Carrie, de Brian de Palma, El resplandor, de Stanley Kubrick, La zona muerta, de David Cronenberg, Misery, de Rob Reiner, Cadena perpetua y La milla verde, ambas de Frank Darabont), y sin embargo no he leído ninguna de las correspondientes novelas. Según leo la entrevista me voy arrepintiendo de mi pobre conocimiento de la obra stephenkingniana; fantaseo con que tropiezo con él en Bangor y nos ponemos a charlar un rato, aunque ¿qué iba a decirle? En todo caso, lo que sí tenía previsto es dar un paseo por la que llaman la queen city de Maine, y entre la lista de visitas ya tenía apuntada la mansión del escritor, un palacete italianizado de mediados del XIX, uno entre los varios edificios del Revival ecléctico que se impuso en la ciudad durante el esplendor de la industria maderera. Pero, para ello, lo primero alquilar un coche.