Juan Bautista Alvarado y Vallejo nació en Monterrey, California, el 14 de febrero de 1809, y murió el 13 de julio de 1882 en el rancho de San Pablo, hoy parte de la ciudad del mismo nombre, al Norte de San Francisco. En sus 73 años de vida, Alvarado tuvo las nacionalidades española (hasta 1821), mexicana (entre 1821 y 1848) y estadounidense a partir de esta última fecha. Ahora bien, según declara en el prefacio de su “Historia de California”, escrita en 1876 –en la última etapa de su vida–, siempre sintió que su patria era California, un país que nunca fue un estado libre y soberano, salvo que lo admitamos como tal durante el breve periodo de la República insurgente tras la revuelta de la bandera del oso y luego el tiempo que pasó hasta convertirse en el vigésimo octavo de la Unión. El caso es que leyendo la obra citada me sorprendió tan apasionada declamación patriótica, máxime proviniendo de una persona como él. Y me pareció interesante porque este caso ofrece una variante de lo que tras la emancipación hispanoamericana debieron plantearse los que pasaban de ser súbditos de la monarquía española a ciudadanos de las nuevas repúblicas. Un residente mexicano tendría que elegir si seguía siendo español o si, por el contrario, volcaba su emotividad patriotera al nuevo estado. Hay varias historias sobre estos conflictos en los primeros años de los nuevos países. Son muchos menos, en cambio, quienes no sólo rechazaron la lealtad a la metrópoli sino también a la nueva república, declarando que su patria era un territorio casi despoblado, provincia periférica tanto de España como de México. Transcribo un párrafo del prefacio citado.
… sobrevino la guerra entre los Estados Unidos de Norte América y la República Mejicana; esta última fue vencida, su capital invadida y sus puertos de mar bloqueados. En tan aflictivas como críticas circunstancias los comisionados de Méjico suscribieron en la villa de Guadalupe Hidalgo un tratado de paz y amistas. Ese tratado que puso término a la ocupación militar de los norteamericanos en Méjico, también cerró para siempre a los presidentes mejicanos las puertas de la Alta California. Este acontecimiento forma época en los anales de mi patria pues, puesto el país al poderoso amparo del pendón santificado con los padecimientos de Washington, Warren, Putman y muchos otros heroicos patriotas del siglo pasado, hemos presenciado, casi estoy por decir con asombro, una era de progreso que no puede menos que dejarme satisfecho. Pues si bien yo y algunos otros de mis conciudadanos y parientes hemos sufrido con el cambio de bandera, la mayoría ha ganado. No puedo menos que calificar como época gloriosa la entrada de los norteamericanos en California, pues ellos sustituyeron la pesada carreta tirada por bueyes con el ferrocarril, el inseguro con una administración de correos tan bien administrada que la misma Europa puede envidiárnosla, y en vez de las pesadas lanchas en que antes cruzábamos la bahía hoy tenemos hermosos vapores. Y ¿qué diré de la instrucción pública, de los planteles de educación? En mi juventud, un soldado inválido a veces ignorante era quien enseñaba a los niños a leer y escribir; hoy día, los mejores y más afamados profesores del orbe conocido desempeñan cátedras en nuestras escuelas, colegios y universidades, y la juventud tiene, sin necesidad de gravar a sus padres, el privilegio de aprender todas las ciencias conocidas. Soy del parecer que las mejoras introducidas por los norteamericanos en el ramo de la enseñanza pública deberían por si solas bastar para que los californios celebren con entusiasmo el aniversario del día en que quedó para siempre abolida de este Estado la dominación mejicana.
Nótese el entusiasmo con que alaba la benéfica acción de los Estados Unidos en California, confrontándola con el desastroso estado en que la tenía sumida México. Para alejar sospechas, asegura que él, como otros de sus parientes, sufrió con el cambio de bandera. Alvarado pertenecía a las reducidas familias privilegiadas en la época previa, pero tampoco puede decirse que la entrada norteamericana le supusiera menoscabos en su posición o fortuna. Él como todos los californianos (entonces se decía “californios”), resultó beneficiado del indudable mayor progreso de Estados Unidos. O sea que, al final, a eso se reduce el patriotismo: a una mejora en las condiciones materiales. Y elevado el nivel de éstas, los Alvarados se ponen a cantar alabanzas (los estómagos repletos deben ser agradecidos); nótese, por ejemplo, como antes del Tratado de Guadalupe Hidalgo, California era dominada por México y tras éste pasó a estar al amparo de Washington.
Alvarado, desde muy joven, había intrigado en las esferas del poder local. Con solo veinticinco años fue elegido diputado en la cámara legislativa de Monterrey (institución mexicana, claro) y al año siguiente ya estaba involucrado en una revuelta con los caciques locales contra el nuevo gobernador designado por el Estado. El conflicto lo solucionaron dándole a nuestro hombre el cargo de gobernador, al que accedió con solo veintisiete tacos. En su Historia nos cuenta, sin embargo, que asumió el puesto por orden del Estado libre y soberano de California. Pero no tuvo reparos en pedir ayuda a los opresores mexicanos cuando, en abril de 1840, se enteró de que un grupo de norteamericanos asentados en el territorio planeaba una revuelta contra su gobierno (aunque esa petición le costó igualmente el cargo, pues Santa Anna envió tropas bajo el mando del general Micheltorena que pasó a ser el gobernador). Así que de nuevo en Alvarado se reavivó el descontento hacia México y, consecuentemente, sus afanes patrióticos, lo que no le impidió presentarse y ser elegido como representante al Congreso mexicano (aunque nunca llegó a desplazarse). Luego vino la guerra, la ocupación norteamericana y la ambigua actitud del prohombre californiano que acabó decantándose hacia una descarada simpatía hacia los nuevos amos (incluso le ofrecieron la gobernación, que él rechazó). Desde su retiro en el rancho de San Pablo, el patriota vio como se creaba la convención constituyente californiana (agosto de 1849) que solicitaba el ingreso de California como Estado de la Unión, aunque excluyendo del territorio de la antigua provincia española y mexicana la parte al Este de Sierra Nevada (que calculo a ojo que representa no menos de dos tercios de la extensión); supongo que su patriotismo californiano no sufrió por esta amputación. En fin, me da la impresión (prematura porque estoy recién en los primeros capítulos del manuscrito del amigo) que Alvarado construyó su patriotismo a su conveniencia, lo cual, por otra parte, es lo que suelen hacer los próceres y padres de cualesquiera patrias (otra cosa es el pueblo llano). A su vejez, cuando escribe su obra magna, se esfuerza en dar coherencia a su vida y en reafirmar ese amor a la patria, llegando a mi juicio al desvarío. Y para muestra otro párrafo del citado prefacio.
Hago esta advertencia porque deseo que todos mis compatriotas hagan un supremo esfuerzo y pongan su contingente de luces al alcance del historiador que se ha hecho cargo de hacer justicia a los prohombres que con arrojo y denuedo libertaron a la Alta California del yugo de los bárbaros infieles, y con brazo fuerte rompieron los vínculos con que los esbirros del fanatismo habían ribeteado el cuerpo y el alma de los primitivos moradores de este hoy próspero Estado. Nuestro antepasados de gloriosa memoria, peleando uno contra ciento, vencieron en mil combates a los bárbaros infieles, y nosotros sus hijos, corriendo aún mayores riesgos, declaramos la guerra a los padres misioneros que eran los representantes de las doctrinas añejas, que no tenían más miras que mantenernos en la más crasa ignorancia, que pretendían perpetuarse en el goce de bienes inmensos negando a los californios los privilegios que les concedían las leyes divinas y humanas. La refriega fue tenaz, pues por una parte estaba el prestigio, la inteligencia y la riqueza y por la otra no había sino jóvenes inexpertos a quienes animaba el deseo de abrir para sí y sus descendientes el campo de la ilustración. Me es satisfactorio poder recordar que tomé parte en la lucha a que las ideas de progreso habían desafiado el fanatismo, y más satisfactorio aún me es hallarme en caso de probar que los pocos vencieron a los muchos y al cerrarse el combate el yerto cadáver del fanatismo yacía tendido en el suelo para ya nunca volverse a levantar, a lo menos en mi patria.
¿Quiénes son los antepasados de Juan Bautista Alvarado y Vallejo? Desde luego, no los “primitivos moradores de este hoy próspero Estado” sino españoles que llegaron a esas tierras y contribuyeron a reducir la población de aquéllos a menos de la cuarta parte. ¿Cuáles eran esas doctrinas “añejas” destinadas a la opresión? Obviamente la religión católica en la que había sido bautizado nuestro protagonista, como todos sus ascendientes. ¿Qué bienes les negaba México a los californianos, cuando éstos (los miembros de las pocas y privilegiadas familias entre las que estaba la de Alvarado) llevaban toda la época republicana ocupando los cargos de poder y repartiéndose las tierras secularizadas? ¿Cómo que unos pocos californianos libertaron la patria del yugo opresor si lo único que hicieron fue decantar su apoyo a los gringos cuando la victoria de éstos era segura? En fin, dejémoslo aquí. Ahora, eso sí: ha pasado más de siglo y medio y, con la natural evolución estilística, este discurso sigue funcionando: lamentable.
Es que el ser humano no ha cambiado... Demasiado poco tiempo son menos de 150 años...
ResponderEliminar¿Demasiado poco tiempo? Según para qué. Desde luego, para que desaparezcan los patrioterismos sí parece que es poco, en efecto.
EliminarPues supongo que, a estas alturas, ya habrás visto el partido del Madrid :)
ResponderEliminarSamuel Johnson decia que el patriotismo es el ultimo refugio de los canallas. A nuestro amigo el patriota ex post, ya que habian ganado los yanquees, se le aplica el dicho.
ResponderEliminar