Rímini, la Ariminum romana, fue en la antigüedad un nodo fundamental de las comunicaciones de Italiana: un puerto muy importante mirando hacia el este y tres de las más importantes vías: la Flaminia, que cruzando los Apeninos llegaba hasta Roma, la Emilia (por la que circulamos el pasado lunes provenientes de Bologna) que discurría en dirección noroeste hasta Piacenza, y la Popilia-Annia que bordeaba el Adriático hasta Trieste (y por cuyo trazado en gran parte iríamos nosotros el miércoles hasta Chioggia, en el extremo sur de la laguna veneciana). Rímini, como casi cualquier ciudad italiana de mediana importancia, tiene historia para regalar, aunque hoy no sea muy conocida por su "esplendoroso" pasado (tampoco tiene un centro histórico demasiado impresionante) sino, sobre todo, por su carácter predominantemente turístico.
Resulta que Rímini fue uno de los primeros lugares en los que apareció el baño en el mar, una práctica, en sus inicios, más terapéutica que recreativa. Desde fines del XVIII algunos científicos higienistas comenzaban a recomendar las inmersiones en agua marina a las que atribuían efectos saludables. Las primeras instalaciones que se empezaron a disponer con estos fines, escasas y precarias, estaban destinadas a las clases altas y, como tantísimas innovaciones de este tipo, fueron iniciativas inglesas. Venían a consistir en plataformas de madera que desde unas decenas de metros antes de la costa se metían un breve trecho en el mar, al cual bajaba el bañista vestido mediante unas escaleras para recibir el oleaje y las sales durante no mucho rato, que era ésta una terapia que había de usarse con cautela. En base a este modelo, en 1943 el joven médico Claudio Tintori, con el apoyo financiero de los condes Alessandro y Ruggero Baldini, construye la primera de estas instalaciones; el 30 de julio de 1843, bajo el pomposo nombre de Stabilimento privilegiato dei Bagni Marittimi, el negocio fue inaugurado por un cardenal, lo que no debe extrañarnos si recordamos que por entonces Rímini pertenecía a los Estados Pontificios.
Se había dado el banderazo de salida a una carrera que ha durado un siglo y medio (y hablo en pasado porque supongo que ya la costa romañola está más que saturada, aunque no me atrevería a jurarlo). Pocos años después se terminaría el ferrocarril Bolonia-Ancona y, con el apoyo del municipio y de la caja de ahorros local, se animó a los capitalistas de la recién nacida Italia a promover edificios de vacaciones a lo largo de la costa. Así, el siguiente gran hito en el primitivo desarrollo turístico de Rímini fue la erección, en 1873, del Kursaal, justo en donde hasta unos años antes estaba el originario establecimiento de baños. Aunque todavía limitadas a las familias pudientes, los viajes de vacaciones al mar, con la excusa de la hidroterapia, estaban ya de moda y se requerían nuevos atractivos. Las "salas de cura" (que es lo que significa en alemán Kur-saal) proliferaban por toda Europa, aunque fueran edificios más recreativos que sanitarios, en los que el plato fuerte era el juego (en Francia, menos eufemísticos, los llamaron casinos). El Kursaal donostiarra que conocí en mi infancia es de fecha bastante más tardía (1921), pero es que nuestro país siempre ha ido un poco retrasado (aunque, eso sí, cuando nos ponemos, nos ponemos). La cosa es que por algún lado he leído (puede que sea chovinismo italiano) que el de Rímini era, hacia finales del novecento, el más fashion de todos los muchos kursaales que por Europa había y que las mejores familias austriacas, suizas, alemanas y hasta italianas se peleaban por reservar con tiempo sus estadías en este bullente núcleo del Adriático.
Luego, a principios del siglo XX, se construiría el Grand Hotel (el único de cinco estrellas, con esa estética de lujo decadentista, pese a que sus precios no son nada exagerados frente, por ejemplo, a los de los establecimientos venecianos: concesiones que han de hacer al turismo de masas), que todavía sigue ahí, en el extremo del paseo marítimo Claudio Tintori (homenaje al adelantado del turismo adriático) y, se iría llenando de edificios la zona que hoy se llama Marina Centro. En los años del fascismo, el propio Duce "honró" a la ciudad al elegirla varias veces como su lugar de vacaciones. Y así, pian piano, hasta el despelote de la dopoguerra (la segunda, se entiende) y la consagración universal (léase en el primer mundo) del derecho a las vacaciones lo que significó, en consecuencia, la locura inmobiliaria en los litorales mediterráneos (ah, el sol del sur, tan añorado por los del norte) y la aparición, tímida primero y despendolada enseguida, del turismo masivo; o sea, el predominio de la cantidad sobre la calidad. Resultado, una enorme megalópolis litoral que, con Rímini como embrión y centro, se extiende varios kilómetros hacia el norte y sur. Una inmensa longitud de playas con el frente de tierra ocupado por una sucesión ininterrumpida de edificios de hoteles y apartamentos y la primera banda de arena por casetas y distintas instalaciones al servicio de los huéspedes de esos establecimientos. Todo además con un cierto aire anticuadillo, "años sesenta", al menos en la zona en la que nos alojamos como se ve en la foto al pie de este párrafo. Y es que lo curioso (al menos para mí, acostumbrado a una Ley de Costas que declara la titularidad pública del litoral) es que las playas son privadas, cada tramo del hotel que está enfrente, o eso es lo que me contaron.
Pero, la verdad sea dicha, no pretendía hablar en este post del turismo de Rímini, aunque me interesa ya que ha sido un tema al que he dedicado algunos años de trabajo profesional y reconozco que, más allá de las descalificaciones simplistas, me genera no poca curiosidad (sobre todo los antecedentes del monstruoso fenómeno que vivimos desde hace unas cuantas décadas). Por eso me he puesto a comprobar cosas y a ir escribiendo y así me he extendido más de la cuenta en lo que sólo pretendía ser una introducción. En fin, ya en otro momento contaré la anécdota que viví en Rímini, vinculada al otro motivo que, al margen del turismo, da fama a la ciudad.
Resulta que Rímini fue uno de los primeros lugares en los que apareció el baño en el mar, una práctica, en sus inicios, más terapéutica que recreativa. Desde fines del XVIII algunos científicos higienistas comenzaban a recomendar las inmersiones en agua marina a las que atribuían efectos saludables. Las primeras instalaciones que se empezaron a disponer con estos fines, escasas y precarias, estaban destinadas a las clases altas y, como tantísimas innovaciones de este tipo, fueron iniciativas inglesas. Venían a consistir en plataformas de madera que desde unas decenas de metros antes de la costa se metían un breve trecho en el mar, al cual bajaba el bañista vestido mediante unas escaleras para recibir el oleaje y las sales durante no mucho rato, que era ésta una terapia que había de usarse con cautela. En base a este modelo, en 1943 el joven médico Claudio Tintori, con el apoyo financiero de los condes Alessandro y Ruggero Baldini, construye la primera de estas instalaciones; el 30 de julio de 1843, bajo el pomposo nombre de Stabilimento privilegiato dei Bagni Marittimi, el negocio fue inaugurado por un cardenal, lo que no debe extrañarnos si recordamos que por entonces Rímini pertenecía a los Estados Pontificios.
Se había dado el banderazo de salida a una carrera que ha durado un siglo y medio (y hablo en pasado porque supongo que ya la costa romañola está más que saturada, aunque no me atrevería a jurarlo). Pocos años después se terminaría el ferrocarril Bolonia-Ancona y, con el apoyo del municipio y de la caja de ahorros local, se animó a los capitalistas de la recién nacida Italia a promover edificios de vacaciones a lo largo de la costa. Así, el siguiente gran hito en el primitivo desarrollo turístico de Rímini fue la erección, en 1873, del Kursaal, justo en donde hasta unos años antes estaba el originario establecimiento de baños. Aunque todavía limitadas a las familias pudientes, los viajes de vacaciones al mar, con la excusa de la hidroterapia, estaban ya de moda y se requerían nuevos atractivos. Las "salas de cura" (que es lo que significa en alemán Kur-saal) proliferaban por toda Europa, aunque fueran edificios más recreativos que sanitarios, en los que el plato fuerte era el juego (en Francia, menos eufemísticos, los llamaron casinos). El Kursaal donostiarra que conocí en mi infancia es de fecha bastante más tardía (1921), pero es que nuestro país siempre ha ido un poco retrasado (aunque, eso sí, cuando nos ponemos, nos ponemos). La cosa es que por algún lado he leído (puede que sea chovinismo italiano) que el de Rímini era, hacia finales del novecento, el más fashion de todos los muchos kursaales que por Europa había y que las mejores familias austriacas, suizas, alemanas y hasta italianas se peleaban por reservar con tiempo sus estadías en este bullente núcleo del Adriático.
Luego, a principios del siglo XX, se construiría el Grand Hotel (el único de cinco estrellas, con esa estética de lujo decadentista, pese a que sus precios no son nada exagerados frente, por ejemplo, a los de los establecimientos venecianos: concesiones que han de hacer al turismo de masas), que todavía sigue ahí, en el extremo del paseo marítimo Claudio Tintori (homenaje al adelantado del turismo adriático) y, se iría llenando de edificios la zona que hoy se llama Marina Centro. En los años del fascismo, el propio Duce "honró" a la ciudad al elegirla varias veces como su lugar de vacaciones. Y así, pian piano, hasta el despelote de la dopoguerra (la segunda, se entiende) y la consagración universal (léase en el primer mundo) del derecho a las vacaciones lo que significó, en consecuencia, la locura inmobiliaria en los litorales mediterráneos (ah, el sol del sur, tan añorado por los del norte) y la aparición, tímida primero y despendolada enseguida, del turismo masivo; o sea, el predominio de la cantidad sobre la calidad. Resultado, una enorme megalópolis litoral que, con Rímini como embrión y centro, se extiende varios kilómetros hacia el norte y sur. Una inmensa longitud de playas con el frente de tierra ocupado por una sucesión ininterrumpida de edificios de hoteles y apartamentos y la primera banda de arena por casetas y distintas instalaciones al servicio de los huéspedes de esos establecimientos. Todo además con un cierto aire anticuadillo, "años sesenta", al menos en la zona en la que nos alojamos como se ve en la foto al pie de este párrafo. Y es que lo curioso (al menos para mí, acostumbrado a una Ley de Costas que declara la titularidad pública del litoral) es que las playas son privadas, cada tramo del hotel que está enfrente, o eso es lo que me contaron.
Pero, la verdad sea dicha, no pretendía hablar en este post del turismo de Rímini, aunque me interesa ya que ha sido un tema al que he dedicado algunos años de trabajo profesional y reconozco que, más allá de las descalificaciones simplistas, me genera no poca curiosidad (sobre todo los antecedentes del monstruoso fenómeno que vivimos desde hace unas cuantas décadas). Por eso me he puesto a comprobar cosas y a ir escribiendo y así me he extendido más de la cuenta en lo que sólo pretendía ser una introducción. En fin, ya en otro momento contaré la anécdota que viví en Rímini, vinculada al otro motivo que, al margen del turismo, da fama a la ciudad.
Rimini - Fabrizio de André (Rimini, 1978)
Hombre, por fin me entero de cuál es el origen y el significado de la palabra Kursaal, que siempre me había intrigado. Hay que ver lo que se aprende contigo. Yo también recuerdo de mi infancia el decimonónico de San Sebastián, que añoro tanto más cuanto que lo ha sustituido, después de largos años de solar, ese espanto acristalado que aplasta bajo su incongruente mole al barrio de Gros (creo, por cierto, que ya nadie lo llama así, al barrio, digo).
ResponderEliminarHace años estuve alojado en un hotel de la costa ligur y descubrí con enorme sorpresa que, efectivamente, solo un minúsculo pedazo de playa era de acceso libre para el público en general. Más del ochenta por ciento de la playa estaba "parcelada" en zonas acotadas para uso exclusivo de los clientes de cada hotel. Aunque esa vez me tocó en el lado "privilegiado", y disfruté de mis tumbonas y de mis toallas, me pareció bastante escandaloso. No he visto que ocurra nada parecido en ningún otro país europeo. De los no muchos que conozco, claro.
A mi en cambio me gusta 'el espanto acristalado' de Donosti y llamo Gros a Gros, y también me he enterado por tí del por que de 'Kursaal'. (Ya deberáis volver, guapín).
ResponderEliminarEl significado de Kursaal también yo lo he descubierto al escribir este post y es gracioso porque, al igual que a Vanbrugh, desde mi infancia me ha intrigado de dónde vendría la palabreja (al menos tenía claro que no era vascuence :)
ResponderEliminarAh, Lansky, ya estamos aquí; desde el lunes a las diez de la mañana, que menudo madrugó nos tuvimos que dar el último día.