Habíamos salido a cazar, actividad que, hacia finales de los setenta, practicaban con cierta asiduidad los universitarios limeños blanquitos (lo que venía a ser lo mismo que de clase alta). Consistía en "patrullar" ciertas zonas de Miraflores o Barranco buscando cholitas de buen ver quienes, tras un ratito de palique ritual, aceptaran subir al coche, acompañarnos a una disco, beber abundantemente y, por supuesto, dejarse meter mano y, si había suerte, algo más Esa noche íbamos cuatro: Vicen, Lucho, Óscar y yo, distribuidos por parejas en dos VW escarabajos de la época. Tras unas cuantas vueltas por los "puntos calientes", Vicen y Oscar, gracias a la labia caribeña de este ultimo (era nicaragüense) sumada a su desespero erótico (era él quien se había empeñado en sustituir el plan original de ir al cine), consiguieron "levantar" dos pibitas; en cambio, Lucho y yo no tuvimos ningún éxito. En fin, mala suerte, dije yo, volvámonos a nuestras casas. De eso nada, protestó Lucho, estoy muy arrecho, vamos al cinco y medio.
El cinco y medio era un burdel, el burdel más famoso de Lima, llamado así por situarse en ese kilómetro de la carretera central, la que sube empinada hacia la cordillera andina. En realidad, más que un burdel era casi una "urbanización prostibularia", un área con una red de "calles" (pistas asfaltadas, más bien) en las que se disponían pequeños bungalows preparados para que llegara la pareja en el coche y pudiera meterse discretamente al dormitorio. Supongo que se pagaría al pasar por unas garitas como una desde la que un tipo airadamente, al ver que éramos dos tíos, nos mandó dar la vuelta; en el Perú extremadamente machista de aquellos años no se concebía este tipo de servicios para homosexuales. Claro que además había locales con mujeres, que eran los que buscábamos esa noche; tras unas cuantas vueltas erróneas, pese a que Lucho presumía de haber estado ya varias veces en el Cinco y medio (una de las medidas peruanas de la hombría era la frecuencia de visitas a burdeles), dimos con un local adecuado a nuestros propósitos.
Se trataba de una sala bastante amplia, iluminada con poquísimas bombillas de poquísimos vatios. En la penumbra, ajustada al límite para poder moverse sin tropezar, se distinguían unas mesas agrupadas en un fondo, la barra del bar en el extremo opuesto y, entre medias, unas veinte mujeres, algunas sentadas en sillas arrimadas a la pared, otras caminando lánguidas por el local y las restantes bailando en el espacio central, emparejadas con un cliente o con otra compañera. Lucho y yo, como dos pánfilos, apenas avanzamos unos pasos desde el umbral, casi como si, acojonados ante lo que pudiera pasar (que ése era más o menos nuestro estado de ánimo), no quisiéramos dejar de tener bien a mano la vía de escape. Qué buenas están, exclamó Lucho, cuyas hormonas dieciochoañeras estaban bullendo de forma notoria. La afirmación, en esa semioscuridad, era cuando menos arriesgada, pero la verdad es que las siluetas que se entreveían sugerían cuerpos atractivos. En esos titubeos estábamos cuando se nos acercó una mujer de melena muy larga, embutida toda ella en una malla que apenas sostenía unas carnes excesivamente generosas. ¿Qué, morenazo? ¿Te vienes conmigo?
Lucho ni lo dudó, o mejor sería decir que no decidió nada, que simplemente se dejó llevar como un perrito agradecido con la lengua fuera y el rabo revoloteando. Yo, al quedarme solo y ver que no venían a aventarme, me decidí a explorar el local, a la espera que mi actividad precipitara consecuentes acontecimientos. Sólo me había dado tiempo a pedir una caña en la barra así que dudo que hubieran pasado más de diez minutos cuando apareció Lucho de vuelta, con cara satisfecha. ¿Ya mojaste? Estás loco, le contesté, si hace un momento que te fuiste. Pues venga, date prisa. Que no, hombre, si tampoco me apetece demasiado; vámonos ya. De eso nada, insistió mi amigo, que no se diga. Y me quitó la jarra de cerveza a la vez que me empujaba contra la pared más cercana, ajuntándome con una cholita bajita con una espectacular peluca pelirroja. ¿Qué pasa, gringo? ¿Tantas ganas tienes? Balbuceé algo que sonaba a afirmación y ella se levantó de la silla y me jaló de la mano, arrastrándome hacia la parte del fondo, detrás de un vano tapado con una cortina, que era donde se disponían las tres o cuatro habitaciones de faena que en el local había. La suerte está echada, me dije, porque ya no podía recular.
Poco recuerdo ya del cuartucho aquel; lo más la impresión generalizada de cutrez. Había una cama, creo que de somier metálico y con una cabecera enrejada apoyada contra una de las paredes, que era más alta de lo habitual, pues lo primero que hice al llegar fue sentarme y tuve que empinarme para lograrlo. La chica (así la califico desde mi actual edad, pero entonces me parecía una mujer madura) caminó muy resuelta hasta una esquina a la vez que se despojaba y dejaba caer al suelo de la falda. Cubierta sólo por una camiseta de asillas muy ajustada, se sentó a horcajadas en el bidé que ahí había y mientras se aseaba me miró interrogativa. ¿No te desnudas? Venga, que te tengo que lavar la pinguita. Me molestó el uso del diminutivo, máxime cuando que lo dijese era todavía aventurado, pero la verdad es que resultó acertado porque la situación no sólo no me excitaba sino más bien lo contrario, de modo que cuando retiré pantalones y calzoncillo asomó un apéndice retraído a su mínima expresión. Y así lo confirmó la meretriz (qué bonita palabra) al llegarse a mi lado armada con una esponja jabonosa; uuy, qué chiquitita, me dijo, tú no serás cabro, ¿verdad?
Que aumentara mi humillación poniendo en duda mi heterosexualidad, no contribuyó en absoluto a que la sangre fluyera a los cuerpos cavernosos que la precisaban. Vagamente rememoro que el partenaire que me había tocado en suerte ensayó algunos pobres intentos de propiciar mi erección, pero ni fue lo suficientemente tenaz ni, sobre todo, puso la mínima dosis de teatro para disimular lo poco que le apetecía hacer lo que hacía. De otra parte, mi experiencia coital era por entonces muy escasa, y aunque traté de sobreponerme a mi estado de bloqueo psicológico con alguna iniciativa que pudiese destapar mi libido (manoseándole los pechos por debajo de la camiseta que nunca se quitó, por ejemplo), no sólo no obtuve efectos apreciables sino que conseguí alguna queja malsonante de la chica que me desanimó todavía más. Hay que decir que la mujer carecía de todo prurito profesional porque muy pronto cejó sus esfuerzos (que mucho es así llamarlos) y se me plantó en jarras con expresión ofendida. Pues, aunque digas que no, para mí que eres maricón. ¿Qué hacemos? ¿Lo dejamos? Aunque me apeteció discutirle su afirmación y echarle en cara su parte de culpa, preferí aprovechar la oferta y cortar ya el mal rato, que alargarlo intuía que no haría sino empeorarlo. Sí, lo dejamos, le conteste, y empecé a ponerme los calzoncillos. Pero paga, eh, que la culpa ha sido tuya. De nuevo me subió la sangre a la cara (equivocando el destino) pero me callé y le entregué los correspondientes billetes (por supuesto no guardo la menor memoria de lo que me costó la gracia).
Salí pues a la gran sala y ahí estaba Lucho con la jarra de cerveza en la mano (¿sería la misma?) y una sonrisita cómplice de bienvenida. Vaya, sí que has tardado, me espeta (y yo pensé que desbarraba), ¿no habrás echado más de uno? Y entonces, pese a lo mal que me sentía, consciente de lo que me jugaba en la escala machista de mi entorno, tuve la presencia de ánimo de esbozar una enigmática sonrisa a la par que enarcaba las cejas triunfalmente. Risotadas viriles de ambos y fin de la desventura. Por lo menos no tuve que dar explicaciones.
PS: El otro día, mientras escribía el post post-electoral, al hilo de darme cuenta de que ésta ha sido la primera vez que no he votado, pensé en que bien podría recuperar narrativamente algunas otras de mis "primeras veces" y de ahí que ahora cuente otra primera vez de un no hacer. Naturalmente, también este post vale para alimentar las nostalgias, porque ese primer gatillazo data de hace treinta y varios años. Sin embargo, como demuestra el anterior post, por muy viejos que nos hagamos, siempre podemos tener una nueva primera vez (afortunadamente).
El cinco y medio era un burdel, el burdel más famoso de Lima, llamado así por situarse en ese kilómetro de la carretera central, la que sube empinada hacia la cordillera andina. En realidad, más que un burdel era casi una "urbanización prostibularia", un área con una red de "calles" (pistas asfaltadas, más bien) en las que se disponían pequeños bungalows preparados para que llegara la pareja en el coche y pudiera meterse discretamente al dormitorio. Supongo que se pagaría al pasar por unas garitas como una desde la que un tipo airadamente, al ver que éramos dos tíos, nos mandó dar la vuelta; en el Perú extremadamente machista de aquellos años no se concebía este tipo de servicios para homosexuales. Claro que además había locales con mujeres, que eran los que buscábamos esa noche; tras unas cuantas vueltas erróneas, pese a que Lucho presumía de haber estado ya varias veces en el Cinco y medio (una de las medidas peruanas de la hombría era la frecuencia de visitas a burdeles), dimos con un local adecuado a nuestros propósitos.
Se trataba de una sala bastante amplia, iluminada con poquísimas bombillas de poquísimos vatios. En la penumbra, ajustada al límite para poder moverse sin tropezar, se distinguían unas mesas agrupadas en un fondo, la barra del bar en el extremo opuesto y, entre medias, unas veinte mujeres, algunas sentadas en sillas arrimadas a la pared, otras caminando lánguidas por el local y las restantes bailando en el espacio central, emparejadas con un cliente o con otra compañera. Lucho y yo, como dos pánfilos, apenas avanzamos unos pasos desde el umbral, casi como si, acojonados ante lo que pudiera pasar (que ése era más o menos nuestro estado de ánimo), no quisiéramos dejar de tener bien a mano la vía de escape. Qué buenas están, exclamó Lucho, cuyas hormonas dieciochoañeras estaban bullendo de forma notoria. La afirmación, en esa semioscuridad, era cuando menos arriesgada, pero la verdad es que las siluetas que se entreveían sugerían cuerpos atractivos. En esos titubeos estábamos cuando se nos acercó una mujer de melena muy larga, embutida toda ella en una malla que apenas sostenía unas carnes excesivamente generosas. ¿Qué, morenazo? ¿Te vienes conmigo?
Lucho ni lo dudó, o mejor sería decir que no decidió nada, que simplemente se dejó llevar como un perrito agradecido con la lengua fuera y el rabo revoloteando. Yo, al quedarme solo y ver que no venían a aventarme, me decidí a explorar el local, a la espera que mi actividad precipitara consecuentes acontecimientos. Sólo me había dado tiempo a pedir una caña en la barra así que dudo que hubieran pasado más de diez minutos cuando apareció Lucho de vuelta, con cara satisfecha. ¿Ya mojaste? Estás loco, le contesté, si hace un momento que te fuiste. Pues venga, date prisa. Que no, hombre, si tampoco me apetece demasiado; vámonos ya. De eso nada, insistió mi amigo, que no se diga. Y me quitó la jarra de cerveza a la vez que me empujaba contra la pared más cercana, ajuntándome con una cholita bajita con una espectacular peluca pelirroja. ¿Qué pasa, gringo? ¿Tantas ganas tienes? Balbuceé algo que sonaba a afirmación y ella se levantó de la silla y me jaló de la mano, arrastrándome hacia la parte del fondo, detrás de un vano tapado con una cortina, que era donde se disponían las tres o cuatro habitaciones de faena que en el local había. La suerte está echada, me dije, porque ya no podía recular.
Poco recuerdo ya del cuartucho aquel; lo más la impresión generalizada de cutrez. Había una cama, creo que de somier metálico y con una cabecera enrejada apoyada contra una de las paredes, que era más alta de lo habitual, pues lo primero que hice al llegar fue sentarme y tuve que empinarme para lograrlo. La chica (así la califico desde mi actual edad, pero entonces me parecía una mujer madura) caminó muy resuelta hasta una esquina a la vez que se despojaba y dejaba caer al suelo de la falda. Cubierta sólo por una camiseta de asillas muy ajustada, se sentó a horcajadas en el bidé que ahí había y mientras se aseaba me miró interrogativa. ¿No te desnudas? Venga, que te tengo que lavar la pinguita. Me molestó el uso del diminutivo, máxime cuando que lo dijese era todavía aventurado, pero la verdad es que resultó acertado porque la situación no sólo no me excitaba sino más bien lo contrario, de modo que cuando retiré pantalones y calzoncillo asomó un apéndice retraído a su mínima expresión. Y así lo confirmó la meretriz (qué bonita palabra) al llegarse a mi lado armada con una esponja jabonosa; uuy, qué chiquitita, me dijo, tú no serás cabro, ¿verdad?
Que aumentara mi humillación poniendo en duda mi heterosexualidad, no contribuyó en absoluto a que la sangre fluyera a los cuerpos cavernosos que la precisaban. Vagamente rememoro que el partenaire que me había tocado en suerte ensayó algunos pobres intentos de propiciar mi erección, pero ni fue lo suficientemente tenaz ni, sobre todo, puso la mínima dosis de teatro para disimular lo poco que le apetecía hacer lo que hacía. De otra parte, mi experiencia coital era por entonces muy escasa, y aunque traté de sobreponerme a mi estado de bloqueo psicológico con alguna iniciativa que pudiese destapar mi libido (manoseándole los pechos por debajo de la camiseta que nunca se quitó, por ejemplo), no sólo no obtuve efectos apreciables sino que conseguí alguna queja malsonante de la chica que me desanimó todavía más. Hay que decir que la mujer carecía de todo prurito profesional porque muy pronto cejó sus esfuerzos (que mucho es así llamarlos) y se me plantó en jarras con expresión ofendida. Pues, aunque digas que no, para mí que eres maricón. ¿Qué hacemos? ¿Lo dejamos? Aunque me apeteció discutirle su afirmación y echarle en cara su parte de culpa, preferí aprovechar la oferta y cortar ya el mal rato, que alargarlo intuía que no haría sino empeorarlo. Sí, lo dejamos, le conteste, y empecé a ponerme los calzoncillos. Pero paga, eh, que la culpa ha sido tuya. De nuevo me subió la sangre a la cara (equivocando el destino) pero me callé y le entregué los correspondientes billetes (por supuesto no guardo la menor memoria de lo que me costó la gracia).
Salí pues a la gran sala y ahí estaba Lucho con la jarra de cerveza en la mano (¿sería la misma?) y una sonrisita cómplice de bienvenida. Vaya, sí que has tardado, me espeta (y yo pensé que desbarraba), ¿no habrás echado más de uno? Y entonces, pese a lo mal que me sentía, consciente de lo que me jugaba en la escala machista de mi entorno, tuve la presencia de ánimo de esbozar una enigmática sonrisa a la par que enarcaba las cejas triunfalmente. Risotadas viriles de ambos y fin de la desventura. Por lo menos no tuve que dar explicaciones.
PS: El otro día, mientras escribía el post post-electoral, al hilo de darme cuenta de que ésta ha sido la primera vez que no he votado, pensé en que bien podría recuperar narrativamente algunas otras de mis "primeras veces" y de ahí que ahora cuente otra primera vez de un no hacer. Naturalmente, también este post vale para alimentar las nostalgias, porque ese primer gatillazo data de hace treinta y varios años. Sin embargo, como demuestra el anterior post, por muy viejos que nos hagamos, siempre podemos tener una nueva primera vez (afortunadamente).
La Regina del Florida - Vinicio Capossela (Modi, 1991)
La canción que subo no es que sea la más adecuada al asunto del post (alguna relación tiene, no obstante) pero es que me apetecía poner algo de este hombre y, de paso, rejuvenecer un poco la edad media de los cantantes italianos que últimamente suenan en el blog. El tema corresponde al segundo album de Vinicio Capossela, y en él todavía se nota la marcada influencia de Paolo Conte (así que espero que a Lansky le guste).
¡Muy buen relato! Me sentí ahí, espiando por una rendija ;)
ResponderEliminarBesos
No deja de ser curiosa la expresión “gatillazo”, ¿no crees?, aunque ese mecanismo disparador no tiene porqué ser sólo el de una arma de fuego, sí que es su uso más común. O sea, ¿el pene como un arma, que a veces falla y entonces se produce el gatillazo? No me gusta. Como no conozco sinónimos, propongo otros, por ejemplo, náuticos: ‘desarbolado’, o bien, ‘desventado’; o más técnico/fisiológico: 'sin presión hidráulica'; o ‘blandiblú’. La que más me gusta es ‘sin viento en la vela’ (o cirio), aunque ¿para que ser tan políticamente correctos?
ResponderEliminarMuy bueno, Miroslav.
ResponderEliminar¿La misma esponja para todos ? ¡Puah !
Yo creo que el gatillazo es más bien la ejaculatio praecox, el arma que se dispara involuntariamente, antes de tiempo, porque alguien le da al gatillo sin querer cuando no debía. En tu historia no llega a haber disparo, el gatillo no tiene ocasión de intervenir. Efectivamente, creo que hay que encontrar otra palabra para ello.
ResponderEliminarEstais todos profundamente confundidos.....
ResponderEliminarGatillazo es un grupo de música punk, procedente de Agurain, creado por Evaristo, ex cantante de La Polla (antes La Polla Records).
"Nunca quisimos hacerlo, pero las circunstancias nos obligaron. La necesidad se confabuló con la ocasión y caímos en la trampa sin remordimientos. Podríamos haberlo evitado, pero también podríamos morirnos de hambre: pollo que no cacarea, gatillazo que resuena"
Evaristo Páramos
Viajera: Estás hecha toda una voyeur. Gracias.
ResponderEliminarC.C.: Te aseguro que en ese momento ni se me pasó por la cabeza con cuantos habría usado esa esponja. Desde luego, no la sacó de una bolsita envasada al vacío y con garantías de desinfección. Anyway, eran otros tiempos.
Lansky: Desde luego llamar al fracaso coital gatillazo presupone asumir el pene como arma de fuego, sí. A mí tampoco me gusta la metáfora, pero no me extraña, pues la asociación entre el pene y las armas es muy propia de la cultura machista dominante durante casi toda la historia.
Vanbrugh: El gatillazo, según el DRAE, es el fracaso en el intento de practicar el coito y, en efecto, se usa esta expresión cuando uno no consigue empalmarse y, desolado, le dice a la chica que nunca le había pasado antes. La precoz supone normalmente que ha habido coito, aunque excesivamente breve.
Estoy de acuerdo contigo en que es mala expresión para lo que cuento en el post y que habría que encontrar otra. Sin embargo disiento en que sea adecuada a la eyaculación precoz, pues si mantenemos la analogía con las armas de fuego, en este caso sí sale el tiro, luego no hay gatillazo en la acepción literal de la palabra.
Lupita: Asombrado me dejas con tus conocimientos del punk vasco (mira que decir Agurain en vez de Salvatierra). Ni idea tenía de la existencia de estos sucesores de La Polla Records (ese grupo sí lo conocía). Seguro que hacen una música excelsa.