Finalizada la crónica de su expedición (tras el descubrimiento de los conos en hexágono y fracasar toda tentativa de extraer alguno de sus materiales o explicarse su sentido, el grupo llegó sin incidencias relevantes a la bahía), insistí en que fueran los que habían partido hacia el norte quienes contaran sus descubrimientos. Una sonrisa de suficiencia se dibujó en el rostro del que los había comandado, dando a entender que lo oído se quedaba corto frente a su propia aventura. A poco más de una hora de empezar la caminata, dijo, justo donde se cierra la rada, hay un lago oval de unas tres millas de ancho, casi tocando la costa, desembocadura de un río poco profundo que fluye desde el oeste. Entraron los hombres en esa inesperada balsa, hondonada poco profunda (apenas llegaba a cubrir en el centro) de aguas dulces, potables y frescas. Revitalizados con el baño, se dividieron en dos grupos de cuatro hombres cada uno: el primero habría de remontar el curso del río mientras que el otro seguiría bordeando el litoral en dirección al promontorio rocoso que, como en el otro extremo de la isla, la remataba por el norte. Continuó el relato uno de los costeadores, informándonos de que a unas nueve millas pasado el lago se toparon con una extraña zanja. Tendría unas cinco yardas de ancho, lo bastante para que ninguno de los hombres se atreviese a intentar saltarla, máxime cuando la profundidad parecía mucha, tanta que no se llegaba a ver el fondo. Sorprendentemente, más si cabe, las paredes no eran la propia tierra sino hechas de un metal desconocido, de color gris mate y superficie extremadamente pulida. No me molesté en decir nada (me era evidente, a todos nos lo era, que se trataba del mismo material de los conos y de la propia torre), pero el que hablaba, recordando mi anterior pregunta, se apresuró a aclarar que, al tocar esas superficies, tampoco apreciaron ningún fenómeno anómalo. Descolgaron un cabo con una piedra con la intención de medir la hondura de la grieta, pero se quedaron sin cuerda antes de tocar fondo. Entonces tiraron piedras atentos al sonido sin que llegaran tampoco a oír nada. Se acercaron hasta el encuentro de la zanja con el mar que, como todavía estaban en la cara oriental de la isla, presentaba la absoluta inmovilidad que ya conocíamos. Dos hombres bucearon frente al hueco submarino y asistieron a un nuevo misterio: las aguas no entraban al interior de la zanja como si lo impidiera una tapa vertical transparente. Pero no había tal cierre; de hecho, sacaron las manos y hasta la cabeza del agua y las metieron en el espacio de la zanja, mientras mantenían la flotación con el resto del tronco y las piernas. Uno de lo buceadores aseguró que lentamente empezó a introducir el cuerpo por el hueco, donde además podía respirarse, pero cuando iba por la cintura notó que perdía sujeción y pataleando asustado hacia atrás recuperó el equilibrio dentro del agua. Pasaron un rato largo ensayando distintas pruebas, desde el mar y desde tierra, pero nada más descubrieron que ayudase a esclarecer cualquiera de los tantos interrogantes que esa inédita zanja planteaba. Entonces, aún anonadados, los cuatros hombres decidieron volver a dividirse: dos caminarían a lo largo de la trinchera cuyo rectilíneo trazado se prolongaba hacia el suroeste, mientras que la otra pareja la cruzaría por su desembocadura y seguirían la costa hasta el promontorio norte, a fin de ver de cerca los violentos remolinos marinos de esa parte de la isla.
Abreviaré los cuentos de los tres trayectos separados, narrados de modo atropellado por sus protagonistas. Los cuatro que primero se habían apartado para remontar el río nos lo describieron similar a muchos de los torrentes de montaña europeos, de aguas límpidas y frías. Su curso, aún con no pocos quiebros en una sucesión iterativa de pequeñas cascadas y remansos, se orientaba predominantemente hacia el noroeste, hasta que, al cabo de unas tres horas de caminata, dibujaba una marcada curva que torcía su dirección casi en ángulo recto. Se detuvieron los hombres a descansar aprovechando que junto al meandro el bosque clareaba. Uno de ellos, apremiado por urgencias que requieren privacidad, se internó entre los árboles y no había avanzado mucho cuando divisó un cono idéntico a los que ya nos había descrito el narrador del grupo sur. Alertados los demás, no tardaron en descubrir que era un conjunto de seis, dispuestos hexagonalmente y con las mismas características ya contadas. Prácticamente acometieron iguales acciones que las de la otra cuadrilla e idénticos fueron los frustrantes resultados. Entretenidos en estas tareas pasaron no poco tiempo y era muy avanzada la tarde cuando aparecieron en el centro del hexágono los dos hombres que venían siguiendo la zanja y que, pocas yardas antes llegar al primero de los conos, dejaba de ser a cielo abierto para enterrarse. Tal era la razón de que los integrantes del primer grupo no se hubieran percatado de la que aparentemente era la única pero fundamental diferencia de este conjunto de conos respecto al otro, y es que bajo el hexágono discurría una enigmática galería. Advertidos, caminaron un corto trecho fuera del polígono en dirección suroeste y enseguida vieron aparecer de nuevo la zanja abierta en su perfectamente rectilíneo trazado. Mientras compartían a voces sus desconciertos aparecieron junto a ellos los dos hombres que faltaban para completar la formación originaria. Acababan de descender el peñasco, después de observar la singular vorágine marina y verificar, como igualmente habían hecho los del grupo sur, que era causada por la veloz corriente circular de las aguas marinas. Tampoco ellos alcanzaban a ver el origen y final de este inverosímil flujo que se perdía al poniente escondido por la masa de la montaña a la que nosotros habíamos ascendido. Para entonces la luz ya declinaba y los ocho hombres, temerosos de permanecer junto a los conos (y más en el interior de su perímetro) durante la noche, se llegaron hasta el meandro para preparar allí el campamento.
Los ocho despertaron al día siguiente con el sol ya bastante alto; no entendían cómo habían podido dormir tanto tiempo (en torno a catorce horas). Además todos guardaban el vago recuerdo de profundas experiencias oníricas, aunque eran incapaces de precisarlas, y sentían los músculos extrañamente laxos junto a una leve resaca parecida, dijo uno de ellos, a la que queda después de varios días fumando opio en algún antro portuario del Mar de la China. Convencidos de que habían sufrido los efectos de fuerzas desconocidas provenientes de los conos, los hombres ansiaban regresar a la playa pero, con buen sentido, el responsable del grupo insistió en que debían terminar de recorrer la zanja no fuera a ser que en el tramo aún incógnito descubrieran claves para tantos misterios. Debido a la tajante negativa de nuevas separaciones, los ocho hombres bien unidos siguieron la grieta metálica en ligera pendiente ascendente a través del bosque durante unas cinco millas; al llegar a la falda de la montaña, la galería metálica volvía a enterrarse y hacerse invisible, lo que, de otra parte, permitía franquear lo que hasta entonces (con la excepción del hexágono de los conos) había equivalido a una insalvable frontera. Cruzada la línea los hombres comprobaron que estaban muy cerca de la costa, justo en un punto en el que la franja de playa arenosa acababa contra el acantilado rocoso de la cara occidental de la montaña. Desde allí observaron, ahora todos juntos, la veloz corriente marina y, también como había hecho el grupo sur, tomaron algunas medidas que arrojaban similares resultados a los ya conocidos. Ya poco más había que hacer y el nerviosismo de los hombres era cada vez más acuciante, así que quien los comandaba ordenó el regreso. Siempre juntos volvieron a traspasar la zanja por la falda de la montaña y siguiendo su borde hacia el sur llegaron en poco rato al nacimiento del río; acompañaron su curso por la otra margen hasta que, oteando ya la bahía, se desviaron del mismo antes del lago y giraron hasta alcanzar la playa, respirando por fin tranquilos al divisarnos reunidos en el campamento principal.
Me tocaba ya a mí relatar al resto de la tripulación lo que habíamos visto y muy especialmente revelar la existencia de la torre giratoria que, sin ninguna duda, era el vértice de todos los inexplicables artefactos y fenómenos que en la isla había. Así lo hice y no voy a repetir ahora lo que ya ha quedado escrito en estas notas ni tampoco quiero recrearme (no sería propio de un hombre de ciencia) en la descripción de los asombros que, sumados a los ya acumulados, provoqué entre los hombres. Sí he de dar fe, no obstante, de que entre la mayoría prevalecía el miedo (justificado) sobre el interés por averiguar la naturaleza y finalidad de lo que habíamos descubierto. Ciertamente, si hubiéramos seguido los dictados de una nefasta votación democrática, habríamos vuelto al barco y navegado en cualquier rumbo que nos alejara de la isla. Pero afortunadamente quienes ostentaban cargos de mando entendieron, en gran medida gracias a mi insistencia, que teníamos la obligación de continuar las indagaciones, lo suficiente al menos como para que el informe que habríamos de presentar al gobierno de Su Majestad tuviera un grado aceptable de consistencia científica, de la que por el momento estábamos muy distantes. En este empeño, como primer paso, me planteé dibujar, ayudado por todos los hombres que habían participado en los grupos exploratorios, un mapa de la isla, con el resultado que aquí puede verse.
Abreviaré los cuentos de los tres trayectos separados, narrados de modo atropellado por sus protagonistas. Los cuatro que primero se habían apartado para remontar el río nos lo describieron similar a muchos de los torrentes de montaña europeos, de aguas límpidas y frías. Su curso, aún con no pocos quiebros en una sucesión iterativa de pequeñas cascadas y remansos, se orientaba predominantemente hacia el noroeste, hasta que, al cabo de unas tres horas de caminata, dibujaba una marcada curva que torcía su dirección casi en ángulo recto. Se detuvieron los hombres a descansar aprovechando que junto al meandro el bosque clareaba. Uno de ellos, apremiado por urgencias que requieren privacidad, se internó entre los árboles y no había avanzado mucho cuando divisó un cono idéntico a los que ya nos había descrito el narrador del grupo sur. Alertados los demás, no tardaron en descubrir que era un conjunto de seis, dispuestos hexagonalmente y con las mismas características ya contadas. Prácticamente acometieron iguales acciones que las de la otra cuadrilla e idénticos fueron los frustrantes resultados. Entretenidos en estas tareas pasaron no poco tiempo y era muy avanzada la tarde cuando aparecieron en el centro del hexágono los dos hombres que venían siguiendo la zanja y que, pocas yardas antes llegar al primero de los conos, dejaba de ser a cielo abierto para enterrarse. Tal era la razón de que los integrantes del primer grupo no se hubieran percatado de la que aparentemente era la única pero fundamental diferencia de este conjunto de conos respecto al otro, y es que bajo el hexágono discurría una enigmática galería. Advertidos, caminaron un corto trecho fuera del polígono en dirección suroeste y enseguida vieron aparecer de nuevo la zanja abierta en su perfectamente rectilíneo trazado. Mientras compartían a voces sus desconciertos aparecieron junto a ellos los dos hombres que faltaban para completar la formación originaria. Acababan de descender el peñasco, después de observar la singular vorágine marina y verificar, como igualmente habían hecho los del grupo sur, que era causada por la veloz corriente circular de las aguas marinas. Tampoco ellos alcanzaban a ver el origen y final de este inverosímil flujo que se perdía al poniente escondido por la masa de la montaña a la que nosotros habíamos ascendido. Para entonces la luz ya declinaba y los ocho hombres, temerosos de permanecer junto a los conos (y más en el interior de su perímetro) durante la noche, se llegaron hasta el meandro para preparar allí el campamento.
Los ocho despertaron al día siguiente con el sol ya bastante alto; no entendían cómo habían podido dormir tanto tiempo (en torno a catorce horas). Además todos guardaban el vago recuerdo de profundas experiencias oníricas, aunque eran incapaces de precisarlas, y sentían los músculos extrañamente laxos junto a una leve resaca parecida, dijo uno de ellos, a la que queda después de varios días fumando opio en algún antro portuario del Mar de la China. Convencidos de que habían sufrido los efectos de fuerzas desconocidas provenientes de los conos, los hombres ansiaban regresar a la playa pero, con buen sentido, el responsable del grupo insistió en que debían terminar de recorrer la zanja no fuera a ser que en el tramo aún incógnito descubrieran claves para tantos misterios. Debido a la tajante negativa de nuevas separaciones, los ocho hombres bien unidos siguieron la grieta metálica en ligera pendiente ascendente a través del bosque durante unas cinco millas; al llegar a la falda de la montaña, la galería metálica volvía a enterrarse y hacerse invisible, lo que, de otra parte, permitía franquear lo que hasta entonces (con la excepción del hexágono de los conos) había equivalido a una insalvable frontera. Cruzada la línea los hombres comprobaron que estaban muy cerca de la costa, justo en un punto en el que la franja de playa arenosa acababa contra el acantilado rocoso de la cara occidental de la montaña. Desde allí observaron, ahora todos juntos, la veloz corriente marina y, también como había hecho el grupo sur, tomaron algunas medidas que arrojaban similares resultados a los ya conocidos. Ya poco más había que hacer y el nerviosismo de los hombres era cada vez más acuciante, así que quien los comandaba ordenó el regreso. Siempre juntos volvieron a traspasar la zanja por la falda de la montaña y siguiendo su borde hacia el sur llegaron en poco rato al nacimiento del río; acompañaron su curso por la otra margen hasta que, oteando ya la bahía, se desviaron del mismo antes del lago y giraron hasta alcanzar la playa, respirando por fin tranquilos al divisarnos reunidos en el campamento principal.
Me tocaba ya a mí relatar al resto de la tripulación lo que habíamos visto y muy especialmente revelar la existencia de la torre giratoria que, sin ninguna duda, era el vértice de todos los inexplicables artefactos y fenómenos que en la isla había. Así lo hice y no voy a repetir ahora lo que ya ha quedado escrito en estas notas ni tampoco quiero recrearme (no sería propio de un hombre de ciencia) en la descripción de los asombros que, sumados a los ya acumulados, provoqué entre los hombres. Sí he de dar fe, no obstante, de que entre la mayoría prevalecía el miedo (justificado) sobre el interés por averiguar la naturaleza y finalidad de lo que habíamos descubierto. Ciertamente, si hubiéramos seguido los dictados de una nefasta votación democrática, habríamos vuelto al barco y navegado en cualquier rumbo que nos alejara de la isla. Pero afortunadamente quienes ostentaban cargos de mando entendieron, en gran medida gracias a mi insistencia, que teníamos la obligación de continuar las indagaciones, lo suficiente al menos como para que el informe que habríamos de presentar al gobierno de Su Majestad tuviera un grado aceptable de consistencia científica, de la que por el momento estábamos muy distantes. En este empeño, como primer paso, me planteé dibujar, ayudado por todos los hombres que habían participado en los grupos exploratorios, un mapa de la isla, con el resultado que aquí puede verse.
Sinkin' soon - Norah Jones (Not too late, 2007)
Jolín, casi iba a leer la sexta antes de la quinta. Menos mal que me di cuenta enseguida.
ResponderEliminarEstoy leyendo "La Biblia Negra" de José Calvo Poyato. Encuentro la confirmación de la existencia de un reloj en la torre de la catedral de Toledo a finales del siglo XV.
Estoy en posesión de un documento del mismo siglo XV que intento descargar en mi blog, sin exito. Me sale todo mosaico. Si no pierdo la paciencia y logro hacerlo, creo que te va a interesar.
De momento voy a intentar ser más asidua con tu novela de ciencia ficción del siglo XVII. (Muy bonitos los lápices de color de aquella época).
C.C.: Mi ficción, ya desde el segundo capítulo, fue trasladada al siglo XIX, atendiendo las argumentadas recomendaciones de Vanbrugh.
ResponderEliminarAh, me olvidaba. Con casi toda probabilidad, ni siquiera en el XIX el autor de estas notas disfrutaría de unos lápices de color como los que he usado para esbozar el mapa de la isla. De hecho me planteé intentar una grafía más novecentista (usando el rotring) pero era demasiado trabajo. Luego, tras escanear el dibujo, se me ocurrió virarlo al blanco y negro o al sepia, pero, aunque no quedaba mal, era menos ilustrativo que a color y creo que, con el lío descriptivo en el que me he metido, al lector le conviene tener un mapa lo más claro posible.
ResponderEliminarEl relato me está encantando, pero el dibujo,tan manufacturado, es una verdadera maravilla, sobre todo para situarse con esa rosa de los vientos que indica el Zeste!
ResponderEliminarUn besote!