Por más que al mapa que habíamos dibujado no pudiera exigírsele demasiada exactitud, que al fin y al cabo se basaba en la estimación aproximada de las orientaciones y distancias caminadas, quedamos todos bastante satisfechos de su apariencia. Evaluamos la extensión de la isla en unos 27.500 acres, casi la misma que la de Jersey, la cuna de nuestro capitán. Era pequeña, sí, pero tampoco minúscula pues en nuestros viajes todos habíamos visitado islas bastante menores pero habitadas por congéneres con diversos grados de civilización. Nos asombraba la ausencia de seres humanos, incluso de cualquier vestigio de que aquí hubieran vivido en el pasado (si exceptuamos, claro está, las varias construcciones del misterioso metal; pero eso era harina de otro costal ya que muchos dudábamos de que fueran obra de nuestra especie). Verdad es que se encontraba alejada de otras tierras pero no más que algunas otras conocidas en estos mismos mares meridionales, y la feracidad de esta isla junto a su clima amable la convertían en un lugar propicio para el asentamiento humano. De hecho, según nuestros instrumentos estábamos más cerca del continente que las islas Cook, en la principal de las cuales, Rarotonga, habíamos efectuado nuestra última escala antes de poner rumbo hacia el suroeste y encontrarnos con el extraño mar de las calmas. Así que teníamos que estar entre el archipiélago de las Cook y la Isla Norte neozelandesa, una ruta que ya era suficientemente conocida por nuestra marina y, sin embargo, ninguna noticia había ni de las aguas casi inmóviles ni de esta misteriosa isla. Sin embargo, tampoco de eso podíamos estar seguros pues pareciera que nuestra localización precisa en el globo se resistía a ser confirmada. El piloto, marino de sobradísima experiencia y reputado cartógrafo, desesperaba ya que, después de cada observación del cielo o medición con el sextante y los consiguientes cálculos, obtenía coordenadas distintas. Pareciera, dijo sin disimular su exasperación, que esta maldita roca flotante se estuviera moviendo. Tal dislate, lejos de provocar carcajadas, arrojó una sombra más sobre los ánimos compungidos de los marineros.
Ahuyentando no obstante la aprensión que nos embargaba, unos pocos nos empeñamos en seguir escudriñando el mapa, en la confianza de que su estudio nos ofreciera algunas claves de los secretos de este lugar y de sus artefactos. Pronto nos percatamos de que el trazado de la zanja que descubrió el tercero de los grupos parecía orientarse directamente hacia la torre. Si nuestro dibujo era correcto (yo estaba convencido de ello) la hendidura metálica seguiría recta bajo la montaña hasta salir al mar por la cara norte del acantilado y conectar con la parte sumergida de la torre. Algo tenía que significar esa unión, alguna función debía cumplir, pero a ninguno se nos ocurría ni la más endeble de las ideas que avanzara en lo más mínimo hacia la respuesta. Luego nos dimos cuenta de que los dos hexágonos de conos invertidos y la torre formaban un triángulo equilátero de unas veinte millas de lado. Este descubrimiento no fue inmediato pues en el dibujo, si bien se apreciaba que cada grupo de conos estaba más o menos a la misma distancia de la torre, entre éstos parecía haber una distancia mayor. Fue Morris quien en silencio se puso a garabatear unos cálculos y comprobó que la longitud desde el centro de cada hexágono (los conos estaban casi al nivel del mar) hasta la cúspide de la torre (mucho más alta, como ya establecimos desde el inicio de la pasarela) medía aproximadamente las veinte millas. Obviamente, la disposición geométrica en triángulo equilátero no podía ser fruto de la casualidad y desvelaba una nueva finalidad ignota. Los tres vértices funcionan, aventuré, como emisores o receptores entre sí de algún tipo de ondas o energía y esa transmisión ha de ser por el aire, en línea recta sin obstáculos. Si así fuera, seguí elucubrando, que los cada punto diste lo mismo de los otros dos podría deberse a que de algún modo se mantiene la variación de la intensidad de lo que esté moviéndose entre ellos; a lo mejor hay un flujo invisible continuo que en cada trayecto pierde una cantidad fija de corpúsculos (me acordé de mis lecturas de Newton) que es exactamente la misma que, al llegar al siguiente receptor/transmisor, éste le vuelve a inyectar y así ad aeternum. Mis compañeros me miraron con expresiones a medias entre el asombro y el sarcasmo: ¿y qué endemoniada sustancia es lo que fluye, según tú? Naturalmente no se me ocurría ninguna, como tampoco para qué había de fluir nada. Algo mohíno admití que mi ocurrencia carecía de fundamento, aunque quién sabe si con futuros datos se revelaría verosímil. En todo caso, convine en que la mejor metodología era atenerse a los hechos y a sus medidas; por un instante, confesé, había olvidado mi profesión científica. Entonces Morris, volviendo a demostrar que era probablemente el que más avispado tenía el ingenio, nos hizo notar la aparente incoherencia de que sólo hubiera una zanja. Fíjense, nos dijo, que la descubierta por el grupo norte, en su trayecto entre la torre y la costa occidental, pasa justo por debajo del hexágono de conos; sin embargo, los hombres de la otra cuadrilla, pese a que encontraron el hexágono opuesto, no advirtieron ninguna zanja. Era sin duda anómalo, máxime cuando lo descubierto hasta ese momento parecía sugerir el respeto a reglas de simetría que habrían requerido una segunda conducción. Pensamos que a lo mejor los hombres la habían pasado por alto, pero interrogados nuevamente aseguraron que no había ninguna zanja, que de haberla habido habría sido imposible que no la hubiesen visto. Otro misterio más, que no iba a ser el último; como fuera, parecía que, sirviese para lo que sirviese, sólo se necesitaba una única conexión subterránea entre la torre y la costa del lado opuesto.
Éramos seis los que llevábamos ya un buen rato en cerrado círculo husmeando sobre el mapa y más tiempo habríamos seguido, intrigados por los múltiples acertijos que proponía, si el capitán Lynne, atento también al comportamiento del grueso de la marinería, no hubiese ordenado cesar ese trabajo, que ya empezaba a anochecer y convenía organizar la acampada y, sobre todo, propiciar la calma en los agitados espíritus de los hombres, pues hasta los que gastaban fama de andar sobrados de agallas se veían inquietos. El capitán ordenó que todos nos reuniéramos en torno a la hoguera que poco antes se había encendido y entonces pidió que quienquiera que desease hablar expusiera su opinión y sus voluntades, pero advirtió con eficaz ademán autoritario que los parlamentos habrían de ser en riguroso orden, sin interrupciones ni mucho menos tumultos. Admiré en mi fuero interno la sabiduría de nuestro jefe, fruto de tantos años de mando que le habían dado el conocimiento profundo de la naturaleza humana y el dominio perfecto de las maneras en que hay que conducir a los subordinados, firmes siempre pero nunca tiránicas. Comenzaron pues los hombres a hablar, turnándose educadamente sin apenas querellas en el uso de las palabra. Todos expresaban, como sentimiento dominante, el miedo que les causaba la isla y sus misterios y abogaban por el rápido alejamiento. Entre la marinería había dos o tres individuos de los que el capitán me había advertido que convenía cuidarse y que ya durante los últimos días de travesía, exacerbados por la casi inmovilidad del barco, habían amagado con actitudes sediciosas. Temía yo que, a resultas de los acontecimientos recientes, sintieran la tentación de intimar a los mandos, con el amago de un motín, cuando menos, para embarcar de inmediato y zarpar, negándose sin ambages a continuar en la isla. Si así ocurría, no sólo desperdiciaríamos la oportunidad de averiguar secretos de cuya trascendencia no me cabía duda, sino que se habría puesto en cuestión la autoridad de la expedición, con las graves consecuencias que ello implicaba en una nave del imperio británico. Pero mis negras presunciones no fueron acertadas, gracias a la inteligencia táctica del capitán. Habían hablado ya dos hombres cuando Lynne, consciente del silencio hosco de estos tipos, se dirigió a uno de ellos, un irlandés flaco y fibroso, y con muy buenos modales le pidió, no ya que diera su opinión, sino que nos hiciera saber cuáles creía que eran los peligros que nos acechaban y a qué podían deberse: valoraré y agradeceré mucho sus palabras, señor Loughran, tanto porque sé de su experiencia y valor como porque igualmente la conocen sus compañeros. El huraño irlandés, sorprendido de tan inusual deferencia (incluso dudó de que fuera a él, ya que tan acostumbrado estaba al apelativo de Sean el palo, en alusión a su delgadez y su larga estatura, que tardó en reconocer su propio apellido) perdió de golpe su altanería y casi parecía una chiquilla tímida, cuya mayor ansia fuera quedar bien ante el galán que la cortejaba. Halagado por la deferencia, habló en sentido muy contrario de lo que probablemente habría estado murmurando con los marineros mientras nosotros estudiábamos el mapa. Dijo que ciertamente los hombres, incluso él, no iba a negarlo, sentían miedo porque no alcanzaban a entender qué era lo que pasaba en esta isla, pero la verdad era que no podía concretar qué riesgos nos amenazaban y tampoco, a fuer de sincero, había acontecido nada que justificasen los temores, salvo la desgraciada muerte de Gordon, pero es que su comportamiento había sido imprudente, desobedeciendo las órdenes de su responsable (y aquí me señaló con una ligera reverencia) que le había prohibido acercarse a la torre. Algunas cosas más balbuceó el halcón convertido en cordero, tratando con poco éxito de compensar su docilidad a las pautas del mando con alusiones torpes de escasa convicción a que quizá sería bueno, no obstante, que leváramos anclas y escapáramos de ahí. Cuando ya se estaba trabucando en demasía, el capitán lo interrumpió con afables gestos de satisfacción, dando a entender (de modo exagerado para mi gusto pero nunca se peca por exceso con el vanidoso) que su atropellado discurso le había proporcionado la luz necesaria para ver con claridad lo que habíamos de hacer. Creo, dijo dirigiéndose al grupo en su conjunto, que el señor Loughran nos ha prestado un noble servicio. Como bien ha explicado, hay en esta isla muchos misterios que, es natural, a todos nos amedrentan. Pero también ha dicho, demostrando que es hombre de carácter, inmune a temores supersticiosos, que nada de lo visto o vivido parece indicar que haya peligros reales, siempre que guardemos la debida prudencia y disciplina. En esta situación, sólo me queda completar lo que, con modestia que le honra, el señor Lougrhan ha omitido, y es que no sería propio de marinos británicos abandonar cobardemente este lugar sin haber completado el reconocimiento de la isla y de sus secretos. No olvidemos tampoco que en la cima de esa montaña cuya silueta se avista al oeste yace el cuerpo de un compañero que no podemos dejar sin cristiana sepultura para que sea pasto de alimañas. Pero por hoy ha habido bastantes emociones; hagamos todos el esfuerzo de serenar nuestras mentes y pasemos un rato aquí, junto al fuego, conversando entre nosotros de asuntos alegres que nos distraigan de las preocupaciones; comamos y bebamos y luego descansemos, con los preceptivos turnos de guardia. Mañana, día nuevo, organizaremos las tareas que hemos de rematar para que cuanto antes reanudemos la navegación de vuelta a Inglaterra.
Ahuyentando no obstante la aprensión que nos embargaba, unos pocos nos empeñamos en seguir escudriñando el mapa, en la confianza de que su estudio nos ofreciera algunas claves de los secretos de este lugar y de sus artefactos. Pronto nos percatamos de que el trazado de la zanja que descubrió el tercero de los grupos parecía orientarse directamente hacia la torre. Si nuestro dibujo era correcto (yo estaba convencido de ello) la hendidura metálica seguiría recta bajo la montaña hasta salir al mar por la cara norte del acantilado y conectar con la parte sumergida de la torre. Algo tenía que significar esa unión, alguna función debía cumplir, pero a ninguno se nos ocurría ni la más endeble de las ideas que avanzara en lo más mínimo hacia la respuesta. Luego nos dimos cuenta de que los dos hexágonos de conos invertidos y la torre formaban un triángulo equilátero de unas veinte millas de lado. Este descubrimiento no fue inmediato pues en el dibujo, si bien se apreciaba que cada grupo de conos estaba más o menos a la misma distancia de la torre, entre éstos parecía haber una distancia mayor. Fue Morris quien en silencio se puso a garabatear unos cálculos y comprobó que la longitud desde el centro de cada hexágono (los conos estaban casi al nivel del mar) hasta la cúspide de la torre (mucho más alta, como ya establecimos desde el inicio de la pasarela) medía aproximadamente las veinte millas. Obviamente, la disposición geométrica en triángulo equilátero no podía ser fruto de la casualidad y desvelaba una nueva finalidad ignota. Los tres vértices funcionan, aventuré, como emisores o receptores entre sí de algún tipo de ondas o energía y esa transmisión ha de ser por el aire, en línea recta sin obstáculos. Si así fuera, seguí elucubrando, que los cada punto diste lo mismo de los otros dos podría deberse a que de algún modo se mantiene la variación de la intensidad de lo que esté moviéndose entre ellos; a lo mejor hay un flujo invisible continuo que en cada trayecto pierde una cantidad fija de corpúsculos (me acordé de mis lecturas de Newton) que es exactamente la misma que, al llegar al siguiente receptor/transmisor, éste le vuelve a inyectar y así ad aeternum. Mis compañeros me miraron con expresiones a medias entre el asombro y el sarcasmo: ¿y qué endemoniada sustancia es lo que fluye, según tú? Naturalmente no se me ocurría ninguna, como tampoco para qué había de fluir nada. Algo mohíno admití que mi ocurrencia carecía de fundamento, aunque quién sabe si con futuros datos se revelaría verosímil. En todo caso, convine en que la mejor metodología era atenerse a los hechos y a sus medidas; por un instante, confesé, había olvidado mi profesión científica. Entonces Morris, volviendo a demostrar que era probablemente el que más avispado tenía el ingenio, nos hizo notar la aparente incoherencia de que sólo hubiera una zanja. Fíjense, nos dijo, que la descubierta por el grupo norte, en su trayecto entre la torre y la costa occidental, pasa justo por debajo del hexágono de conos; sin embargo, los hombres de la otra cuadrilla, pese a que encontraron el hexágono opuesto, no advirtieron ninguna zanja. Era sin duda anómalo, máxime cuando lo descubierto hasta ese momento parecía sugerir el respeto a reglas de simetría que habrían requerido una segunda conducción. Pensamos que a lo mejor los hombres la habían pasado por alto, pero interrogados nuevamente aseguraron que no había ninguna zanja, que de haberla habido habría sido imposible que no la hubiesen visto. Otro misterio más, que no iba a ser el último; como fuera, parecía que, sirviese para lo que sirviese, sólo se necesitaba una única conexión subterránea entre la torre y la costa del lado opuesto.
Éramos seis los que llevábamos ya un buen rato en cerrado círculo husmeando sobre el mapa y más tiempo habríamos seguido, intrigados por los múltiples acertijos que proponía, si el capitán Lynne, atento también al comportamiento del grueso de la marinería, no hubiese ordenado cesar ese trabajo, que ya empezaba a anochecer y convenía organizar la acampada y, sobre todo, propiciar la calma en los agitados espíritus de los hombres, pues hasta los que gastaban fama de andar sobrados de agallas se veían inquietos. El capitán ordenó que todos nos reuniéramos en torno a la hoguera que poco antes se había encendido y entonces pidió que quienquiera que desease hablar expusiera su opinión y sus voluntades, pero advirtió con eficaz ademán autoritario que los parlamentos habrían de ser en riguroso orden, sin interrupciones ni mucho menos tumultos. Admiré en mi fuero interno la sabiduría de nuestro jefe, fruto de tantos años de mando que le habían dado el conocimiento profundo de la naturaleza humana y el dominio perfecto de las maneras en que hay que conducir a los subordinados, firmes siempre pero nunca tiránicas. Comenzaron pues los hombres a hablar, turnándose educadamente sin apenas querellas en el uso de las palabra. Todos expresaban, como sentimiento dominante, el miedo que les causaba la isla y sus misterios y abogaban por el rápido alejamiento. Entre la marinería había dos o tres individuos de los que el capitán me había advertido que convenía cuidarse y que ya durante los últimos días de travesía, exacerbados por la casi inmovilidad del barco, habían amagado con actitudes sediciosas. Temía yo que, a resultas de los acontecimientos recientes, sintieran la tentación de intimar a los mandos, con el amago de un motín, cuando menos, para embarcar de inmediato y zarpar, negándose sin ambages a continuar en la isla. Si así ocurría, no sólo desperdiciaríamos la oportunidad de averiguar secretos de cuya trascendencia no me cabía duda, sino que se habría puesto en cuestión la autoridad de la expedición, con las graves consecuencias que ello implicaba en una nave del imperio británico. Pero mis negras presunciones no fueron acertadas, gracias a la inteligencia táctica del capitán. Habían hablado ya dos hombres cuando Lynne, consciente del silencio hosco de estos tipos, se dirigió a uno de ellos, un irlandés flaco y fibroso, y con muy buenos modales le pidió, no ya que diera su opinión, sino que nos hiciera saber cuáles creía que eran los peligros que nos acechaban y a qué podían deberse: valoraré y agradeceré mucho sus palabras, señor Loughran, tanto porque sé de su experiencia y valor como porque igualmente la conocen sus compañeros. El huraño irlandés, sorprendido de tan inusual deferencia (incluso dudó de que fuera a él, ya que tan acostumbrado estaba al apelativo de Sean el palo, en alusión a su delgadez y su larga estatura, que tardó en reconocer su propio apellido) perdió de golpe su altanería y casi parecía una chiquilla tímida, cuya mayor ansia fuera quedar bien ante el galán que la cortejaba. Halagado por la deferencia, habló en sentido muy contrario de lo que probablemente habría estado murmurando con los marineros mientras nosotros estudiábamos el mapa. Dijo que ciertamente los hombres, incluso él, no iba a negarlo, sentían miedo porque no alcanzaban a entender qué era lo que pasaba en esta isla, pero la verdad era que no podía concretar qué riesgos nos amenazaban y tampoco, a fuer de sincero, había acontecido nada que justificasen los temores, salvo la desgraciada muerte de Gordon, pero es que su comportamiento había sido imprudente, desobedeciendo las órdenes de su responsable (y aquí me señaló con una ligera reverencia) que le había prohibido acercarse a la torre. Algunas cosas más balbuceó el halcón convertido en cordero, tratando con poco éxito de compensar su docilidad a las pautas del mando con alusiones torpes de escasa convicción a que quizá sería bueno, no obstante, que leváramos anclas y escapáramos de ahí. Cuando ya se estaba trabucando en demasía, el capitán lo interrumpió con afables gestos de satisfacción, dando a entender (de modo exagerado para mi gusto pero nunca se peca por exceso con el vanidoso) que su atropellado discurso le había proporcionado la luz necesaria para ver con claridad lo que habíamos de hacer. Creo, dijo dirigiéndose al grupo en su conjunto, que el señor Loughran nos ha prestado un noble servicio. Como bien ha explicado, hay en esta isla muchos misterios que, es natural, a todos nos amedrentan. Pero también ha dicho, demostrando que es hombre de carácter, inmune a temores supersticiosos, que nada de lo visto o vivido parece indicar que haya peligros reales, siempre que guardemos la debida prudencia y disciplina. En esta situación, sólo me queda completar lo que, con modestia que le honra, el señor Lougrhan ha omitido, y es que no sería propio de marinos británicos abandonar cobardemente este lugar sin haber completado el reconocimiento de la isla y de sus secretos. No olvidemos tampoco que en la cima de esa montaña cuya silueta se avista al oeste yace el cuerpo de un compañero que no podemos dejar sin cristiana sepultura para que sea pasto de alimañas. Pero por hoy ha habido bastantes emociones; hagamos todos el esfuerzo de serenar nuestras mentes y pasemos un rato aquí, junto al fuego, conversando entre nosotros de asuntos alegres que nos distraigan de las preocupaciones; comamos y bebamos y luego descansemos, con los preceptivos turnos de guardia. Mañana, día nuevo, organizaremos las tareas que hemos de rematar para que cuanto antes reanudemos la navegación de vuelta a Inglaterra.
Where am I now - Shelby Lynne (Suit Yourself, 2005)
Post Scriptum: Hoy, impactado por la matanza de Noruega y ansioso por conocer más detalles sobre lo sucedido (faltan por aclarar muchos detalles y hay demasiadas cosas que no alcanzo todavía a entender) he buscado en el GoogleMaps la isla de Utoya. Me ha sorprendido lo mucho que se asemeja su contorno al que dibujé hace una semana para mi isla imaginaria (que, en todo caso, es casi diez veces más grande); incluso tiene la misma orientación. La verdad, me ha dado un poquito de yuyu. En fin.
Sí, la islota de Utoya, un paraíso
ResponderEliminarque un loco extremista transformó en un infierno durante 90 minutos.
Tanto futuro aniquilado en un nada. No sé lo que siento al respecto, o qué domina más : ¿la ira o la tristeza ? Luego está la tele que, por cojones, nos tiene que enseñar las tomas de la carnicería en plena acción desde un helicóptero. ¡ Qué mundo más asqueroso !
Me gusta tu novela. No tengo nada que criticar y espero la suite.
Un beso
Da un poco de yuyu el parecido del contorno de la isla si.....
ResponderEliminarQué advertencia tan grande le hizo el capitán! Y eso que duerme en una cuna... Como Jesusito...
ResponderEliminarUn besote!