Me estaban esperando dos en el aeropuerto del DF, una pareja cómica del cine mudo parecían. Uno era Federico, muy alto, muy flaco, la cara muy arrugada, como si le sobrara piel, tez muy blanca, más que blanca descolorida, se pasó con la lejía al lavarse, pensé cuando lo conocí un mes antes en Madrid, se le transparentaban las venas, en fin, era siniestro el tipo, un cadáver andante, hasta me apestaba a formol, imaginaciones mías claro, pero es que daba miedo, con esa voz tan suave y gutural, hablaba sin mover los labios salvo cuando, cada dos por tres y sin venir a cuento, se reía con breves carcajadas que sonaban a golpes de platillos de lo que acababa de decir, que para él sería un chiste pero maldita la gracia, aunque incluso entonces te seguía clavando esos ojos grisazulados con mirada de ciego porque estaban velados, te bloqueaban el contacto visual, no sé si me entienden. El otro me era nuevo, bajito, regordete, rasgos aindiados, muy moreno, bigotazos a lo revolución mexicana y se llamaba Pancho, supongo que no, que sería otra burla privada, sólo le faltaba el sombrero de charro ...
Me metieron en un cuatroporcuatro Toyota, yo pensaba que me llevarían primero al hotel, me apetecía una buena ducha y descansar un rato, era la primera vez que cruzaba el charco, demasiadas horas enlatado, el cuerpo lo tenía hecho polvo. Pero no, lo primero unos traguitos en una pulquería, en el mero centro, a tres cuadras del Zócalo, que no se diga que no somos hospitalarios con nuestros visitantes. Eso Pancho, porque Federico iba callado, claro, salvo sus redobles de timbales para rematar las parrafadas de su verborreico compañero. Yo ni idea de lo que era una pulquería ni ganas de saberlo, pero ni caso a mis educadas protestas y después de un trayecto eterno a través de un tráfico endiabladamente denso, entran el coche en el zaguán de una casona y me hacen pasar a un local interior, amplio y penumbroso, con mesas alargadas de madera y bancos arrimados a las paredes y una barra al fondo, un burdel, pensé, para beber y bailar con las putas antes de meterse en faena. Pero no había nadie, sólo un chiquillo con cara asustada que sin orden previa nos puso una botella de tequila y al Pancho le brillaban los ojos, vamos a ver si los güeros de la madre patria saben tomar, y Federico otro carcajeo.
Enseguida la cosa se puso fea, enseguida me di cuenta de que estaba en un lío, de que esos dos no me iban a llevar al hotel, que no iba a ver al misterioso empresario, que el negocio se había ido al carajo. A medida que Pancho se iba entonando, sus groseras metáforas se volvían más amenazadoras. Alguien había hablado más de la cuenta, prueba estas lengüitas de cerdo con los chilecitos, güero, y al cabo de un rato que si sabía lanzar el cuchillo, porque Federico era un maestro, unos vasitos más y te hace una demostración aquí mismo, en una sala al fondo, ya verás, hay un muñeco de paja atado a la pared, nos ponemos a diez pasos y tiramos, si fallamos un paso adelante y así hasta que uno lo clava en el pecho, muéstrale el tuyo Fede, dice que se lo robó a un marine gringo, pero ni caso, los compra en un comercio de Jalisco, cada tres meses los renueva, es muy escrupuloso con sus cuchillos mi amigo, venga muéstraselo. Y va el Federico y parsimoniosamente se saca del bolsillo interior de la americana una funda de cuero y de ella un cuchillo de combate, de esos que se ven en las películas de guerra, la hoja de unos veinte centímetros, de acero reluciente, afiladísima por un lado y con dientes de sierra por otro. Tuve que quedarme blanco de golpe, porque Pancho me palmeó la espalda entre risas, ándale güerito, no se me achante, y seguro que sí, que por un momento sólo sentí pánico, un miedo cerval que me congelaba la sangre, me detenía el pulso, me apagaba el pensamiento.
No puedo describir lo que sucedió durante los instantes inmediatos. Supongo que mi organismo recibió un explosivo chute de adrenalina, que mi cuerpo actuó por sí solo gracias a algún automatismo atávico que se activa en situaciones desesperadas. Guardo imágenes confusas de empujones, la mesa volcada, gritos y, sobre todo, de una carrera infinita, nunca he corrido tan rápido. No sé cómo lo hice, pero ciertamente tuve que atravesar el local, cruzar el zaguán, correr por las estrechas calles del centro del DF entre multitudes de peatones y vehículos, sin tropezar ni una vez, sin saber a donde iba y sin que me importara, sólo alejarme de ese cadalso que me tenían preparado. Cuánto tiempo estuve corriendo no lo sé, debí zigzaguear sin rumbo un buen rato hasta que aparecí en un parque, ante un monumento que, luego lo supe, era el Hemiciclo a Juárez. Ahí me paré, caminé entre los árboles, el corazón como un tambor, y me dejé caer en la hierba, exhausto. Entonces empecé a llorar, un manantial que pronto me había empapado el rostro, nunca habría pensado que pudiera echar tanta agua por los ojos, parecían grifos desbordados, inagotables. Las lágrimas llevaban el miedo y así, licuado, fue yéndose, limpiándoseme las entrañas de ese pánico espantoso que todavía a veces me asalta en pesadillas nocturnas. Me calmé; poco a poco me fui calmando y cuando las lágrimas cesaron y recuperé el control de mis pensamientos, ya sentado entre sauces y fresnos, me di cuenta de que mi puño derecho apretaba el mango del cuchillo de Federico, la hoja manchada de sangre.
Non so più cosa fare - Adriano Celentano (Facciamo finta che sia vero, 2011)
Hace un par de meses me conseguí el último disco de Celentano (desde luego, ha mejorado con los años). Entre sus nueve temas viene éste que, nada más empezar a escucharlo, atribuí su autoría a Manu Chao (y, como comprobé enseguida, no me equivocaba). Ayer, antes de dormirme, el texto de la canción me iba sugiriendo un cuento surrealista que habría de titularse "Ya no sé qué hacer"; algunas ideas imprecisas sobre el argumento empezaban a tomar forma. A las cinco y media de esta mañana me he despertado recordando con todo detalle lo que estaba soñando; la primera parte del sueño viene a ser este post (la historia seguía, con unas cuantas escenas truculentas y una trama de intrigas, persecuciones y ocultamientos que, sin embargo, no se resolvía). En fin, que lo que he escrito poco tiene que ver con mis ideas de ayer, pero el subconsciente va por donde le viene en gana.
¡Buenísimo! Hombre, me fastidia un poco que el malo denteroso se llame Federico, como mi santo, pero te lo perdono.
ResponderEliminarGracias, Cigarra, me alegro de que te haya gustado. Y lo siento por el nombre del malo; me lo tenías que haber advertido para que escogiera otro. Pero, al fin y al cabo, existen Federicos de todos los tipos y, para que haya buenos como el tuyo, tiene que haber otros malos.
ResponderEliminarMe encantan este relato y su ritmo. Me pregunto qué cicunstancias reales te llevaron a esa pesadilla, qué o quién está tratando de machacarte.
ResponderEliminarLa canción no funciona.
Gracias a ti también, C.C. Me es fácil contestar lo de quién está tratando de machacarme, pero no creo que el sueño surja de ahí. De hecho, aunque lo haya escrito en primera persona, no me desperté con la sensación de que yo fuera el protagonista, más bien creo que sentía que alguien me estaba contando su traumática experiencia.
ResponderEliminarEn cuanto a la canción, sí funciona, pero tarda mucho en ponerse a sonar. La he vuelto a subir y sigue igual. No sé que es lo que le está pasando a DivShare; haré más pruebas en cuanto tenga un ratillo libre.