Empezó, lógicamente, con los altos directivos de las grandes firmas financieras. La más repetida leyenda urbana atribuye la autoría de la idea a la famosa Gillian Tett, dicha en broma en una tertulia informal entre analistas económicos en un club de Nueva York. Pero los jóvenes tiburones de Wall Street no perciben las sutilezas irónicas en su ansiosa búsqueda de nuevos productos con los que alimentar los fogones de los mercados; la febril creatividad de alguno de ellos vio, en el comentario de la influyente periodista del Financial Times, un filón de sugerentes posibilidades que había de aprovechar. Fuera cual fuera su origen, la primera vez que se puso en práctica fue en otoño de 2012 en la conocida Merrill Lynch, al fin y al cabo una de las compañías líderes en el apasionante mundo de la innovación financiera.
La idea consistía en que una parte significativa del sueldo de los directivos se financiara mediante bonos, con la particularidad de que quien respondía de los intereses de la deuda no era la empresa sino el empleado. La primera emisión se hizo a través de una conocida compañía de market makers de Manhattan, por la modesta cantidad de 200 millones de dólares, algo más de la mitad de la masa salarial de una cincuentena de directivos, que se subastó inicialmente al 10% de interés. Por personalizarlo en un ejemplo, William Ashley, el jefe de inversiones en el área suroriental asiática, recibiría cuatro millones de dólares de sobresueldo que le pagarían los compradores de esas obligaciones; a cambio debería pagar a los tenedores $40.000 al año y Merrill Lynch se comprometía al reembolso del valor del título al cabo de cinco años. Cinco años es mucho tiempo, más que sobrado para que cambien muchas cosas en el vertiginoso mundo financiero. De momento, la empresa ahorraba una buena cantidad en sueldos y ya se vería cómo la devolverían y, sobre todo, cuánto, porque, obviamente, el valor nominal estaba sujeto a las fluctuaciones del mercado.
Esa primera emisión fue un éxito (a los brokers les ponen las novelerías), tanto que enseguida se empezó a generalizar la práctica. En pocos meses el mercado financiero se había inundado con los que se llamaron los "bonos personales", primero identificados por el nombre de la compañía a que pertenecían los empleados que hacían cada emisión conjunta, pero muy pronto cada uno de ellos identificado por el emisor individual, un tipo con nombres y apellidos. Hasta se popularizó la impresión de los títulos con la foto del directivo que lo avalaba, lo que llevó a algunos medios a sugerir irónicamente que por fin se había conseguido el "capitalismo con rostro humano". Los personal bonds pronto entraron en los mercados secundarios y también a mezclarse con otros productos, creándose fondos cada vez más opacos, pero con rentabilidades muy atractivas para los inversores. Se suponía, claro, que la continuada revalorización de los bonos y sus adheridos, se basaba en la fortaleza y buenas perspectivas de futuros de las compañías de los respectivos empleados. Lo cierto, pese a la crisis generalizada de le economía, es que los beneficios de los grandes operadores no paraban de aumentar. Entre las causas, además de la principal que no era otra que su vertiginosa capacidad de multiplicar a velocidades inauditas las transacciones financieras, también estaba el brutal saneamiento de costes que habían acometido, entre ellos la reducción de los salariales gracias al invento de los bonos. Naturalmente, Merrill Lynch y sus imitadores, sobre todo en los primeros meses, animaron el cotarro y las buenas expectativas de este producto invirtiendo ellos mismos en la adquisición de buena parte de los títulos de sus empleados. No dejaba de ser una poética paradoja que las empresas recibieran beneficios de los sueldos que no pagaban a sus directivos que, sin embargo, habían crecido significativamente.
No pasó mucho tiempo antes de que aparecieran derivados financieros de los bonos personales. Las malas lenguas imputan su creación a las propias empresas, incluyendo en el complot a los propios directivos, interesados en bajar el valor de los títulos para disminuir las cuantías a pagar tanto de la deuda como de los intereses. En cierto modo conduciría a matar la gallina de los huevos de oro, pues implicaba el rechazo de los inversores a nuevas emisiones, con la consiguiente pérdida de una fructífera fuente de financiación empresarial y de desmesurada inflación de las nóminas. Pero es sabido que los chicos de Wall Street son de visión muy cortoplacista y, además, se planteó una campaña moderada de ventas, con la intención de no socavar demasiado la credibilidad financiera y, al mismo tiempo, cubrirse las espaldas compensando los costes futuros de los reembolsos. Pero bastó iniciar este segundo juego para que a sus promotores se les fuera de las manos.
Al salir de la fiesta de nochevieja de 2012, William Ashley, uno de las caras más populares de los personal bonds (lo que sin duda había contribuido a que sus bonos fuesen de los que más se habían revalorizado) fue asesinado junto con su amante en el aparcamiento del Waldorf-Astoria. Obviamente, el valor de los bonos cayó en picado, llegando en menos de una semana escasamente al 20% de su nominal, cuando previamente habían casi doblado la cotización original: una pérdida patrimonial para los inversores en torno a los 700.000 dólares, ciertamente migajas en el sustancioso negocio de los bonos, pero un síntoma preocupante, lo suficiente para que se escribieran algunos editoriales en la prensa económica y se empezara a rumorear que en el recién constituido gobierno de Obama se hablaba de eventuales investigaciones y regulaciones del sector. Lo que no trascendió –no se olvide que casi todas las operaciones de futuros se negocian over the counter– es que un desconocido grupo inversor de New Jersey había cerrado días antes de la muerte de Ashley una opción a diez días sobre más de la mitad de sus bonos al precio global de venta de medio millón de dólares. Como adquirieron los bonos cuando estaban por el suelo, las ganancias de estos tipos fueron del orden de los 400.000 dólares.
Durante la primera semana de enero, sin tiempo casi para que los mercados reaccionaran y mucho menos se adoptaran medidas protectoras por las autoridades, murieron asesinados ciento sesenta y cuatro altos directivos de compañías financieras, todos ellos emisores de personal bonds. Para alcanzar estas espeluznantes cifras, los organizadores no dudaron en enviar el miércoles dos, casi simultáneamente, a tres "comandos" fuertemente armados a las sedes de Merrill Lynch, Goldman Sachs y J.P. Morgan Securities, donde liquidaron con aterradora eficacia y velocidad a un total de ciento cuarenta directivos, escapando inmediatamente sin dejar rastro. Al final de esa semana negra, con la bolsa de Nueva York cerrada por orden del gobernador del Estado, era evidente que la matanza era obra de la Mafia y que le había reportado unos beneficios que rondaban los ochenta millones de dólares. Joe Miranda, Frank Guarracci y Frank D'Amato, los tres mayores capos de Jersey fueron detenidos pero no se consiguió ninguna prueba que los vinculara con los crímenes. Fue el fin de un prometedor producto financiero y también, de paso, la ruina de casi todos los directivos que habían emitido bonos, la mayoría despedidos fulminantemente de sus multimillonarias firmas como si fuesen apestados. Pasada la conmoción, la propia Gillian Tett publicó un polémico artículo en el que insinuaba que la criminal masacre era consecuencia lógica de la insaciable avidez de los financieros. Incluso se propagó el rumor de que la matanza había sido obra, en realidad, de un movimiento anticapitalista de acción directa. En todo caso, se acabó esta sarcástica modalidad del "capitalismo con rostro humano" y, probablemente por miedo, la mayoría de las grandes empresas decidieron rebajar drásticamente los sueldos de sus directivos.
La idea consistía en que una parte significativa del sueldo de los directivos se financiara mediante bonos, con la particularidad de que quien respondía de los intereses de la deuda no era la empresa sino el empleado. La primera emisión se hizo a través de una conocida compañía de market makers de Manhattan, por la modesta cantidad de 200 millones de dólares, algo más de la mitad de la masa salarial de una cincuentena de directivos, que se subastó inicialmente al 10% de interés. Por personalizarlo en un ejemplo, William Ashley, el jefe de inversiones en el área suroriental asiática, recibiría cuatro millones de dólares de sobresueldo que le pagarían los compradores de esas obligaciones; a cambio debería pagar a los tenedores $40.000 al año y Merrill Lynch se comprometía al reembolso del valor del título al cabo de cinco años. Cinco años es mucho tiempo, más que sobrado para que cambien muchas cosas en el vertiginoso mundo financiero. De momento, la empresa ahorraba una buena cantidad en sueldos y ya se vería cómo la devolverían y, sobre todo, cuánto, porque, obviamente, el valor nominal estaba sujeto a las fluctuaciones del mercado.
Esa primera emisión fue un éxito (a los brokers les ponen las novelerías), tanto que enseguida se empezó a generalizar la práctica. En pocos meses el mercado financiero se había inundado con los que se llamaron los "bonos personales", primero identificados por el nombre de la compañía a que pertenecían los empleados que hacían cada emisión conjunta, pero muy pronto cada uno de ellos identificado por el emisor individual, un tipo con nombres y apellidos. Hasta se popularizó la impresión de los títulos con la foto del directivo que lo avalaba, lo que llevó a algunos medios a sugerir irónicamente que por fin se había conseguido el "capitalismo con rostro humano". Los personal bonds pronto entraron en los mercados secundarios y también a mezclarse con otros productos, creándose fondos cada vez más opacos, pero con rentabilidades muy atractivas para los inversores. Se suponía, claro, que la continuada revalorización de los bonos y sus adheridos, se basaba en la fortaleza y buenas perspectivas de futuros de las compañías de los respectivos empleados. Lo cierto, pese a la crisis generalizada de le economía, es que los beneficios de los grandes operadores no paraban de aumentar. Entre las causas, además de la principal que no era otra que su vertiginosa capacidad de multiplicar a velocidades inauditas las transacciones financieras, también estaba el brutal saneamiento de costes que habían acometido, entre ellos la reducción de los salariales gracias al invento de los bonos. Naturalmente, Merrill Lynch y sus imitadores, sobre todo en los primeros meses, animaron el cotarro y las buenas expectativas de este producto invirtiendo ellos mismos en la adquisición de buena parte de los títulos de sus empleados. No dejaba de ser una poética paradoja que las empresas recibieran beneficios de los sueldos que no pagaban a sus directivos que, sin embargo, habían crecido significativamente.
No pasó mucho tiempo antes de que aparecieran derivados financieros de los bonos personales. Las malas lenguas imputan su creación a las propias empresas, incluyendo en el complot a los propios directivos, interesados en bajar el valor de los títulos para disminuir las cuantías a pagar tanto de la deuda como de los intereses. En cierto modo conduciría a matar la gallina de los huevos de oro, pues implicaba el rechazo de los inversores a nuevas emisiones, con la consiguiente pérdida de una fructífera fuente de financiación empresarial y de desmesurada inflación de las nóminas. Pero es sabido que los chicos de Wall Street son de visión muy cortoplacista y, además, se planteó una campaña moderada de ventas, con la intención de no socavar demasiado la credibilidad financiera y, al mismo tiempo, cubrirse las espaldas compensando los costes futuros de los reembolsos. Pero bastó iniciar este segundo juego para que a sus promotores se les fuera de las manos.
Al salir de la fiesta de nochevieja de 2012, William Ashley, uno de las caras más populares de los personal bonds (lo que sin duda había contribuido a que sus bonos fuesen de los que más se habían revalorizado) fue asesinado junto con su amante en el aparcamiento del Waldorf-Astoria. Obviamente, el valor de los bonos cayó en picado, llegando en menos de una semana escasamente al 20% de su nominal, cuando previamente habían casi doblado la cotización original: una pérdida patrimonial para los inversores en torno a los 700.000 dólares, ciertamente migajas en el sustancioso negocio de los bonos, pero un síntoma preocupante, lo suficiente para que se escribieran algunos editoriales en la prensa económica y se empezara a rumorear que en el recién constituido gobierno de Obama se hablaba de eventuales investigaciones y regulaciones del sector. Lo que no trascendió –no se olvide que casi todas las operaciones de futuros se negocian over the counter– es que un desconocido grupo inversor de New Jersey había cerrado días antes de la muerte de Ashley una opción a diez días sobre más de la mitad de sus bonos al precio global de venta de medio millón de dólares. Como adquirieron los bonos cuando estaban por el suelo, las ganancias de estos tipos fueron del orden de los 400.000 dólares.
Durante la primera semana de enero, sin tiempo casi para que los mercados reaccionaran y mucho menos se adoptaran medidas protectoras por las autoridades, murieron asesinados ciento sesenta y cuatro altos directivos de compañías financieras, todos ellos emisores de personal bonds. Para alcanzar estas espeluznantes cifras, los organizadores no dudaron en enviar el miércoles dos, casi simultáneamente, a tres "comandos" fuertemente armados a las sedes de Merrill Lynch, Goldman Sachs y J.P. Morgan Securities, donde liquidaron con aterradora eficacia y velocidad a un total de ciento cuarenta directivos, escapando inmediatamente sin dejar rastro. Al final de esa semana negra, con la bolsa de Nueva York cerrada por orden del gobernador del Estado, era evidente que la matanza era obra de la Mafia y que le había reportado unos beneficios que rondaban los ochenta millones de dólares. Joe Miranda, Frank Guarracci y Frank D'Amato, los tres mayores capos de Jersey fueron detenidos pero no se consiguió ninguna prueba que los vinculara con los crímenes. Fue el fin de un prometedor producto financiero y también, de paso, la ruina de casi todos los directivos que habían emitido bonos, la mayoría despedidos fulminantemente de sus multimillonarias firmas como si fuesen apestados. Pasada la conmoción, la propia Gillian Tett publicó un polémico artículo en el que insinuaba que la criminal masacre era consecuencia lógica de la insaciable avidez de los financieros. Incluso se propagó el rumor de que la matanza había sido obra, en realidad, de un movimiento anticapitalista de acción directa. En todo caso, se acabó esta sarcástica modalidad del "capitalismo con rostro humano" y, probablemente por miedo, la mayoría de las grandes empresas decidieron rebajar drásticamente los sueldos de sus directivos.
I'm gonna do something the devil never did- Willy DeVille (Pistola, 2008)
Veo que sigues interesado en la literatura de terror, así que te recomiendo otro libro para entender a los sociópatas que cobran con estos bonos parte de sus saqueos: American Psycho, de Bret Preston ELLis, pura pornografía que muchos (¿El propio autor?) se tomaron como norma de vida y manual de amor a los prójimos.
ResponderEliminar(En el comentario del post anterior, el libro que no recordabas de Mandelbrot supongo que sería La geometría fractal de la naturaleza, o el posterior de Los objetos fractales)
Lansky: Lo leí en su momento y, francamente, me pareció una mierda, especialmente en cuanto a su valor literario, pero tampoco relevante como retrato de esos ejecutivos neoyorkinos que, más que retratar, caricaturiza muy burdamente.
ResponderEliminarLansky: Por cierto los bonos que cobran los altos ejecutivos financieros no son los mismos que propongo en este relato de ficción. Los primeros son sobresueldos vinculados a resultados (como la "productividad" del pobre empleado, pero a lo bestia), mientras que los "míos" son un producto financiero que (que yo sepa) todavía no se ha inventado (todo se andará).
ResponderEliminarPor eso lo llamo literatura, aunque debería haber utilizado 'de ficción'; y sí el libro de American Psycho me parecido una obscenidad y una mierda
ResponderEliminarSí, " American spycho " de Ellis, un best seller, tomadura de pelo obscena. Nada más que la enumeración casí continua de las lujosas marcas de moda ya es una pesadez insoportable y el resto da ganas de vomitar.
ResponderEliminarTienes razón Miroslav con tu satira. Después de la quiebra de Lehman Bros, las cosas iban a cambiar, n'est-ce pas. La perfidia de esa gente no tiene límite. Verdaderamente podrían seguir la idea que propagas aquí. Ja.
Miroslav, de ésta te contratan en algún fondo de capital riesgo que opere en Wall Street, pero léete bien la letra pequeña del contrato, a ver si te van a querer pagar la mitad de tu salario con tu propio invento. Cosas más aviesas se han visto.
ResponderEliminarC.C: Me alegra que coincidamos (Lansky, tú y yo) en la valoración de la novelucha citada. Y sí, lamentablemente, las cosas parece que no cambian, más bien al contrario. Supongo que el final de mi relato deja ver la frustración y rabia que me produce que la gentuza de esa calaña siga haciendo de las suyas.
ResponderEliminarAlice: Ten por seguro que no me contratará esa gente: no doy el perfil. Así que no tendré que esforzar la vista para leer la letra pequeña.