A Grillo, agradeciéndole su interés
Como ya he contado en este blog, a principios de junio sufrí unos fuertes cólicos abdominales diagnosticados en riguroso lenguaje médico de "pancreatitis de caballo" y que me obligaron a pasar por dos sucesivos periodos de ayuno absoluto en confinamiento hospitalario, con traslado intermedio de esta islita a la capital del Reyno debido a problemas burocrático-sanitarios cuyo registro es preferible omitir. Controlada y remitida la inflamación del páncreas, a las tres semanas del inicio de la crisis, fui puesto bocabajo para que un cirujano de buen pulso me introdujera por el conducto anal (creo) un tubito que, hábilmente guiado mediante un monitor, llegó hasta el colédoco (conducto biliar que drena en el duodeno) a fin de limpiarlo del barrito pedregoso que lo obturaba y había sido causante del problema. De vuelta en Tenerife, el médico de digestivo, previo ecografiado y pruebas analíticas, certificó que el páncreas estaba muy mejorado pero que, como ya sabíamos, le vesícula seguía tupida de guijarros que amenazaban con salir el día menos pensado a darse un paseo y repetir el doloroso episodio por lo que convenía proceder a su extirpación inmediata ya que, parece ser, tampoco es que valga para casi nada o quizá sea que a partir de cierta edad no es mala cosa empezar a ir desprendiéndose de órganos ineficaces o, si se prefiere, más que amortizados. Pedí pues cita con el cirujano con tan mala suerte que el buen hombre cayó enfermo y témome que de gravedad o al menos de no pronta recuperación, ya que tras una primera postergación de una semana recibí una anulación definitiva con el consiguiente cambio de facultativo, todo lo cual supuso un retraso de quince días que, según me advirtió agorero quien habría de cortarme, no era nada bueno para la intervención. No obstante, como siempre ocurre en estos casos, encontré multitud de amigos y conocidos que de primera o segunda mano me informaron de que la intervención que me esperaba era una nadería que se llevaba a cabo mediante laparoscopia con una sola noche de hospitalización y recuperación prácticamente inmediata. Con tan buenos augurios me presenté el jueves pasado en el hospital y hasta me impacienté algo con la buena de K. que se empeñó en registrarse como acompañante para pasar la noche conmigo, lo que me parecía innecesariamente desproporcionado.
Me operaron en efecto este jueves, hacia última hora de la tarde y durante una hora y media. Cuando desperté de la anestesia, aún horizontalmente inmóvil, sentía unos dolores tremendos. Lo curioso es que los dolores no se debían a las heridas, los cuatro agujeros que me habían practicado en el abdomen, sino a que tenía todo el tronco inflado del aire que, por lo visto, meten durante la operación para separar y manipular los órganos. Esa primera noche no pegué ojo, pero lo peor es que pasé las siguientes cuarenta y ocho horas absolutamente fastidiado, prácticamente sin poder mover un músculo porque los malditos gases me destrozaban. Todos hemos tenido alguna vez gases así que sabemos lo dolorosos que son pero yo nunca los había mantenido durante tanto tiempo. El médico, claro, no les daba importancia, recomendándome que los expulsara mediante los pertinentes pedorreamientos, pero aunque en condiciones normales no suele costarme activar ventosidades, lo cierto es no había manera de que mis intestinos, probablemente abúlicos, se pusieran a la labor, sin que ninguno de los fármacos que me metían en vena a tal efecto cumplieran su función. De hecho, como me confesó a posteriori, el cirujano llegó a mosquearse ante mi tardanza expeditiva temiéndose que a lo peor había dañado el colédoco que parece que estaba bastante irritado a consecuencia de la reciente pancreatitis. Pero el sábado, hacia la ocho de la tarde y en el breve plazo de media hora, asistí maravillado a la expulsión de un significativo volumen de aire sobrante con la paralela atenuación hasta la casi extinción de los dolores asociados. Paracía magia y, desde luego, de la benéfica, como si la puñetera hada de los cuentos anglosajones se hubiese dignado –¡por fin!– a mover su varita y ganarse el sueldo. Es impresionante lo bien que uno se siente cuando desaparece el dolor (o, al menos, desciende a niveles tolerables), el sentimiento de gratitud que te invade. Dura poco esa sensación, es verdad; enseguida el cuerpo parece olvidar lo jodido que estaba y entonces empieza a notar que las heridas de los cuatro agujeros escuecen y que sigue habiendo algo de aire dentro. O sea, que tampoco es que estuviera bien pero, después de los dos días agónicos, sentir los dolores propios del post-operatorio me parecía casi placentero.
Y voy acabando: ayer noche dormí de maravilla y esta mañana el cirujano me dio el alta. Me queda una semanita de convalecencia (el viernes me quitarán los puntos) durante la cual tengo que ir moviéndome y comiendo con cuidado y poco a poco. Camino despacito ligeramente encorvado y siento que las vísceras abdominales todavía no se han recolocado del todo. De hecho, si estoy ahora de madrugada escribiendo la crónica de este último episodio de mi crisis pancreática, es porque me ha despertado una vuelta en la cama con apoyo doloroso sobre alguna de ellas. Me giré para cambiar la orientación del documento que en mi sueño estaba escribiendo, algo bastante absurdo que, pese a las molestias, me tuvo un buen rato intrigado hasta que me decidí a levantarme. Incluso pensé en relatar ese sueño y los enigmas onírico-lógicos que planteaba, pero finalmente he considerado más pertinente, dado lo abandonado que tengo el blog, ponerlo al día con mis cuitas sanitarias. Sin embargo, me apunto como tarea pendiente (que en mí no es garantía de nada) escribir sobre las variadas fantasías que me han visitado estos días sin sueños profundos pero de abundantes duermevelas alucinatorios en los instantes en que el dolor los permitía. Hasta entonces espero no volver más con esta historieta que bastante tiempo me ha robado ya y confío en que sea verdad el dicho de muerto el perro se acabó la rabia.
It hurts me too - Karen Dalton (It's so hard to tell who's going to love you the best, 1969)
Tenía que acompañar este post con una canción sobre el dolor, aunque fuera emocional, que no conozco temas dedicados a la aerofagia. La elegida es este blues que se remonta a los cuarenta y que escuché por primera vez en el injustamente poco reconocido Selfportrait de Dylan. Un año antes, en 1969, su vieja amiga del Greenwich, Karen Dalton, lo había grabado en su primer LP. El sonido no es muy bueno pero esas deficiencias acústicas, unidas a la entonación tristona, le dan al tema un aire nostálgico muy apropiado. La Dalton fue una mujer poco afortunada, tanto en su vida profesional como personal. Era de origen cherokee y apareció en la escena folk neoyorkina a principios de los sesenta. Dylan, en su primer volumen autobiográfico (y único hasta la fecha, que yo sepa), la califica como su cantante favorita entre la pléyade que pasaba por los cafés de ese mítico barrio del bajo Manhattan; dice que tenía una voz como la de Billie Holiday y que cantó con ella en un par de ocasiones. Murió en el 93, con sida, después de largos años de drogas y alcohol. Sólo publicó dos discos en vida; este tema proviene del primero.