– ¿Qué será de nosotros? No podemos siquiera alimentar a nuestros pobres hijos, ya que no tenemos suficiente ni para nosotros mismos.
– ¿Sabes una cosa, marido? –contestó la mujer–. Mañana muy temprano llevaremos a los niños al bosque, allí donde es más espeso; entonces les encendemos un fuego y le damos a cada uno un trocito de pan, luego nos vamos a trabajar y los dejamos solos. No encontrarán el camino de regreso a casa y así nos libraremos de ellos.
Es la mujer pues la que quiere abandonarlos y tanto insistió (en realidad no tanto, ya que la decisión fue tomada esa misma noche antes de dormirse) que finalmente venció la resistencia del padre. En la versión de 1857 la malvada señora no es la madre biológica sino la madrastra, pero se trata –como ya dije– de una corrección sobre las ediciones anteriores. En la primera (la de 1812) es la madre y la palabra Mutter sólo pasa a ser sustituida por Stiefmutter en la cuarta edición, nada menos que veintiocho años después, cuando ya los cuentos eran muy populares en casi toda Europa. Naturalmente, el cambio, llevado a cabo por los propios autores (probablemente por Wilhelm, mucho más atento a los gustos del público que Jacob, con mayores pretensiones filológicas), no es más que una muestra de la corrección política, ya presente en el XIX. Había que edulcorar un relato que las madres leerían a sus hijos, dejando claro que ellas, quienes los habían parido, nunca podrían ser tan crueles para abandonarlos. Por supuesto, las que no se quedarían muy contentas con la alteración serían las madrastras pero, al fin y al cabo, eran minoría (no tanto en la Edad Media, cuando un número muy elevado de mujeres moría en el parto y con mucha frecuencia los hombres volvían a casarse para contar con una mujer que se ocupara de la casa y de los hijos).
Los Grimm no inventaron, claro está, el tópico de la madrastra malvada. De hecho, podemos rastrearlo en la figura de la mêtryiá, del griego clásico y seguramente desde antes. Cabe pensar pues que, al menos desde los griegos, era lugar común la hostilidad de la nueva esposa hacia los hijos de su marido, agravada si ésta tenía propios. Supongo que, a lo largo de la historia, habrá sido ésta una de esas verdades en las que prejuicios y hechos se reafirman mutuamente, a modo de las profecías autocumplidas. Lo "natural" es que la nueva mujer no quiera a los hijos de su marido y así se resaltarían los ejemplos en los que la hipótesis quedaba confirmada. Los tres grandes trágicos helenos recurren al personaje de la madrastra, siendo probablemente Ino, la segunda mujer de Atamante, que intentó asesinar a los hijos de su marido para asegurarse los derechos sucesorios, el más conocido. La mala fama de las madrastras también se confirma en el imperio romano, pues en no pocas ocasiones los viudos, en vez de casarse de nuevo, preferían tomar una concubina, de menor status legal, a fin de evitar someter a sus hijos a las eventuales afrentas de una madrastra. Durante la Edad Media, la misoginia generalizada se acentúa en el caso de las madrastras, como se ve, por ejemplo, en el conocido Libro de los engannos et assayamientos de las mugeres, publicado en tiempos de Alfonso X. Si bien no es sino una traducción de cuentos árabes derivados de la tradición persa y de temática distinta (la historia va de requerimientos amorosos al hijastro que la rechaza y acusación posterior ante el padre de que el chico la había forzado, en clara alusión a la leyenda bíblica de José y Putifar), viene a probar que ya para entonces el arquetipo de la madrastra malvada estaba plenamente afianzado. De ahí que no extrañe que ese personaje se convierta en un fijo en los cuentos de los Grimm cuyos orígenes populares se remiten al medioevo centroeuropeo.
Los Grimm pues no inventaron el personaje de la cruel madrastra ni tampoco son los primeros en emplearlo en los que se dieron en llamar cuentos de hadas. El género literario como tal surge en los ambientes aristócratas francesas, y no es casual que sus primeras y más fecundas hacedoras sean mujeres, empezando por la anteriormente citada Madame d'Aulnoy (1651-1705), mujer de interesante biografía a quien los españoles le caían especialmente mal. Pues bien, ya en esos relatos que podríamos llamar de primera generación aparece la madrastra, especialmente en La Cenicienta de Perrault, de 1697, que no hace sino fijar un cuento que tendría sus antecedentes más remotos en el antiguo Egipto. El comienzo de la historia de Perrault no deja lugar a dudas: Érase un gentil-hombre que casó en segundas nupcias con una mujer altiva y huraña como otra no haya habido. Pero aunque no fueron sus creadores, lo que sí hicieron los Grimm es popularizar como nadie el arquetipo de la madrastra (así como tantos otros). El personaje aparece en varios de sus relatos, no sólo en Hansel y Gretel, sino también en Hermanito y Hermanita (emparentado con el que nos ocupa), Los tres hombrecillos del bosque, La Cenicienta (sí, también escribieron su versión), La doncella de oro y la doncella de pez, El enebro, Blancanieves, El bienamado Rolando, La novia blanca y la novia negra, La novia verdadera, y alguno más que se me habrá escapado. En todos ellos es una mujer malvada, cuya única preocupación pareciera ser arruinar la vida de la hijastra que, naturalmente, es bella, buena e inocente.
En el fondo, si damos crédito a la interpretación jungiana, madre y madrastra son la misma persona, el mismo arquetipo simbólico. Según explica Sibylle Birkhäuser, discípula aventajada del psiquiatra suizo, expresada en términos psicológicos, (la madre) representa el poder de lo inconsciente en un sentido tanto positivo como negativo, es decir, tanto como creador como destructor (La llave de oro: madres y madrastras en los cuentos infantiles; Turner publicaciones, 2010). La madre representa la base física de la existencia (no deja de ser significativo que materia derive de mater), el origen de lo que procedemos. Es el principio de la pasividad, la sede de los instintos y de los impulsos primarios, que se contrapone al espíritu, al principio de la actividad, simbolizado en el padre. Esta dualidad –equivalente a la del yin y yang de la filosofía china– representa la tensión del desarrollo psicológico del ser humano y, en especial, del niño. Pero el arquetipo de la madre, como todos, tiene dos caras que reflejan la forma en que la persona se relaciona con esa parte de su psique. Según cómo se integre la interacción entre lo inconsciente y lo consciente, la figura simbólica de la madre es un principio benéfico que favorece el desarrollo personal o, en las psicopatologías de complejo materno, se convierte en fuente de peligros que amenazan con destruirnos: surge así la madrastra, que no es más que la sombra (la cara oscura, para traducir la terminología jungiana a la de La guerra de las Galaxias) de la madre benéfica. Si –como sostienen las teorías psicoanalíticas– los cuentos populares expresan el inconsciente colectivo, la frecuente aparición de la madrastra no sería más que la personificación de los principios maternales cuando éstos se convierten en obstáculos que el protagonista debe superar en su proceso de crecimiento psicológico, de maduración personal.
Naturalmente, la bruja es exactamente lo mismo, quizá una personificación aún más exagerada de la cara sombría del principio materno-femenino, asentada ya claramente en el ámbito de lo mágico, conocedora de los misterios alquímicos de la materia. En cierto modo, diría que la bruja viene a ser la madrastra que se desgaja de su rol maternal para convertirse en un ente autónomo que representa sin tapujos el principio del mal. El cuento de Hansel y Gretel puede confirmar esta conclusión: cuando los niños regresan al hogar la madrastra ha fallecido; no sabemos cómo pero es inevitable vincular su muerte a la de la bruja. Son los chicos quienes matan a la bruja/madrastra, quienes superan los peligros destructivos del principio materno como requisito necesario para su maduración personal. Madrastra y bruja serían pues, en el plano simbólico, personajes intercambiables. En varios cuentos de hadas aparecen ambas, en otros sólo una de ellas y en alguno la propia madrastra es también bruja (sin duda, el más conocido es el de Blancanieves); pero esta diversidad combinatoria no afecta al fondo del asunto.
Dice Sibylle Birkhäuser que la aparentemente excesiva abundancia de madrastras en la literatura de cuentos de hadas obedece a la importancia de la religión en la Edad Media europea. El cristianismo, desde su originaria institucionalización ideológica, reprime la amplia esfera de lo femenino, de lo instintivo, subordinándola al espíritu. El símbolo femenino pasa a ser monopolizado por la Virgen María, figura completamente luminosa, que excluye taxativamente la parte sombría del inconsciente, siempre presente en las diosas paganas. Esta limitación habría venido a a ser compensada a través de los cuentos populares que enraizarían así con tradiciones precristianas (y universales) de la psique colectiva. La transcripción literaria de las viejas leyendas en forma de cuentos para niños a partir del XVII y su definitiva popularización en el XIX (sobre todo gracias a los Hermanos Grimm) supuso en gran medida su "homologación" a los valores aceptables de la nueva sociedad burguesa, más que probablemente descafeinándolos, censurando y transformando los aspectos que con mayor crudeza expresarían las cargas simbólicas de las historias. Y aún así ...
¿Madres que no quieren a sus hijos?
ResponderEliminarLas hay. Sin entrar en casos patológicos de madres que asesinan o abandonan a sus hijos hay, probablemente, muchas más de las que queramos reconocer. Me estoy refiriendo a madres que desde fuera visten, cuidan y alimentan a sus hijos, pero que cuando uno las observa desde más cerca ve que siente hacia ellos un profundo desdén y desprecio.
De hecho yo conozco al menos a CUATRO. (Un caso reconocido por la propia hija).
Me encanta leer sobre Jung cuando el texto se asemeja a las ideas de éste. Soy, se podría decir: un fan acérrimo de su psicología. Es curioso hacer la observación de cómo en el folclore y en la buena literatura infantil se habla de tú a tú, de inconsciente a inconsciente —es decir: en un lenguaje simbólico y profundo—, sobre la temática general de la vida. Por eso los cuentos infantiles tienen tanto de mágicos y nos atrapan también a los mayores. ¿Qué puede haber más misterioso que una madre, madrastra o bruja, tenga otros intereses distintos del de no amarnos sin condiciones? Por último decirte que desconocía la relación etimológica entre mater y materia, por lo que te quedo enormemente agradecido.
ResponderEliminarUn saludo
No sé, no me acuerdo bien de este capítulo del cuento ¡con tantas madrastras...! Estoy deseando que lleguen a la casa de chocolate, que es la parte que más me gusta del cuento, cuando sacan un palito por las rejas de la jaula para engañar a la bruja. Qué pillines! Después de haberse comido media casa!
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