– Micer Giacomo, si me permitís que os llame en mi lengua, mucho me place haberos conocido, que tanto bueno de vos me habían hablado.
– Me halagáis, maestro Tiziano, que es vuestra fama, extendida a toda la cristiandad, la causa mayor de que pidiera venia a mi señor el Rey de Romanos para acompañar a su majestad imperial a la Italia, anhelando encontraros. He admirado en el palacio del duque de Mantua algunas obras de vuestra mano y me declaro rendido ante vuestro arte, cuya suprema factura tan lejos estoy de emular. Frente a vos, soy un torpe aprendiz tudesco, un bárbaro del norte deslumbrado.
– Exageráis, caro amigo, y faltáis con asaz injusticia a la verdad. Sois un gran artista y sobradamente merecéis el favor que os dispensa el emperador. Sabed –os lo digo sin la menor reserva ni doblez– que esta pintura de su majestad en toda su planta es uno de los mejores y más atinados retratos que nunca he visto.
– Sumo contento me traen vuestras palabras. Cierto, mucho lo han elogiado y os confieso que buen orgullo siento por haber sido el primero en retratar al César de cuerpo entero, más aún cuando tanto ha gustado la novedad y no pocos beneficios me ha reportado. Pero a fuer de honesto, no es mía la invención, que sólo seguí el modelo de algunas pinturas que conocí en la ciudad de Augusta, cuando mi señor Fernando y el emperador trataban los graves asuntos de religión con los príncipes que tienen revuelta Alemania. Allí hice el primero de los retratos, que mucho plació a su majestad imperial y a sus consejeros. Puedo mostrároslo si así lo deseáis, pues en mi cámara lo tengo, ya que el comendador mayor me pidió que a él me atuviera en este nuevo.
– No dudéis que lo deseo, mas también querría solicitaros una gracia que mitigue el ansia que me corroe desde que he visto vuestra pintura. Me atrevo animado por la amable disposición con que me habéis acogido, pero os ruego que no os sintáis obligado.
– Decidme, maestro, en qué os puedo servir.
– No, aquí sois vos el maestro y yo el aprendiz, y justamente por eso mi demanda. Anhelo copiar tan magnífico retrato, rehacer vuestra obras con mis manos, a la manera veneciana. Perdonad mi audacia, pues casi os estoy pidiendo que me dejéis robaros vuestro arte, hacerla mía, que es como el buen discípulo aprende las nuevas enseñanzas.
– Micer Tiziano, si mi venia os concediera, no tengo ninguna duda de que vuestra copia opacaría mi original, y a fe mía –disculpad la franqueza–, que vos lo sabéis igualmente. No, no protestéis, no es menester. He visto vuestras obras, ya os lo he dicho, y sobradamente sé que estáis tocado por los dioses. Yo, en cambio, no soy sino un pintor de corte que ha llegado a dominar su oficio y que no ambiciona más que seguir gozando del favor de mi señor en Viena. Valoro mi obra, sí, y ansío mejorar mi arte, pero más prefiero mi tranquilidad cotidiana con remuneraciones suficientes que la vorágine de la gloria, en la que os confieso que no termino de acomodarme. En estos días he estado ante el Papa y el emperador, ante los más grandes nobles de Italia y de España, y creedme que, más que regocijarme con sus halagos, algo parecido al miedo ha anidado en mis vísceras. Copiad mi retrato, maestro, hacedlo como sólo vos sois capaz, y enseñad al mundo –y a mí el primero– en lo que puede convertirse este hijo de mis pinceles. No seré yo quien os haga la gracia, sino vos a mí. Porque no estando llamado a merecer vuestra gloria, creando una obra de arte de mi retrato me haréis partícipe de ella.
– Hace ya muchos años que me alaban, amigo mío, que me dicen que soy el mejor pintor de Italia, por cima incluso del gran Miguel Ángel. Desarmado por vuestra franqueza, no puedo ya con vos recurrir a los artificios de palabras engañosas, así que os diré que colmada mi vanidad con tantas loas y llevado de la que ha de ser mi soberbia, sí tengo mi arte en el más alto aprecio. Miro vuestro cuadro y veo en él una gema que requiere pulimiento. Mas sois vos, micer Seisenegger, quien ha creado esa gema, no yo. Hace algo más de dos años, en esta misma ciudad, conocí al emperador, antes que vos por consiguiente. Y lo retraté, de medio cuerpo, con espada. No fue mi mejor obra, desde luego, pero –me dije– era un Tiziano, suficiente para que el amo de Europa la admirara agradecido. Apenas le dedicó atención y a mí tan sólo unas breves palabras corteses, masculladas en su balbuceante italiano, para hacerme luego llegar un ducado como todo pago, lo mismo –maldita sea– que paga a las rameras que lo entretienen por las noches. Acaso sabréis que el duque de Mantua reclamó mis servicios para preparar los festejos de homenaje al emperador en esta última estancia en su ciudad. Pese a lo mucho que le debó, desatendí su llamado y por eso, caro, no nos hemos conocido el mes pasado. ¿Contribuir yo a glorificar a Carlos? No había olvidado todavía la afrenta. Entonces, os preguntaréis, por qué venir ahora a Bolonia. La respuesta, supongo, es que yo sí ambiciono esa gloria a la que os habéis referido y el ansia de ella no se me colma por más que tenga. Además, en estos tiempos un artista no puede impunemente despreciar a los poderosos, y muchos son quienes me han instado a que aquí me presentase. Y, abriéndoos el corazón, añadiré que también me ha impulsado el ánimo de reparar mi fracaso de entonces, vencer con mi arte sobre la soberbia del emperador. Mas ahora, tras escucharos, comprendo que mis ruines motivos han sido instrumento de Dios, los renglones torcidos que llevaban al verdadero destino, que no era otro que conoceros. Carísimo amigo, soy mejor pintor que vos, es cierto, pero vos sois un hombre mucho más grande. Cuan verdadero era llamaros maestro porque me habéis concedido una importante enseñanza.
– Asaz honor me hacéis, micer Tiziano, que lejos estoy de merecer. Os ruego que ceséis en ese parlamento que, por más que os lo agradezca, me ruboriza y encoge mi corazón. Conocidos vuestros pensamientos, no puedo sino reiterarme en lo que ya os he dicho. Poneos manos a la obra sin demora, transfigurad mi retrato en uno vuestro y sorprended con él a todos los nobles, al Papa y al propio emperador. No habrá ninguna dificultad en que dispongáis del cuadro sin que nadie conozca que lo estáis copiando. Tengo entendido que aún ha de permanecer el César varias jornadas en Bolonia, así que tiempo hay para que culminéis vuestro empeño. Si me lo permitís, desearía acompañaros algunas ocasiones mientras laboráis, aprender cómo el gran Tiziano rehace mi retrato. Y también quisiera estar a vuestro lado cuando mostréis la nueva pintura, ser testigo de la admiración que ha de despertar. Luego vuestro cuadro –no me cabe ninguna duda– se embarcará con el emperador hacia las Españas y el mío lo portaré a Viena para mi señor quien, ansioso siempre por contar con retratos de su hermano, me lo retribuirá generosamente. Pero antes, vos y yo nos despediremos, quizá para no volver a vernos, y de esta breve amistad boloñesa estad seguro que soy yo quien más beneficios habrá obtenido.
– Me halagáis, maestro Tiziano, que es vuestra fama, extendida a toda la cristiandad, la causa mayor de que pidiera venia a mi señor el Rey de Romanos para acompañar a su majestad imperial a la Italia, anhelando encontraros. He admirado en el palacio del duque de Mantua algunas obras de vuestra mano y me declaro rendido ante vuestro arte, cuya suprema factura tan lejos estoy de emular. Frente a vos, soy un torpe aprendiz tudesco, un bárbaro del norte deslumbrado.
– Exageráis, caro amigo, y faltáis con asaz injusticia a la verdad. Sois un gran artista y sobradamente merecéis el favor que os dispensa el emperador. Sabed –os lo digo sin la menor reserva ni doblez– que esta pintura de su majestad en toda su planta es uno de los mejores y más atinados retratos que nunca he visto.
– Sumo contento me traen vuestras palabras. Cierto, mucho lo han elogiado y os confieso que buen orgullo siento por haber sido el primero en retratar al César de cuerpo entero, más aún cuando tanto ha gustado la novedad y no pocos beneficios me ha reportado. Pero a fuer de honesto, no es mía la invención, que sólo seguí el modelo de algunas pinturas que conocí en la ciudad de Augusta, cuando mi señor Fernando y el emperador trataban los graves asuntos de religión con los príncipes que tienen revuelta Alemania. Allí hice el primero de los retratos, que mucho plació a su majestad imperial y a sus consejeros. Puedo mostrároslo si así lo deseáis, pues en mi cámara lo tengo, ya que el comendador mayor me pidió que a él me atuviera en este nuevo.
– No dudéis que lo deseo, mas también querría solicitaros una gracia que mitigue el ansia que me corroe desde que he visto vuestra pintura. Me atrevo animado por la amable disposición con que me habéis acogido, pero os ruego que no os sintáis obligado.
– Decidme, maestro, en qué os puedo servir.
– No, aquí sois vos el maestro y yo el aprendiz, y justamente por eso mi demanda. Anhelo copiar tan magnífico retrato, rehacer vuestra obras con mis manos, a la manera veneciana. Perdonad mi audacia, pues casi os estoy pidiendo que me dejéis robaros vuestro arte, hacerla mía, que es como el buen discípulo aprende las nuevas enseñanzas.
– Micer Tiziano, si mi venia os concediera, no tengo ninguna duda de que vuestra copia opacaría mi original, y a fe mía –disculpad la franqueza–, que vos lo sabéis igualmente. No, no protestéis, no es menester. He visto vuestras obras, ya os lo he dicho, y sobradamente sé que estáis tocado por los dioses. Yo, en cambio, no soy sino un pintor de corte que ha llegado a dominar su oficio y que no ambiciona más que seguir gozando del favor de mi señor en Viena. Valoro mi obra, sí, y ansío mejorar mi arte, pero más prefiero mi tranquilidad cotidiana con remuneraciones suficientes que la vorágine de la gloria, en la que os confieso que no termino de acomodarme. En estos días he estado ante el Papa y el emperador, ante los más grandes nobles de Italia y de España, y creedme que, más que regocijarme con sus halagos, algo parecido al miedo ha anidado en mis vísceras. Copiad mi retrato, maestro, hacedlo como sólo vos sois capaz, y enseñad al mundo –y a mí el primero– en lo que puede convertirse este hijo de mis pinceles. No seré yo quien os haga la gracia, sino vos a mí. Porque no estando llamado a merecer vuestra gloria, creando una obra de arte de mi retrato me haréis partícipe de ella.
– Hace ya muchos años que me alaban, amigo mío, que me dicen que soy el mejor pintor de Italia, por cima incluso del gran Miguel Ángel. Desarmado por vuestra franqueza, no puedo ya con vos recurrir a los artificios de palabras engañosas, así que os diré que colmada mi vanidad con tantas loas y llevado de la que ha de ser mi soberbia, sí tengo mi arte en el más alto aprecio. Miro vuestro cuadro y veo en él una gema que requiere pulimiento. Mas sois vos, micer Seisenegger, quien ha creado esa gema, no yo. Hace algo más de dos años, en esta misma ciudad, conocí al emperador, antes que vos por consiguiente. Y lo retraté, de medio cuerpo, con espada. No fue mi mejor obra, desde luego, pero –me dije– era un Tiziano, suficiente para que el amo de Europa la admirara agradecido. Apenas le dedicó atención y a mí tan sólo unas breves palabras corteses, masculladas en su balbuceante italiano, para hacerme luego llegar un ducado como todo pago, lo mismo –maldita sea– que paga a las rameras que lo entretienen por las noches. Acaso sabréis que el duque de Mantua reclamó mis servicios para preparar los festejos de homenaje al emperador en esta última estancia en su ciudad. Pese a lo mucho que le debó, desatendí su llamado y por eso, caro, no nos hemos conocido el mes pasado. ¿Contribuir yo a glorificar a Carlos? No había olvidado todavía la afrenta. Entonces, os preguntaréis, por qué venir ahora a Bolonia. La respuesta, supongo, es que yo sí ambiciono esa gloria a la que os habéis referido y el ansia de ella no se me colma por más que tenga. Además, en estos tiempos un artista no puede impunemente despreciar a los poderosos, y muchos son quienes me han instado a que aquí me presentase. Y, abriéndoos el corazón, añadiré que también me ha impulsado el ánimo de reparar mi fracaso de entonces, vencer con mi arte sobre la soberbia del emperador. Mas ahora, tras escucharos, comprendo que mis ruines motivos han sido instrumento de Dios, los renglones torcidos que llevaban al verdadero destino, que no era otro que conoceros. Carísimo amigo, soy mejor pintor que vos, es cierto, pero vos sois un hombre mucho más grande. Cuan verdadero era llamaros maestro porque me habéis concedido una importante enseñanza.
– Asaz honor me hacéis, micer Tiziano, que lejos estoy de merecer. Os ruego que ceséis en ese parlamento que, por más que os lo agradezca, me ruboriza y encoge mi corazón. Conocidos vuestros pensamientos, no puedo sino reiterarme en lo que ya os he dicho. Poneos manos a la obra sin demora, transfigurad mi retrato en uno vuestro y sorprended con él a todos los nobles, al Papa y al propio emperador. No habrá ninguna dificultad en que dispongáis del cuadro sin que nadie conozca que lo estáis copiando. Tengo entendido que aún ha de permanecer el César varias jornadas en Bolonia, así que tiempo hay para que culminéis vuestro empeño. Si me lo permitís, desearía acompañaros algunas ocasiones mientras laboráis, aprender cómo el gran Tiziano rehace mi retrato. Y también quisiera estar a vuestro lado cuando mostréis la nueva pintura, ser testigo de la admiración que ha de despertar. Luego vuestro cuadro –no me cabe ninguna duda– se embarcará con el emperador hacia las Españas y el mío lo portaré a Viena para mi señor quien, ansioso siempre por contar con retratos de su hermano, me lo retribuirá generosamente. Pero antes, vos y yo nos despediremos, quizá para no volver a vernos, y de esta breve amistad boloñesa estad seguro que soy yo quien más beneficios habrá obtenido.
Palazzo d'Accursio, hoy sede del Ayuntamiento, en la preciosísima Plaza Mayor de Bolonia. En él estuvo alojado Carlos V durante su primera estancia, sin que me conste que repitiera en los días en los que se ambienta en este post. Pero no estaría nada mal que en una de sus habitaciones hubiera tenido lugar la conversación que me imagino entre los dos pintores del retrato con perro.
Después de leer todas las entradas no es nada descabellado pensar que pudieran haber tenido una conversación así.
ResponderEliminarNo sé, Babe, a mí sí me gustaría que esta conversación que imagino hubiera ocurrido, pero ... Para serte sincero, de lo que he leído sobre el carácter de Tiziano como que no le pega demasiado, y de Seisenegger apenas se sabe nada sobre la persona. Este post nace de un intento de explicarme cómo hizo Tiziano para disponer del cuadro de Seisenegger y copiarlo sin que Carlos y sus cercanos se enteraran hasta acabar la obra. Claro que también pudo copiarla con el conocimiento de todos, pero eso restaría algo el efecto sorpresa.
ResponderEliminar