Desde siempre la obesidad ha sido entendida como una patología; cuestión distinta es cuándo se consideraba que una persona era obesa. Si revisamos retratos de tiempos pasados (desde la Baja Edad Media en adelante), es fácil comprobar que muchos de los modelos –normalmente hombres pudientes– estaban aquejados de lo que hoy llamaríamos sobrepeso. Alguien que tuviera lo que para nosotros es el peso correcto se vería como flaco y, por ende, de escasos posibles o enfermizo. No es de extrañar que los modelos de belleza tuvieran unos cuantos kilos (o arrobas) más que los que ahora nos parecen adecuados. Era bueno estar gordo, seguro, pero siempre que no se llegara a esos límites en los que el sobrepeso se convierte en una tara invalidante. Superados ciertos límites (probablemente mayores de los que hoy la OMS señala para diagnosticar la obesidad mórbida) era necesario ponerse en tratamiento adelgazante. Ya desde Hipócrates (siglo V aC) los médicos se han ocupado de inventar dietas y proponer a sus pacientes las pertinentes y sufridas prácticas, no siempre acertadas pero ...
La historia de España registra uno de estos tratamientos, uno de máxima importancia política. Me refiero al de Sancho I de León, apodado el Craso (o sea, el gordo), quien como en su barrio (el área cristiana de la Península) no encontró una buena clínica tuvo que ir a hacérselo nada menos que a la Córdoba de Abderramán III, el primer califa Omeya. La anécdota es conocida y da para hacer una novela (de hecho, tengo dos al respecto: El viaje de la reina de Ángeles de Irisarri (1991) y Los cipreses de Córdoba de Yael Guiladi (1997), aunque ésta lo refiere apenas incidentalmente). Hacia mediados del siglo X, la España cristiana se extendía desde el Cantábrico al valle del Duero y en el oriente desde los Pirineos a una paralela que no llegaba a alcanzar el Ebro. Entre las varias entidades políticas en que se encontraba dividida sobresalía en extensión y población el Reino de León, sucesor de la originaria monarquía asturiana. Sancho era el hijo de Ramiro II, el Grande, el último rey importante de la corona astur-leonesa (ya Castilla, todavía un condado, andaba entrenando para ser protagonista) y de su segunda esposa, Urraca Sánchez, primogénita de Sancho Garcés I de Pamplona y Toda Aznárez, los casi fundadores del Reino de Navarra. Cuando muere Ramiro en 951 le sucede en el trono leonés Ordoño III, hijo de su primer matrimonio, pero éste muere apenas cinco años después con solo treinta y un años, dejando dos niño de pocos años, Bermudo y Gonzalo, así que la corona va a parar al otro hijo del gran Ramiro, Sancho, que para entonces rondaría los veintiún años y más de doscientos kilos de masa corporal.
Sería excesiva simplificación decir que Sancho no pudo mantenerse en el trono debido a su obesidad. Ciertamente para esos años habían comenzado ya las intrigas entre los distintos intereses del reino que progresivamente debilitarían hasta su ocaso a la monarquía leonesa y, en ese complicado equilibrio entre facciones (los nobles gallegos, los asturianos y leoneses, el crecientemente poderoso conde de Castilla, Fernán González ... y la sombra acechante de la reina Toda, la madre del rey de Navarra) parece que Sancho no supo maniobrar inteligentemente. En el aspecto militar, además, tampoco le fue nada bien. Así que poco más de un año después de su coronación lo derrocan de golpe y sin que nadie en todo el reino se ponga de su parte. Acojonadito y resentido escapa hasta Pamplona, a resguardarse bajo las faldas de su abuela. No fue solo por gordo pues que lo deponen, pero mucho influyó su peso excesivo, al punto que hay autores que piensan que si no lo hubiera sido tanto habría podido seguir como rey. Piénsese que su obesidad era tal que no podía montar a caballo (inadmisible en esos tiempos de reyes guerreros), tenía obviamente graves problemas respiratorios e incluso se decía que estaba imposibilitado de holgar con mujer (a lo que no mostraba mucha apetencia, según insinúa maliciosamente Yael Guiladi, quien por cierto lo hace más joven de lo que realmente era; también esta novelista sugiere que padecía de crisis epilépticas).
En fin, que una vez a salvo en Pamplona, su poderosa abuela Toda se afana en urdir una estrategia para que su nieto favorito vuelva a ser rey de León, y el plan se basa, para desconcierto e indignación de la Cristiandad, en pedir ayuda a Abderramán III quien además resulta que era su sobrino (la abuela paterna del califa fue Onneca Fortúnez, hija de Fortún Garcés, rey de Pamplona, capturados por los moros y rehenes en Córdoba durante casi dos décadas; pero luego, dejando a sus hijos en la capital musulmana, regresó a Navarra y se casó con su primo el conde Aznar Sánchez de Larraún, con quien tuvo un hijo y dos hijas, una de ellas esta Toda). Lo que le pide a Abderramán son dos cosas: que alguno de sus afamados médicos encuentre la forma de adelgazar a Sancho y que, una vez que esté presentable, le apoye militarmente para recuperar el trono leonés. Y el califica, con su habitual agudeza política, acepta, si bien pone como condición que el tratamiento de Sancho y la firma del correspondiente tratado deben hacerse en Córdoba. El médico que obraría el milagro fue un judío jienense, Hasday ibn Saphrut, consejero de confianza del califa y uno de los padres de la llamada edad de oro de la cultura judía en España. Hasday se llegó a Pamplona y convence a la reina madre Toda de que el paciente debe viajar a Córdoba. Justamente ese viaje es el argumento de la interesante novela de Ángeles de Irisarri, en el cual algo hay de invención pero parece que en casi todo se atiene a datos históricos. Si la creemos (porque no he encontrado en ninguna otra fuente "histórica" demasiados detalles) se desplazó una enorme comitiva (en torno a las cuatrocientas personas, contando moros y cristianos), presidida por la propia Toda (que pasaba por entonces de los ochenta), su hijo el rey de Navarra y el derrocado Sancho, quien obviamente hubo de ir acostado casi todo el viaje (Irisarri escribe que fue trasladado hasta el Jarama en una torre de asalto medievalde tres pisos, pero al final de la novela aclara que es invención suya). El viajecito –¡más de 800 kilómetros!– de tan copiosa y lenta caravana duraría más de un mes y estaría plagado de incidentes (o, al menos, así lo hace estar la novelista aragonesa, logrando con esa excusa un buen fresco de la España de mediados del siglo X). Finalmente los navarros llegarían a Cordoba, serían muy bien atendidos por Abderramán y Sancho sometido al drástico adelgazamiento. Transcribo a continuación el párrafo de Irisarri en el que, a la mitad del tratamiento, el judío da cuenta de los progresos a doña Toda.
Corrió el rumor de que don Sancho tenía cosida la boca, que se iba en aguas sucias por arriba y por abajo, y cuando se dijo que había muerto hacía tres días y que ya hedía, la reina Toda, sobrecogida, llamó a Hasday a consulta. El sabio judío se presentó ante la reina y explicó que sí, que don Sancho tenía cosida la boca, que se había ido por arriba y por abajo hasta el punto tal que llegó a temer por su vida, pero que no estaba muerto. No, señora. El rey de León había perdido treinta arrobas pamplonesas, a razón de dos arrobas y media diarias..., que ya podía decir que había perdido la obesidad deformante que padecía, pero que aún era gordo, aunque esperaba que en los veinte días que quedaban para cumplir el plazo establecido, perdería casi otro tanto de peso y quedaría un hombre fornido, algo grueso, pero no craso. Que don Sancho había seguido un régimen alimenticio muy severo, sin comer sólido..., bebiendo agua de sal, de azahar, menta o toronjil, y cocimientos de verduras, bardana, cola de cerezo, diente de león, miel de enebro o arrope de saúco, todo ello en su justa medida... Vuestro nieto el rey sorbe por una pajita que le introducimos en la boca a cada comida y hace siete condumios al día... Cuando la reina preguntó cómo había podido resistir su nieto ese infierno, Hasday le respondió que don Sancho había sido atado a la cama y tratado con sedativos y baños de vapor para sudar, y que se le habían aplicado masajes para que se le fuera tensando la piel... Naturalmente que don Sancho lo había pasado mal. Era un hombre que de no poder contener la gula se había encontrado en un ayuno casi completo, y con los primeros días a dieta entera. Durante ellos, lloró como un niño, golpeó a los ayudantes, a los criados, a los esclavos y al propio Hasday; maldijo su suerte y blasfemó contra vuestro Dios y el nuestro, que Dios le perdone... Entonces ordené que se le atara a la cama y que se aplicaran sedantes. Y os asombraréis, señora: el rey, que no podía moverse apenas a lo largo del viaje, pronto se levantó del lecho con rapidez y se rebeló contra el tratamiento rompiendo todo en derredor y golpeando por doquiera... La reina se enjugó las lágrimas y habló con voz cortada: Prosiga don Hasday. Hizo un gesto como para espantar el dolor y se sorbió la nariz. Las damas y los caballeros leoneses que estaban presentes, también lloraban. El sabio judío prosiguió: Perdidas las quince primeras arrobas, hicimos caminar al rey: un cuarto de parasanga, media... Tuvimos que obligarle y que atarlo con cuerdas y que los esclavos tiraran dellas, pero no fue suficiente. Don Sancho persistía en su indolencia y hube de mandar que se le fabricara un andador a su medida, mesmamente como el de los niños de teta..., para que ansí moviera los miembros sin hacer él el esfuerzo..., y hoy camina una parasanga diaria...
Y al cabo de los cuarenta días que duró la dieta vuelve el judío a informar a la navarra: El médico judío traía cara de albricias. Don Sancho estaba curado, había dado orden de sacarlo del hospital y aposentarlo en el ala noble del palacio, junto a los otros navarros.
—E ¿ha quedado mí nieto sin carnes, señor Hasday?
—Sí, señora, don Sancho ha adelgazado setenta arrobas de Pamplona, quedando a la mitad, algo menos, del peso que traía. Ya no sufre somnolencia, ni dolores en rodillas ni caderas, ni dificultad alguna para respirar... Podrá hacer la vida de todos y, siendo parco en el yantar y no abandonándose a la comodidad, vivir muchos años...
—Yo no sé cómo podré agradeceros que os entregara a un hombre gordo y me lo volváis flaco... ¿Aseguráis que se encuentra bien de salud habiendo perdido tanta carne?
—Sí, señora, incluso ha yacido con mujer.
—¡Válgame el Criador!, la reina hizo un gesto con la mano, os agradezco vuestra franqueza, señor...
—Don Sancho está perfectamente. Ágil de cuerpo como nunca imaginara, despierto de ánimo contento, en fin. En este último mes, ha tratado y hablado mucho con nosotros. Se interesaba por las costumbres moras y judías e, además, ha comenzado a estudiar la lengua árabe y ha gustado de vestir como un musulmán... Mí misión, noble señora, ha terminado... Me ha sido muy grato tratar con vos, señora, espejo de todas las virtudes..., y la aplicación deste tratamiento me ha sido muy útil para mí saber y entender... Escribiré un tratado, si mí Dios, Yavé, lo tiene a bien...
Sancho rondaría los cien kilos al acabar su suplicio, así que no podría calificarse de flaco. Pero ese peso ya era más que aceptable, tanto que parece que no se demoró mucho en cabalgar hacia León con tropas sarracenas y reconquistar sin apenas batallas el reino perdido. No llegó a entregar al califato las diez plazas fortificadas en la frontera del Duero como había pactado con Abderramán III quien, en todo caso, murió en 961, al año y poco de haber vuelto a ocupar el trono. Toda, por su parte, murió con 82 años en octubre de 958, apenas unos meses después de su regreso a Pamplona. Tampoco el protagonista de esta historia pudo disfrutar demasiado de su nueva figura; murió envenenado con una manzana que le había ofrecido un conde gallego rebelde en el monasterio de Castrelo do Miño, a finales de 966. Tenía 31 años y dejaba un hijo, el que sería Ramiro III, de cinco años. Que los nobles descontentos emponzoñaran una manzana en vez de alguna vianda más sustanciosa me hace pensar que, escarmentado, había abandonados sus glotonerías de antaño y se esforzaba en cuidar la alimentación.
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Fat man - Jethro Tull (Stand Up, 1969)
Ya lo dice un refrán: De grandes cenas, están las sepulturas llenas. Recordemos también que cuando Sancho gobierna su famosa ínsula en la segunda parte del Quijote, le ponen un médico que le quita todas las viandas que él más considera de su gusto.
ResponderEliminarQuizás es necesario decir que aunque quizás aquellas gentes tuvieran un límite de masa para hablar de obesidad más alto que el nuestro, estaban más habituados a moverse. El peso, desde luego, influye, pero también el entrenamiento. Véase a los luchadores de sumo, que tienen reducidas esperanzas de vida pero muchas veces demuestran una agilidad sorprendente.
Muy entretenido el post. En cuanto a la novela en la que te basas, presiento algunos incongruencias, como hablar de andadores ( o tacatas), que al menos porbadamente en imágenes no aparece hasta 4 o 5 siglos después.
ResponderEliminarOzanu: El IMC de Sancho I debía andar por 70, cuando según la OMS el tercer nivel de sobrepeso (mórbida) comienza a partir de 40. Me creo que apenas pudiera moverse.
ResponderEliminarLansky: He leído tres o cuatro novelas de la Irisarri y, además de parecerme muy amena y de buena escritura, no suelo pillarle anacronismos ni fallos históricos. Pero todo puede ser ...
Lansky: Me olvidaba; no me baso en la novela de Irisarri. El viaje curativo de Sancho a Córdoba lo conocía desde hace tiempo, antes de leer la novela. Recientemente, he estado leyendo textos de la historia altomedieval española y me he vuelto a topar con la anécdota. De ahí el post y ya que estaba en ello, me acordé de la novela y recurrí a ella.
ResponderEliminarEn otras épocas, a los niños de bebés se les fajaba (limitándolos el movimiento), se les amamantaba hasta muy tarde, después de la salida de los dientes, pero... ¿usar tacatacas o andadores?, eso, en efecto, me suena a anacronismo. Esa frase de la novela de Irisarri que citas me chirría, eefecto
ResponderEliminar"El IMC de Sancho I debía andar por 70, cuando según la OMS el tercer nivel de sobrepeso (mórbida) comienza a partir de 40. Me creo que apenas pudiera moverse."
ResponderEliminarRazón llevas, Miroslav, en el caso de Sancho I. Pensaba yo en la gente entre 25 y 40, que debían en efecto de moverse mucho más y no quedarse viendo la tele.