Los cambios importantes nunca se producen en un día, ni por un solo factor. Tampoco el aumento acelerado del apoyo en Cataluña a la constitución de un Estado propio. Las raíces profundas de esta evolución se hallan, por una parte, en su percepción como grupo nacional de la mayoría de los catalanes. Por otra, la gran mayoría de españoles también perciben a los catalanes como un grupo nacional de tipo diferente, más diferente incluso de lo que se percibe a los europeos, en sentido genérico del término.
Esta percepción es corroborada de forma sistemática, a veces demoledora en algunas de sus manifestaciones, por los estudios de percepciones y actitudes que se han realizado en España en las últimas décadas, en especial al fijar la atención en las actitudes y estereotipos hacia los catalanes. Definen con claridad una relación de tipo eminentemente instrumental, pero emocional y anímicamente tóxica. Es decir, se vive por la gran mayoría de españoles como una mera asociación de conveniencia material. Como es lógico, claro está, su interés puede apreciarse de forma diferente por unos y por otros.
La percepción práctica de la existencia de diferentes grupos nacionales en España nunca se ha traducido en un reconocimiento explícito de esa realidad en la organización constitucional e institucional del Estado. Tal reconocimiento de la realidad es imposible, porque exigiría la transformación del concepto francés de «nación» que ha guiado el proceso de construcción nacional de España. Por eso, no ha cambiado ni cambiará la vocación de España como estado uninacional, que tiene un respaldo masivo entre las élites políticas, funcionariales y económicas españolas, y un respaldo muy mayoritario entre la población. Pero la mayoría de catalanes han rechazado y rechazan su disolución dentro de un Estado uninacional. Ésta es la contradicción básica que está en la base del desencuentro.
Por ello, cuando se reflexiona con un cierto detenimiento no resulta tan extraño que exista tan gran divergencia de actitudes y percepciones en diferentes ámbitos de la realidad. Entre ellos destacan los relacionados con la cultura y la lengua, las relaciones fiscales, o las infraestructuras. Al fin y al cabo, estos ámbitos son fundamentales por lo que respecta a la identidad nacional y la vitalidad cultural, a la contribución (o perjuicio) del sector público al bienestar material de los ciudadanos y a la provisión de servicios públicos modernos, y a las oportunidades de bienestar para el futuro. Es lógico que se generen, por tanto, conflictos de equidad y distributivos.
La empatía entre grupos nacionales en España nunca ha gozado de buena salud, y el paupérrimo estado que ha alcanzado en las últimas décadas hace que se polaricen todavía más las percepciones de la realidad, tan contradictorias como han reflejado los análisis de políticas públicas efectuados. Mirado en frío, ésta es una dinámica muy habitual cuando grupos diferentes son forzados, por circunstancias de la historia, a participar en una misma organización.
Pero la acumulación de desconfianza mutua supone un obstáculo de gran magnitud al funcionamiento eficaz de la organización; en nuestro caso, del Estado español. La percepción recíproca de deslealtad y de falta de confianza es un impedimento para el diseño de proyectos de futuro compartidos; y sin éstos, no hay cohesión, y no hay futuro (que realmente valga la pena).
Reconozcamos que todos (o la gran mayoría) lo hemos intentado. La España de la Transición intentó cambiar sus estructuras de poder e institucionales para dar una respuesta a su pluralidad real, pero había demasiadas restricciones de entorno, y la pretensión de mantener el control centralizado y la jerarquía de poder en España fue irresistible. Los proyectos catalanes de intervención en la política estatal, a veces puestos en práctica de forma no muy ejemplar, fueron agotándose paulatinamente, pasada la «edad dorada» de la restauración de la democracia y de la incorporación al espacio social, económico y cultural europeo. La recentralización activada abiertamente a partir de la segunda mitad de la década de 1990 aceleró el proceso.
Muchos catalanes habían depositado la confianza en el proyecto federal de reforma de España. Ciertamente, el federalismo es un término que puede entenderse de diferentes formas, pero esto ya ha dejado de tener importancia. En lo fundamental, se trataba de convertir un Estado de matriz castellana y vocación uninacional en un Estado plurinacional, la España plural. También ya da bastante igual que lo de «España plural», que tuvo su momento álgido de corrección política, haya adquirido un significado distinto cada vez que se esboza el concepto.
Ésa era, seguramente, la única fórmula capaz de crear una nueva historia de encuentros satisfactorios, un nuevo registro de confianzas recíprocas que permitiese mejorar el funcionamiento de la organización estatal y diseñar proyectos compartidos. Pero el federalismo (el que pretendía transformar la naturaleza uninacional de España) incurrió en un pecado original: querer cambiar a quien no quiere cambiar. Me parece muy instructiva la afirmación de Amos Oz, eminente novelista y pacifista israelí, en su libro Contra el fanatismo: «La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a otra gente a que cambie». Lo sabemos de sobra en las relaciones interpersonales; necesitamos aprenderlo, todos, para las relaciones colectivas. La mayoría de españoles desea un Estado uninacional, porque otro tipo de estructura les produce una sensación de pérdida de control, de inseguridad; la mayoría de catalanes prefiere un Estado propio a una España uninacional. Nadie debería querer cambiar al otro.
Por supuesto, aún quedan catalanes que creen que la respuesta apropiada a los problemas que han centrado esta reflexión es seguir intentando cambiar España; aunque una parte de ellos sabe para sí que es imposible. Hay también catalanes a quienes España les gusta como es. A otros catalanes nunca les gustó España y nunca creyeron que pudiese ser de otra forma; son quienes desde siempre han preferido tener un Estado propio.
Todos estos «tipos»de aproximación a la cuestión son importantes y dignos de respeto, pero en ninguno de ellos se encuentra la respuesta a nuestra primera cuestión central: ¿por qué ha aumentado tanto y tan rápidamente el apoyo a la independencia en Cataluña?
A mi juicio, el factor principal ha sido la frustración de la expectativas y esperanzas puestas en la transformación de España. Para muchos catalanes, esta experiencia se ha convertido en un encuentro fallido, en un desencuentro. Y, una vez fracasada la estrategia de reforma, las alternativas disponibles quedan reducidas a dos: la asimilación y disolución en una España uninacional, o la creación de un Estado propio. La mayoría de estos catalanes ha optado por pasar a apoyar la independencia, aunque ésta no hubiese sido su opción óptima. Cuando la voz ha fallado, la salida se convierte en el último recurso.
La otra cuestión central era: ¿esta evolución es coyuntural –pasajera– o estructural –permanente–? Es difícil responder con seguridad. Dicho esto, me parece muy probable que sea estructural, puesto que se ha vaciado el depósito de confianza, y sin un cierto grado de confianza no veo cómo puede persuadir cualquier propuesta de persistir en el intento. Además, recordemos, hemos aprendido que no es bueno –ni se debe– obligar a que otros cambien.
Del Epílogo de Anatomía de un desencuento (Destino, 2013) de Germà Bel.
Debe de ser porque en realidad pienso que "nación" no quiere decir nada por lo que me resulta imposible compartir este análisis tuyo.
ResponderEliminarPor lo que afirmaciones como que "la mayoría de los españoles también percibe a los catalanes como un grupo nacional de tipo diferente" me dan la impresión de estar leyendo un relato de política ficción. Personalmente estoy convencido de que la mayoría de españoles, perciba a los catalanes como los perciba, desde luego no lo percibe como un grupo nacional.
Creo que el de "nación", en el sentido en que lo usan los nacionalistas y no en el de mero sinónimo de "país" o "estado" en el que hasta hace relativamente poco lo usábamos pacíficamente las personas normales, es un concepto completamente artificial, en el sentido de que no se refiere a nada realmente existente fuera de las cabezas de quienes han decidido que exista algo a lo que llamar así.
Dudo mucho, por eso, que haya tampoco una mayoría de catalanes que se perciba a sí mismos como un "grupo nacional".
Creo que que un grupo humano se perciba a sí mismo como un "grupo nacional" puede querer decir dos cosas:
-Que entiende "nación" en el sentido habitual de "país" o "estado", y en ese caso la percepción es simplemente, la mera constatación de que ese grupo humano es el conjunto de ciudadanos de un estado realmente existente. En este sentido, y en ningún otro, creo que la mayoría de los españoles pensaríamos en "los españoles" como un "grupo nacional" si nos diera por utilizar una terminología tan ajena a nuestras costumbres e intereses. (Y, desde luego, como un único grupo nacional, ya que hay un único estado español. La enorme mayoría de los españoles, creo, no cree ni remotamente que existan "diferentes grupos nacionales" en España. Y creo también que hace muy bien. Yo, al menos, no creo tal cosa, ni si la creyera pretendería que se sacaran de ella más conclusiones constitucionales ni institucionales que las que pueden sacarse de creer que hay en España distintos grupos de color de pelo o distintos grupos de aficionados a diferentes equipos de fútbol).
-Que entiende "nación" en el sentido mítico, sacrosanto y atemporal que le atribuyen los nacionalistas, y en este caso, a mi juicio, la percepción es siempre el fruto de un intenso condicionamiento ideológico y emocional. Que desgraciadamente han sufrido muchos catalanes, sí, pero estoy convencido de que no una "gran mayoría", ni siquiera la mayoría. También la hemos sufrido muchos españoles respecto de la "España eterna", y también hemos pasado, felizmente.
Claro que no resulta extraño que exista "tan gran divergencia de actitudes y percepciones en diferentes ámbitos de la realidad", entre los que destacan "los relacionados con la cultura y la lengua, las relaciones fiscales, o las infraestructuras". Ni que "se generen conflictos de equidad y distributivos". Pero ni en la sociedad española, supuestamente "plurinacional", ni en ninguna otra, por homogénea que sea y desprovista que esté de grupos que se consideren a sí mismos "grupos nacionales". Son, sencillamente, los conflictos normales que se dan entre los seres humanos que viven en sociedad. Entiendo que los nacionalistas quieran presentarlos como prueba de la existencia de "su" conflicto, pero no creo que debamos seguirles el juego. Ese es, precisamente, uno de los síntomas de esa peligrosa enfermedad que a mi juicio es el nacionalismo, interpretarlo todo desde la óptica aberrante y deformante de su "nación".
A mí, al menos, no van a cambiarme, quiéranlo o no. Deploro que una gran cantidad de conciudadanos sufra lo que a mi juicio es una enfermedad emocional grave, pero mi solidaridad con ellos no llega al extremo de estar dispuesto a que me la contagien.