Desdoblo la hamaca y la apoyo sobre el césped. Al echarme, la lona, atada al armazón metálico por varias cuerdas, se hunde bajo mi peso. Hemos acabado de almorzar hace unos minutos. Suena la sinfonía de un compositor checoslovaco de mediados del XX de cuyo nombre no me acuerdo, aunque el locutor de Radio 3 lo ha repetido unas cuantas veces: violín que delinea la melodía con una orquesta algo errática. Pretendo leer por un rato pero enseguida mi cuerpo se afloja y las ganas se desvanecen.
Este fin de semana, por fin, hace buen tiempo. El cielo casi limpio, el aire casi sin viento, menos humedad, poco frío. El sol de invierno, todavía alto pero ya cayendo hacia Poniente, me acaricia suavemente desde atrás; ligera calidez en la calva y la cara, compensada con una agradable brisa fresca que huele a mar y me destapa la nariz. Cierro los ojos sin apretar los párpados; sobre éstos siento el cosquilleo tenue de la luz y comienza el espectáculo de policromías cambiantes, manchas de colores inducidas que mi cerebro (imagino) convierte en sucesiones de imágenes pictóricas.
Música, luces y sensaciones, todo ello en sutiles armonías, exaltan mis sentidos produciendo, a la vez, una relajación cada vez más profunda del cuerpo. Éste, poco a poco, se va transformando en un peso muerto, ajeno, que quisiera destensar su masa, disolverla en la superficie de la hamaca. Especialmente noto el proceso en las piernas, cómo sus fibras se van abriendo, despegando, y al hacerlo pareciera que emiten quejidos que son dolores gustosos, placenteros. A medida que voy abandonando mi cuerpo yacente entro más a fondo en un estado somnoliento y, sin estar dormido del todo, sueño sueños hechos retazos de imágenes y pensamientos en combinación surrealista.
K, mientras tanto, pasea por los alrededores. El perro se me sube encima, sobre las piernas, como si quisiera acelerar la desmasificación de éstas. La perra se mete debajo la hamaca, aunque cada cierto rato, sale para ladrar enfadada a nadie, más que nada –me parece a mí– para dejar testimonio de su territorialidad. No hay más ruido que la música del checo salpicada por los trinos de canarios silvestres. Una delicia, algo que pocas veces me permito y que siento que mi cuerpo me agradece. Ha pasado casi una hora. Poco a poco, mi cerebro va despertando a la realidad cotidiana, mis músculos comienzan a recuperar las tensiones habituales, mi organismo entero me dice que ya hay que poner fin al descanso.
En un jardín como el de la fotografía es fácil relajarse y reconciliarse con el mundo.
ResponderEliminarEn efecto, siempre que el tiempo acompañe ...
EliminarDesde antes de los epicureos es uno de los posibles paraisos: una hamaca, un jardín o mejor un huerto, y unas vistas. Que lo disfrutes
ResponderEliminarUn paraíso, sí, al que no estoy acostumbrado. Tengo que aprender a disfrutarlo.
EliminarEnvidia sana me da esa vista y, sobre todo, la alberca.
ResponderEliminarUn saludo, :)
La vista es fantástica, pero casi mejor la que hay hacia atrás, con la presencia imponente del Teide nevado (eso sí, se ve pocas veces debido a la abundancia de cielos nubosos que llevamos).
EliminarMe ha gustado que uses la palabra alberca y no piscina; tiene una connotación rural que viene muy ajustada al inmueble de que se trata.