A mediados del XIX Madrid, con poco más de doscientos cincuenta mil habitantes, era un poblachón compacto de unos cuatro kilómetros cuadrados, si bien con dos importantes añadidos en sus lados Este y Oeste: el Parque del Buen Retiro y el Palacio Real. Sus límites quedaban definidos por la cerca que cerraba la ciudad, más por motivos fiscales (todo producto que entrara o saliera de la capital había de pagar los correspondientes impuestos) que defensivos, con sus correspondientes puertas (cinco) y portillos (14), que cerraban durante la noche. En 1846, al principio del reinado efectivo de Isabel II, el ministerio Pidal propone que se haga un plano para el ensanche de la Villa, pero Mesonero Romanos, influyente concejal del Ayuntamiento, se opuso al entender que los esfuerzos debían dirigirse a la reforma interior de la población y no a su expansión. Conviene decir que para entonces ya se había constituido una sociedad mercantil dispuesta a enriquecerse con los réditos de las inmensas operaciones inmobiliarias, en emulación de lo que estaba ocurriendo en París bajo el impulso de Haussmann y que tan maravillosamente nos ha relatado Zola. Pero las ansias de los especuladores, capitaneados por el poderoso Marqués de Salamanca –bestia negra del Bienio Progresista– hubieron de esperar (presionando entretanto, se entiende) hasta que, acabadas las veleidades reformistas, llegó a la Presidencia del Consejo el general O'Donnell y en 1860 se aprueba por Real Decreto el anteproyecto de Ensanche de Madrid (del ingeniero Carlos María de Castro que se inspiró en el barcelonés de Cerdá). Es el banderazo de salida para la frenética expansión urbana, para la construcción de la capital burguesa, integrando a Madrid en las corrientes urbanísticas de la época. La superficie que se ordenaba, con el trazado detallado de todas las futuras calles, cubría la friolera de 2.300 hectáreas; es decir, casi multiplicaba por cinco la extensión consolidada, una proporción desmesurada y cuya consolidación no se alcanzaría hasta la II República. Como puede verse en el plano original que adjunto, basándose en un modelo reticular con algunas diagonales y plazas circulares en cruces estratégicos, el esquema reforzaba el trazado de la antigua cerca convirtiéndola en un recorrido perimetral (los bulevares al Norte, las rondas al Sur) y además definía el límite del ensanche también mediante una amplia avenida de circunvalación que llegaba en sus dos extremos al Manzanares (la pata Norte que habría debido prolongar la actual Reyes Católicos nunca se ejecutó ni tampoco la conexión directa del extremo norte de San Francisco de Sales con la glorieta de Cuatro Caminos; pero a partir de ahí, el plano actual recoge fielmente el de Castro: Raimundo Fernández Villaverde, Joaquín Costa, Francisco Silvela, Doctor Esquerdo, y la muy reciente avenida del Planetario). Conviene señalar que para esas fechas –y durante los cien años siguientes– el término municipal de Madrid no se extendía mucho más allá del espacio que se proyectaba para el crecimiento urbano, salvo en el extremo Oeste, donde quedaba (y ahí sigue) la Casa de Campo, posesión de la Corona. Hasta que se los anexionó después la Guerra Civil, el término municipal de Madrid lindaba con los circundantes de Húmera, Aravaca, El Pardo, Fuencarral, Chamartín de la Rosa, Canillas, Vicálvaro, Vallecas, Villaverde y Carabanchel Bajo.
Demos un salto de más de medio siglo, hasta 1914, cuando José Sánchez Guerra, ministro de Gobernación con Eduardo Dato, presenta un primer intento de Ley para regular la urbanización de los suburbios; es decir, de las áreas al exterior de los ensanches, de las ciudades planificadas. De hecho, aunque no se decía así entonces, los poblados informales que surgían en los extrarradios no eran sino la respuesta espontánea de los marginados del mercado inmobiliario oficial, bien apoyados en caseríos preexistentes bien de espontánea y nueva formación. Con cierta ingenuidad propia del ideario biempensante de una burguesía todavía ochocentista, el Gobierno cree que lo que ha de hacerse es extender el régimen planificador de los ensanches a la totalidad de cada término municipal, sentando así las bases de lo que años después –en 1956– vendría a ser la figura del Plan General (aún vigente) y el principio –nunca cuestionado seriamente hasta la fecha– de que compete a los Ayuntamientos planificar sus crecimientos urbanísticos. Es ilustrativo reproducir un fragmento del preámbulo de ese Proyecto de Ley: "Allí donde la acción urbana no llega por limitaciones de la Ley y de los ingresos municipales o por cualquier otra causa, se acumulan barriadas inmundas y misérrimas, en donde los estímulos de exagerada economía, alguna vez la codicia explotadora de los propietarios, y siempre las desgraciadas consecuencias de la incultura y la pobreza, van tejiendo una red infecciosa que oprime y contamina las grandes ciudades, dándose el caso de que el contraste más deplorable se ofrezca en España entre el vivir de las grandes poblaciones y el de sus anejos o barriadas extremos". Por esas fechas, el Ayuntamiento de Madrid había encargado al ingeniero municipal Núñez Granés (incorporado como funcionario después de pasar varios años en Cuba ocupándose de las fortificaciones de La Habana) el estudio de la urbanización del extrarradio, en donde se disponían pequeños núcleos: el arrabal de Cuatro Caminos que creciendo a lo largo de la carretera de Francia (la actual Bravo Murillo) llegaba a unirse con el poblado de Tetuán; la barriada de Prosperidad –surgida hacia mediados del XIX mediante un proceso de parcelación de tierras agrarias a ambos lados del camino a Hortaleza–; La Guindalera, pegadita al borde del Barrio de Salamanca pero al exterior del límite del Ensanche, lo que permitió una operación inmobiliaria especulativa sin prácticamente control administrativo; la colonia de chaletitos adosados de estilo modernista, llamada Madrid Moderno, que estaba junto a la actual plaza de toros y de la que ya no queda sino una veintena de supervivientes en las actuales calles Castelar y Roma ... Y sólo menciono los poblados que ocupaban el sextante noreste –entre la carretera de Francia y la de Aragón– y no sigo bordeando el límite del Ensanche porque el post se haría muy largo.
En 1916, a poco de pasar de alcalde de Madrid a ministro de Gobernación con Romanones, Joaquín Ruiz Jiménez (padre del político democristiano de la Transición) presentó otro proyecto de Ley para urbanizar la periferia de la capital ya que "de persistir por más tiempo el anárquico estado del extrarradio, llegaría nuestra metrópoli a estar completamente rodeada por un conjunto de suburbios infecciosos y antiestéticos que constituirían un grave peligro para la salud pública y una notoria prueba de atraso e incultura". Como escribe Martín Bassols en la que sigue siendo la referencia imprescindible para conocer los orígenes del complejo tinglado de nuestro derecho urbanístico (Génesis y evolución del Derecho Urbanístico español, 1973), la importancia y novedad de esta iniciativa legal es que por primera vez se plantea en nuestro país una política de municipalización del suelo. Así, para llevar a cabo las actuaciones, el Proyecto plantea dos soluciones alternativas: o bien que el Ayuntamiento expropie los terrenos necesarios para las grandes arterias dejando a los particulares la urbanización de los polígonos interiores a éstas, o bien que se expropie la totalidad de los terrenos para la expansión de la ciudad que luego podrían cederse en usufructo a los promotores mediante el pago de cánones anuales. Si bien el coste inicial de esta segunda opción era bastante mayor, suponía prever unos ingresos continuados para el municipio pero, sobre todo, se planteaba –y hace ya un siglo de esto– la cuestión central del debate sobre el crecimiento urbano: que los aumentos del precio del suelo beneficiaran al Ayuntamiento y no a los propietarios (como ya se había sobradamente comprobado que ocurría con la urbanización del Ensanche). El Proyecto no superó el trámite parlamentario y su revolucionaria propuesta suscitó gran oposición en la Cámara, liderada por Juan de La Cierva y Peñafiel, político conservador y vocero del más reaccionario caciquismo de la época. Tampoco llegó a aprobarse el siguiente Proyecto de Ley (1918) del ministro García Prieto que, con bastante menos ambición, planteaba una especie de "enajenación temporal" por el Ayuntamiento de los terrenos para la expansión urbana. Se abandona pues la pretensión de que mediante la intervención directa los Ayuntamientos fueran los beneficiarios de las plusvalías derivadas de la expansión urbana, asumiéndose implícitamente que éstas forman parte del contenido del derecho de propiedad privado e iniciándose ensayos (proyectos de Ley de Santiago Alba de 1916 y 1918) para gravar por vía fiscal esos incrementos de valor.
Es importante resaltar que estos primeros balbuceos del derecho urbanístico español son todavía previos a lo que podríamos denominar planteamientos generales desde una comprensión integral de los fenómenos urbanos (tanto de expansión como de actuaciones sobre las ciudades consolidadas). Acabada la Primera Guerra Mundial, nuestro país sufre una brusca transformación social –crisis de las regiones agrícolas en contraposición con el auge de las zonas industriales– que acelera un proceso de migraciones hacia los principales núcleos urbanos (sobre todo, Madrid, Barcelona y el País Vasco). En este contexto, llegan a España las nuevas concepciones sobre el urbanismo (provenientes del Movimiento Moderno y su famosa Carta de Atenas de 1933) y se comienza a reclamar la necesidad de una legislación general que compendie y unifique las diversas normas previas, algo que no se lograría hasta la Ley del Suelo de 1956, cuya estructura sigue siendo la base de nuestro derecho urbanístico actual (a través de las reformas del Estado o por las leyes autonómicas sólo aparentemente de "nueva planta"). Si hace un siglo, de la mano de los partidos alfonsinos –nada sospechosos de izquierdismo radical– hubiese germinado la elemental tesis de que las plusvalías derivadas del crecimiento urbano, en tanto tienen su origen en la comunidad y no en la inversión o el trabajo del propietario, deben ser públicas y, consiguientemente, destinarse a los intereses públicos, totalmente distinto habría sido el proceso de urbanización (y destrucción) que sufrió la geografía de nuestro país durante las siguientes décadas. Y no sólo eso, también habría sido completamente distinta la evolución de la economía española y, con altísima probabilidad, seríamos ahora una sociedad bastante menos desigual y con una estructura productiva mucho más saneada y sostenible. Pero es que en este caso, como en tantos otros, la historia de España es la las oportunidades perdidas (para la mayoría, no para los pocos que se han encargado de frustrarlas en su provecho).
En 1916, a poco de pasar de alcalde de Madrid a ministro de Gobernación con Romanones, Joaquín Ruiz Jiménez (padre del político democristiano de la Transición) presentó otro proyecto de Ley para urbanizar la periferia de la capital ya que "de persistir por más tiempo el anárquico estado del extrarradio, llegaría nuestra metrópoli a estar completamente rodeada por un conjunto de suburbios infecciosos y antiestéticos que constituirían un grave peligro para la salud pública y una notoria prueba de atraso e incultura". Como escribe Martín Bassols en la que sigue siendo la referencia imprescindible para conocer los orígenes del complejo tinglado de nuestro derecho urbanístico (Génesis y evolución del Derecho Urbanístico español, 1973), la importancia y novedad de esta iniciativa legal es que por primera vez se plantea en nuestro país una política de municipalización del suelo. Así, para llevar a cabo las actuaciones, el Proyecto plantea dos soluciones alternativas: o bien que el Ayuntamiento expropie los terrenos necesarios para las grandes arterias dejando a los particulares la urbanización de los polígonos interiores a éstas, o bien que se expropie la totalidad de los terrenos para la expansión de la ciudad que luego podrían cederse en usufructo a los promotores mediante el pago de cánones anuales. Si bien el coste inicial de esta segunda opción era bastante mayor, suponía prever unos ingresos continuados para el municipio pero, sobre todo, se planteaba –y hace ya un siglo de esto– la cuestión central del debate sobre el crecimiento urbano: que los aumentos del precio del suelo beneficiaran al Ayuntamiento y no a los propietarios (como ya se había sobradamente comprobado que ocurría con la urbanización del Ensanche). El Proyecto no superó el trámite parlamentario y su revolucionaria propuesta suscitó gran oposición en la Cámara, liderada por Juan de La Cierva y Peñafiel, político conservador y vocero del más reaccionario caciquismo de la época. Tampoco llegó a aprobarse el siguiente Proyecto de Ley (1918) del ministro García Prieto que, con bastante menos ambición, planteaba una especie de "enajenación temporal" por el Ayuntamiento de los terrenos para la expansión urbana. Se abandona pues la pretensión de que mediante la intervención directa los Ayuntamientos fueran los beneficiarios de las plusvalías derivadas de la expansión urbana, asumiéndose implícitamente que éstas forman parte del contenido del derecho de propiedad privado e iniciándose ensayos (proyectos de Ley de Santiago Alba de 1916 y 1918) para gravar por vía fiscal esos incrementos de valor.
Es importante resaltar que estos primeros balbuceos del derecho urbanístico español son todavía previos a lo que podríamos denominar planteamientos generales desde una comprensión integral de los fenómenos urbanos (tanto de expansión como de actuaciones sobre las ciudades consolidadas). Acabada la Primera Guerra Mundial, nuestro país sufre una brusca transformación social –crisis de las regiones agrícolas en contraposición con el auge de las zonas industriales– que acelera un proceso de migraciones hacia los principales núcleos urbanos (sobre todo, Madrid, Barcelona y el País Vasco). En este contexto, llegan a España las nuevas concepciones sobre el urbanismo (provenientes del Movimiento Moderno y su famosa Carta de Atenas de 1933) y se comienza a reclamar la necesidad de una legislación general que compendie y unifique las diversas normas previas, algo que no se lograría hasta la Ley del Suelo de 1956, cuya estructura sigue siendo la base de nuestro derecho urbanístico actual (a través de las reformas del Estado o por las leyes autonómicas sólo aparentemente de "nueva planta"). Si hace un siglo, de la mano de los partidos alfonsinos –nada sospechosos de izquierdismo radical– hubiese germinado la elemental tesis de que las plusvalías derivadas del crecimiento urbano, en tanto tienen su origen en la comunidad y no en la inversión o el trabajo del propietario, deben ser públicas y, consiguientemente, destinarse a los intereses públicos, totalmente distinto habría sido el proceso de urbanización (y destrucción) que sufrió la geografía de nuestro país durante las siguientes décadas. Y no sólo eso, también habría sido completamente distinta la evolución de la economía española y, con altísima probabilidad, seríamos ahora una sociedad bastante menos desigual y con una estructura productiva mucho más saneada y sostenible. Pero es que en este caso, como en tantos otros, la historia de España es la las oportunidades perdidas (para la mayoría, no para los pocos que se han encargado de frustrarlas en su provecho).
My city was gone - The Pretenders (Learning to Crawl, 1982)
Es un resumen muy bien contado, te felicito
ResponderEliminarGracias (que tú lo llames resumen me da qué pensar)
EliminarEspaña, en general, es una oportunidad tremendamente desaprovechada.
ResponderEliminarEspaña como una oportunidad desaprovechada más que como una acumulación de oportunidades desaprovechadas ... Interesante
EliminarBonitos mapas. ¿O debería decir planos? ;-)
ResponderEliminarYo diría planos, pero tú mismo ...;-)
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