Primer enunciado: la lógica interna del capitalismo conduce inexorablemente a expandir la actividad económica –basada en el incremento de beneficios– al mayor número posible de actividades humanas, lo que a su vez exige el sometimiento a la propiedad privada del mayor número posible de cosas. Así, el que no es exagerado calificar como el más importante economista de los tiempos modernos (medida la importancia en términos de influencia sobre las sociedades humanas), Milton Friedman, sostuvo toda su vida que había de someterse al "libre mercado" la práctica totalidad de la actividad, limitándose el Estado a proveer los servicios mínimos imprescindibles para que el capitalismo pudiera desenvolverse sin ninguna traba. Esos servicios casi pueden reducirse a los represivos para asegurar las condiciones de orden público necesarias para que los agentes capitalistas desarrollen sus actividades sin interferencias, evitando, entre ellas, las incómodas reacciones contrarias al mercado que, con repetitiva insistencia, suelen protagonizar quienes no se sienten partícipes de los cuantiosos beneficios del crecimiento económico. Desde luego, para Friedman y sus seguidores –cuyo discurso es actualmente el prevalente–, entre esos servicios que ha de proveer el Estado al margen del mercado no se encuentran, por ejemplo, la sanidad o la educación.
Segundo enunciado (consecuencia del anterior): para quienes están convencidos de que el capitalismo es el sistema ideal, la mejor forma –si no la única– de que funcione la economía y, consiguientemente, de resolver las necesidades materiales de la humanidad, la peor de las pesadillas es que el Estado aboliera la propiedad privada (de los medios de producción). Esa pesadilla ocurrió en 1917 en el país más grande del mundo (en extensión), dando origen a la Unión Soviética. Tras la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la Europa del Este cayó bajo el área de influencia de la URSS conformándose varios estados comunistas. Además, en el marco de la posterior Guerra Fría (especialmente a través de los procesos de descolonización a partir de los sesenta), en muchos países africanos y asiáticos también se impusieron gobiernos comunistas. Como es lógico, la lucha contra el comunismo liderada por los poderosos USA, se convirtió en el mantra indiscutible del "mundo libre" (aunque de éste formaran parte países que, ni siquiera bajo una óptica formal, fueran democráticos, entre ellos el nuestro). Esa guerra duró siete décadas del siglo pasado y, como es más que sabido, acabó con la victoria absoluta del capitalismo; el comunismo se rindió sin condiciones, fue completamente derrotado y extirpado para siempre: fin de la Historia (Fukuyama).
Tercer enunciado: la Gran Depresión de los Treinta fue probablemente la gran crisis que frenó en seco la expansión del capitalismo y puso de manifiesto sus desastrosos efectos sobre la inmensa mayoría de la población mundial, y en especial, en las sociedades desarrolladas europeas y norteamericanas. Como es de sobra sabido, la primera respuesta efectiva se dio en Estados Unidos bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, implementando la política económica que se llamó New Deal. En Europa, en cambio, la crisis de los treinta acabó con la Segunda Guerra Mundial y su la debacle de muerte y destrucción consecuente (nosotros nos adelantamos en la catástrofe); así que la remontada económica hubo de esperar en nuestro continente a la segunda parte de los cuarenta (y en España hasta avanzados los cincuenta). En ambos entornos –USA y Europa–, pero también en Japón y varios países latinoamericanos, la ideología dominante pasó a ser que no podía dejarse la economía a la voluntad de los mercados y que el Estado debía de intervenir, tanto de agente inversor en sí mismo como de regulador de los mecanismos capitalistas, para evitar los excesos que habían llevado al crack del 29. Con este sustento teórico –que odiaban Friedman y sus colegas de la universidad de Chicago– se fue construyendo el llamado Estado del Bienestar (aunque me gusta más Estado Social) en la mayoría de los países occidentales, aunque con distintos grados de intensidad y extensión.
¿Significa esto que en las décadas centrales del siglo XX los capitalistas se habían convencido de que el sistema se había desbocado y de que era necesario embridarlo? No, en absoluto. Habían comprobado, claro, que el capitalismo feroz suponía para una gran mayoría de la población durísimas condiciones de vida, pero eso era algo a lo que los que se lucraban –y mucho– del sistema ya estaban acostumbrados desde tiempos inmemoriales y uno no se hace rico albergando patéticas compasiones. Sin embargo, también se dieron cuenta de que esas muchedumbres empobrecidas estaban muy cabreadas. Históricamente la ira de esa gente no les había importado; bastaba recurrir a las fuerzas de orden público para acabar con los intentos revolucionarios. Pero desde el triunfo de la Revolución Rusa existía ya un referente real para el movimiento obrero, un país donde se había acabado con el capitalismo. Así, la mera existencia de la URSS hizo que en Occidente, quienes se oponían al capitalismo, supieron que había una alternativa, que éste no era inevitable (una ley tan absoluta como las de la Física, nos dicen ahora). Y esta referencia los volvió mucho más poderosos, hizo que los capitalistas sintieran miedo.
Seguramente Keynes (y los economistas del New Deal) creería sinceramente en la necesidad de regular el capitalismo y de la intervención del Estado en la economía. Pero la puesta en práctica de todas estas teorías no fue la consecuencia de ningún convencimiento intelectual de los líderes políticos, quienes no habrían podido hacerlo sin el permiso de los poderes fácticos (del capital). Y los poderes fácticos admitieron que esas nuevas teorías económicas se llevaran a la práctica porque las mismas abrían una tercera vía, daban otra alternativa a las reivindicaciones populares distinta de la del comunismo. De tal modo, el objetivo ideológico de los señores del dinero durante la Guerra Fría fue doble: de un lado, acogotar lo más posible el desarrollo económico de la Unión Soviética y sus países satélites para demostrar que el comunismo no era una opción viable; de otro, sin desmontar el capitalismo, limitar su voracidad y otorgar compensaciones sociales para lograr un mayor consenso público con el sistema económico. Ambos objetivos se lograron.
Pero el comunismo se derrumbó y, como consecuencia casi instantánea, se dio un brutal giro ideológico (la llamada revolución conservadora de Reagan y Thatcher). De pronto, las teorías keynesianas y análogas pasaron a ser erróneas y se recuperó a toda prisa el discurso neoliberal de Friedman (que, por cierto, se había ensayado en los setenta en el Cono Sur americano). Para nada importaba que la gran mayoría de la población que había sido gobernada en las décadas anteriores bajo políticas "socialdemócratas" hubiera mejorado sensiblemente sus niveles de vida; tampoco que los experimentos económicos brutalmente impuestos en Chile, Argentina o Brasil hubiesen llevado sus economías al desastre. Al fin y al cabo, los intereses de los grandes capitalistas nada tienen que ver con los de "la gente" (es más, suelen ser contrarios), por mucho que se nos cuente la teoría del crecimiento económico que se "filtra" de arriba hacia abajo. Desaparecido el comunismo, demostrada su inviabilidad por la Historia –pero la Historia nunca demuestra nada–, el miedo de los señores del dinero también se disipó: sus víctimas se habían quedado sin opciones, y ahora podían dedicarse a recuperar a pasos acelerados –con sabrosas ganancias– las concesiones que admitieron cuando estuvieron obligados a vestir pieles de cordero. Y a fe que lo llevan haciendo, sin que parezca que su voracidad tenga límites. Por eso, quienes hemos tenido la suerte de vivir pasados años en Occidente deberíamos estar agradecidos a la Unión Soviética (probablemente, también la gran mayoría de rusos, visto lo que ocurrió allí –como en tantos otros sitios– con Yeltsin).
Friedman da miedo, pero quien debería aterrarnos es Ayn Rand:
ResponderEliminarhttp://vicisitudysordidez.blogspot.com.es/2012/02/ayn-rand-como-convertir-los-freaks-en.html
No, Ozanu, no es lo mismo. Que a los neoliberales le guste esta escritora no significa que sus teorías económicas provengan de ella. Pero algún día habría que hablar de esa mujer. Por lo pronto, si no lo has hecho, te recomiendo que leas "El manantial" (no es una recomendación literaria, of course).
EliminarDesde luego, era un contrapeso para los humildes del 'mundo libre'
ResponderEliminarPara los humildes y para los no tanto. Yo diría que para todos salvo para los super-ricos. El estado social (o del bienestar) tal como llegamos a conocerlo existe en gran medida gracias al comunismo y la Guerra Fría.
EliminarYo trabajaba entonces en Telefónica y lo noté, lo notamos, de forma casi inmediata. Un ejemplo, entre muchos: hasta el año 89, por Reyes, la Compañía repartía juguetes para los hijos de los empleados. Esto se acabó en el año 91. Luego fue llegando todo lo demás.
ResponderEliminarEl proceso, en España, empezó hacia mediados de los ochenta, con los gobiernos de González, primero tímidamente y, dada la indiferencia generalizada, con más descaro cada vez. Supongo que para el 89, quienes estuvieran en el ajo ya tenían claro que Telefónica se iba a privatizar (ocurrió en el 95).
EliminarSí, Miroslav, se sabía. Y quienes mejor lo sabían eran los sindicatos, que ya estaban comprados y no propusieron ni la menor oposición.
EliminarLos sindicatos 'comprados' no son los miles de sindicalistas comprados, un respeto (en todas partes hay poltronas)
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