La otra noche le hice escuchar a Mozart, por los altavoces de mi ordenador, algunas canciones de blues-rock de los setenta. Wolfgang Amadeus, sí, el mismo. ¿Que qué hacía Mozart en mi casa? Bueno, es largo de contar y tampoco ahora viene al caso. Digamos que conozco algunos truquillos para convocar a ciertos personajes fallecidos y, en este caso, me interesaba conocer la opinión de este hombre sobre la música que se haría casi doscientos años después de su muerte. Le interesó mucho y, para mi sorpresa, no le sorprendió tanto como esperaba. Pero antes de dedicarnos a escuchar música me obligó a explicarme el prodigio que sí le maravillaba: ¿cómo era posible que de esas dos cajas forradas de tela salieran a mi voluntad los sonidos que escuchábamos?
Como tantas otras cosas que forman parte de nuestra vida cotidiana, asumimos como normal que los sonidos se graben para poder escucharlos luego cuando nos apetezca. Naturalmente, la gran mayoría de nosotros no tenemos ni idea de cómo es posible. El sonido son ondas que se transmiten por el aire (o a través de cualquier otro medio) desplazando las moléculas de éste; ese movimiento ondulatorio o esa sucesión en el tiempo de partículas vibrantes llega a nuestros oídos y lo "interpretamos" como sonido, lo escuchamos. Vale, esto más o menos lo sabemos todos, y desde luego Mozart lo tenía claro, sabía de sobra desde niño que al golpear una tecla de su clavecín sacudía el aire de alrededor, y que si luego pulsaba otra tecla volvía a haber otra sacudida aérea que perseguía a la primera y así sucesivamente. Ese baile de los corpúsculos que forman el aire, me dijo, esos movimientos exactos y transitorios que son una pieza musical concreta entre los infinitos sonidos posibles, ¿cómo es posible que puedan registrarse? No –él mismo se respondió– lo que se graba son las "instrucciones" para generar esas ondas precisas y no otras. De alguna manera –exclamó asombrado– habéis logrado escribir partituras vivas.
Al día siguiente traté de refrescar mis olvidados estudios adolescentes de acústica y mecánica de fluidos que en su momento –últimos años de bachillerato y primeros de la universidad–aprendí sin entenderlos, como lo prueba el que no relacionara esos conceptos físicos con una de las actividades a las que con más regocijo dedicaba mi tiempo, la de escuchar música. Así que me entero de que, en efecto, la intuición de Mozart era correcta. A mediados del XIX, un francés, impresor de oficio con una mente sumamente curiosa, quiso grabar la voz humana y se inspiró en la anatomía del oído. Construyó un aparato que llamó fonoautógrafo consistente en un embudo que recogía las ondas sonoras y las llevaba a una membrana a la que estaba atada una cuerda; al vibrar la membrana movía un estilete que iba dibujando sobre un papel enrollado en un cilindro los correspondientes garabatos. Édouard-Léon Scott de Martinville no acertó, sin embargo, a inventar el reproductor y su aparato no pasó de ser una curiosidad de laboratorio, pero ciertamente era un espectacular avance: se podía grabar el sonido.
En 2008 unos investigadores americanos encontraron en un archivo parisino el papel con los garabatos que grabó en 1860 Scott de Martinville on su fonoautógrafo patentado tres años antes. De momento, se trata de la primera grabación acústica de que se tiene constancia, aunque pienso que casi seguro de que habría alguna anterior que se ha perdido (o no se ha encontrado). Los americanos se llevaron su descubrimiento al Lawrence Berkeley National Laboratory y con la ayuda de un súper-ordenador propiedad de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (que desde Alan Lomax tiene entre sus objetivos recopilar músicas) lograron reproducirlo. Me imagino la expectación de unos tipos en un moderno laboratorio californiano cuando estaban a punto de escuchar lo que grabó un tipógrafo francés 150 años antes, iban a mover el aire de esa sala exactamente igual que lo movió Scott de Martinville en Francia. La verdad que no tan exactamente porque, obviamente, la grabación es de bajísima calidad, pero ello no es óbice para calificarlo de prodigioso.
Hay que hacer mucho esfuerzo de audición al escuchar los breves diez segundos del archivo digitalizado para reconocer en ese "ruido" una voz humana cantando. Y lo que ya es para matrícula de honor es descubrir que se trata de la canción popular francesa Au claire de la lune. Es curioso que esta cancioncilla –atribuida a Jean-Baptiste Lully (1632 - 1687)– sea un tema infantil porque también los es la que grabaría diecisiete años después Edison (Mary had a little lamb) y que hasta hace pocos años pasaba por ser el primer registro sonoro de la historia. Desconozco si Edison tenía noticias del invento del francés y, en ese caso, si sabía que había grabado una canción infantil. De no ser así, no deja de ser curioso que dos señores que creen estar registrando la voz humana por primera vez en la historia escojan unos textos escritos para niños. La coincidencia anima a establecer alguna especie de ley psicológica de nuestra especie sobre la prevalencia de los recuerdos infantiles que, si mezclamos adecuadamente con teorías freudianas, puede resultar un desbarre interesante. En fin, el caso es que el bueno de Édouard-Léon Scott de Martinville cayó en el olvido y desde luego no sacó ningún rendimiento a su aparato; todo lo contrario que el yanqui, quien a sus indiscutibles dotes inventivas, sumaba un especial genio para los negocios. Para acabar, una versión reciente de Au claire de la lune: a ver si ayuda a identificar la grabación de 1860.
Interesante historia. Eso de no aplicar los conocimientos a la vida personal es quizás el drama de la educación de la era moderna: vivimos rodeados de aparatos sorprendentes cuyo funcionamiento no siempre conocemos. A mí me da en que pensar...
ResponderEliminarNo sólo no conocemos cómo funcionan los útiles más cotidianos, sino que ni nos paramos a reflexionar sobre ello. Cuando lo hacemos, al menos yo, nos embarga el estupor maravillado ante algo que es cosa de magia, el mismo estupor, estoy seguro, que sentiría alguien del pasado.
EliminarEs precisamente el quid de las pseudociencias: se aprovechan de esa disonancia cognitiva para colar afirmaciones absurdas, pero que al público común le resultan verosímiles desde su ignorancia.
EliminarAl que inventó la rueda le pasó exactamente lo mismo, otro más avispado se llevó el mérito, y como la rueda se inventó tantas veces y tan idependientemente, volvió a pasar una y otra vez, o no. Tenemos tendencia a sobrevalorar el genio individual frente a los avances colectivos acumulativos. Pero claro, la rueda se puede 'inventar' tantas veces como sea preciso, pero inventar un televisor es fruto de una acumulación distinta, un tubo catódico, las leyes de ondas, si no lo inventa uno, llegada la masa crítica de avances necesarios, lo inventará otro. ¿Los hermanos Wrih o Santos Dumont (un brasileño que quizás inventó el aeroplano antes que los famosos hermanos yanquis). Hubo una época en que cualquier aldeano sabía como funcionaba un molino y los más hábiles los mejoraban paso a paso, pero ¿cómo diablos funciona mi móvil? Los avances tecnológicos nos convierten a la mayoría de los humanos en chimpancés armados con lásers
ResponderEliminarJustamente, la siguiente noche que estuve conversando con Mozart, traté de explicarle cómo habíamos conseguido digitalizar sonidos, imágenes, textos y almacenarlos y transmitirlos a velocidades tan inauditas que prácticamente eran instantáneas. Previamente tuve que empollármelo, claro, pero una cosa es conocer más o menos la teoría y otra muy distintas ser capaz de entenderlo. Yo, desde luego, cuando pienso en ello, no sólo no lo entiendo sino que alucino maravillado, como un niño ante los trucos de un buen mago.
EliminarY tú, ¿qué coño haces que no estás en tu parcela bien aislado de tanto ingenio digital?
EliminarJusto ahora salgo para allí. Anoche fuimos a escuchar a Javier Krahe y a las tantas de la noche, y encima lloviendo, no era cuestión ...
EliminarA mí lo que más me ha preocupado de Mozart es cómo llegar a averiguar qué obras habría compuesto si hubiera vivido unas cuantas décadas más.
ResponderEliminar.
http://abordodelottoneurath.blogspot.com.es/2008/11/mozart-decimonnico-si-tuvieras-veinte.html
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Saber que esas obras "están ahí" de algún modo, en la biblioteca borgiana de partituras, por así decir, me llena de desasosiego.
Probablemente, las obras que Mozart no llegó a componer las ha compuesto algún otro. En todo caso, lo que "está ahí", como dices, no es de Mozart, de la misma manera que no son de Miguel Ángel todas las estatuas que no le dio tiempo a sacar de los bloques de mármol de las canteras.
EliminarNo, no creo que las obras que Mozart dejó de componer por morirse, el pobre, con sólo 36 años, las haya compuesto nadie más. El proceso de composición es demasiado complejo y dependiente de las particularidades de la estructura neuronal de cada compositor y de su historia particular de aprendizaje, como para que ninguna pieza pueda surgir por algo así como una "necesidad cósmica". Es más, si Mozart hubiera vivido 30 o 40 años más, no sólo él habría compuesto obras que ahora hemos perdido para siempre (?), sino que los compositores posteriores a 1791 seguro que habrían compuesto obras diferentes a las que compusieron, por la influencia que sobre ellos pudieran tener esas obras de Mozart. Y también por una razón aún más simple: porque muchos compositores no habrían llegado ni siquiera a nacer, y en cambio, habrían nacido otros. Hay que tener en cuenta que un determinado espermatozoide fecunde un determinado óvulo es una pura lotería, y cualquier cambio mínimo en la vida de los padres (p.ej., el que uno de ellos tararee una pieza musical en vez de otra) implicará casi con toda seguridad que los gametos que se fecunden sean otros. Así que, si Mozart hubiera vivido 30 años más, es prácticamente seguro que no habrían nacido Schubert, Brahms o Tchaikovsky (ni tú ni yo), y no se habría compuesto ninguna de sus obras; en cambio, habrían nacido otros compositores que habrían compuesto otras, quién sabe cuánto de parecidas, aunque sospecho que más bien poco.
EliminarPor último, sobre si esas obra serían "de" Mozart o no, eso es irrelevante: lo que me resulta asombroso es darme cuenta de que hay muchísimas obras tan maravillosas como las mejores que conocemos, pero que no conoceremos nunca.