El sistema de apuestas se basa en el cálculo de probabilidades por ordenador. Al principio del partido cada jugador tiene asignado un coeficiente relativo determinado según sus resultados previos y que fija la probabilidad a priori de que gane el partido. Yo, al ser un desconocido en el circuito, partiría con el porcentaje mínimo, sin que importara cuál fuera mi oponente. Es decir que, me tocara Djokovic o un tenista de tercera fila, la relación inicial de las apuestas estaría 1 a 10, que era la máxima inicial; o sea, que si alguien apostaba por mí en el debut y ganaba obtendría diez veces su apuesta. Así que lo primero que me planteé fue resolver el asunto con un solo partido, pero era demasiado ambicioso para conformarme con diez veces la apuesta. Además, aunque la casa de apuestas que había seleccionado –domiciliada en el Caribe– eludía los límites de imposición y premios de la Unión Europea, no dejaba de tener los suyos propios. En concreto, ninguna imposición podía superar la centésima parte del monto acumulado en un evento al momento de hacerla, y no era sino hasta las rondas más avanzadas del torneo que las cantidades totales que se apostaban eran realmente grandes.
Así que opté por jugar unos cuantos partidos, los suficientes para llegar a enfrentarme con alguno de los grandes, a ser posible en cuartos de final, una ronda lo bastante avanzada para que las apuestas estuvieran calientes. Naturalmente, para entonces habría tenido que ganar varios partidos y sin duda mi nombre sería conocido y objeto de curiosidad por los aficionados. ¿De dónde ha salido este chaval que sin ninguna participación previa en el circuito es capaz de ganar a tenistas consagrados? Como es lógico, no podía acceder al torneo sin jugar la fase clasificatoria. Eran tres rondas para que pasaran dieciséis que se sumaban a los 96 “de derecho” en la formación del cuadro de siete rondas eliminatorias. Me grabé a fuego mi estrategia: clasificarme ganando cómodamente los tres partidos previos; vencer con dificultades crecientes los cuatro siguientes, ofreciendo dudas sobre mi fiabilidad; llegar a cuartos en donde, sin duda, me esperaría un top-ten y allí hacer la gran apuesta, dejando atónitos a todos, y llevarme toda la pasta posible.
Los tres partidos previos no tuvieron mucha historia. El primero fue contra un irlandés, James McGee, al que dejé llegar al tie-break en el primer set para endosarle un rosco en el segundo. En la siguiente ronda me tocó con Alejandro Falla, un colombiano zurdo que me sorprendió en los primeros juegos con su agresividad; por unos momentos me asaltaron las dudas, ¿puedo llegar a cuartos si el ciento veintidós del ranking me pone en problemas? Pero fue un espejismo: gané el primer set por un relativamente apretado 6-4 y el segundo con un contundente 6-1 (le concedí su primer servicio para que no se desmoralizará antes de tiempo). El último escollo de esa fase previa fue un alemán, Andreas Beck, bastante más rezagado que los otros dos en la lista de la ATP (el 218). Con él no tuve demasiados escrúpulos: victoria clara por un doble 6-2. Bueno, ya habían acabado los preámbulos; me quedaba el fin de semana para pasear relajadamente por Londres porque el lunes 27 de junio empezaría el juego en serio.
Me pusieron en la parte alta del cuadro, la encabezada por Novak Djokovic, el número uno. No podía creer en mi suerte; si todo iba bien me cruzaría con el serbio en cuartos de final, justo en el momento ideal según mis previsiones. Además, el camino no parecía nada difícil, todos jugadores de segunda fila, salvo el californiano John Isner, pero lejos de su mejor forma, aunque debería cuidarme de su mortífero saque. Desde luego, habría sido difícil que la organización lo hubiera hecho mejor; ¿habría tenido Gail algo que ver? ¿Hasta tanto llegaban sus habilidades? Pero esa duda no la podía despejar de momento y me convenía no dedicarle ni un pensamiento. Lo que hice en cambio fue enviar el correo anónimo convenido a Sara: "Miércoles 6 de julio. Djokovic". Mi cómplice principal contaba con nueve días para completar las cincuenta mil libras que nos convertirían en archimillonarios.
En la primera ronda me enfrenté a Hiroki Moriya, un japonés jovencito de poca envergadura, 164 en el ranking, pan comido. Empecé sirviendo y le regalé el primer break, pero en el cuarto juego le devolví la rotura y puse el dos iguales en el marcador. Luego le gané los tres siguientes juegos (mis dos servicios y otro break a mi favor en el suyo), le dejé que mantuviera su saque (5-3) y rematé el set con un juego en blanco (6-3). En el segundo set el pobre japonés se había venido abajo y tuve que esforzarme en mantener la apariencia de un enfrentamiento peleado. En sus servicios me propuse no hacer más que devolverle las bolas a su drive, lo más blandas posibles. Ganó el primero pero me regaló su segundo saque con dos dobles faltas y otros dos intentos de derechas asesinas que se le estrellaron en la red (1-2). Pareció reponerse en el quinto juego, mejorando notablemente su saque (incluso me coló un ace) y rematando con acierto mis obsequios (2-3). Me planteé si ofrecerle un break en el sexto juego, pero a la vista de sus errores se me antojó que sería demasiado evidente. En el siguiente, Moriya volvió a dar un recital de errores con su servicio, de modo que no me quedó más remedio que llevarme también ese set por 6 a 2. Mientras mordisqueaba un plátano en el descanso decidí ensayar la táctica que habría de aplicar con Djokovic en ese tercer y último set. Así que le deje ganar con facilidad el primer juego, cometí tres dobles faltas en el siguiente y le di el primer break, volví a permitirle ganar su servicio y de nuevo fui sumamente torpe en el cuarto juego. Hiroki sacaba con un 4-0 a su favor y se le veía mucho más animado; pero entonces, el tenista desconocido cambió radicalmente. Empecé a devolverle todas las bolas, cuidándome de evitar golpes definitivos; lo que pretendía era hacerle correr de un lado a otro de la pista, agotarle e incluso forzarle alguna torsión desafortunada. Perdió los cuatro puntos tras larguísimos peloteos y en el penúltimo se cayó tras un contrapié. Se retiró a su silla visiblemente cansado, dolorido, incluso desconcertado, pero todavía ganaba 4-1. En el sexto juego comencé con un saque débil a su zurda, me lanzó un revés cruzado y entonces me dediqué, de nuevo, a bailarle sin pausa; creo que fueron treinta golpes, un intercambio que decidí acabar con una dejada que el pobre japonés trató sin éxito de alcanzar volando en plancha. Al levantarse le sangraba la nariz. El segundo punto repetí la táctica y cuando ya llevaba tres minutos corriendo apoyó mal el pie izquierdo y se torció el tobillo. Victoria por abandono. Fácil y sin llamar demasiado la atención (fue en la pista 9 y apenas hubo espectadores; dudo incluso que lo televisaran en directo).
Betting man - Matt Schofield - (Heads, Tails & Aces, 2009)
¿Puedo entrar en la apuesta con Sara y con vos?
ResponderEliminarPor supuesto, Lansky, aunque te advierto que tiene sus riesgos. ¿Cuánto quieres jugarte?
Eliminar¡Me quedo con las ganas de saber si el hombre tuvo éxito con su plan!
ResponderEliminarPues sigue leyendo. Ni siquiera yo estoy seguro todavía.
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