A las nueve en punto de la mañana del sábado 2 de julio llamaron desde recepción: Mr. Ivanović, dos caballeros preguntan por usted. La exquisita flema británica excusaba precisar que esos “two gentlemen” eran policías. Dije que enseguida bajaba, sin sorprenderme de que no pidieran acceder a mi habitación. En el lobby estaban, en efecto, dos tipos con rostros inexpresivos y extremadamente educados. Supongo que han venido a buscar esto, les dije extendiéndoles el pasaporte. Sí, señor, y a rogarle que por favor permanezca disponible durante este fin de semana; es probable que se le convoque en nuestras dependencias. Desde luego –les dediqué un amago de sonrisa, un gesto casi triste–, tienen mi móvil, basta con que me llamen. Los periódicos dispuestos sobre el pequeño vestíbulo del hotel exhibían todos en grandes titulares el dramático acontecimiento de la víspera: ¡atentado en Wimbledon! En una de las fotografías de portada, tomada desde el fondo de Isner, se veía en primer plano al tenista abatido y a mí más allá, con un gesto extraño en el rostro, la mirada perdida, los brazos caídos. Imaginé que mi expresión corporal de ese momento sería objeto de detenidos análisis y especulaciones: ¿su reacción es la de alguien sorprendido, la de un inocente? Creí adivinar esa interrogación en la mirada fija que me dedicó una cincuentona mientras me dirigía al ascensor. Por supuesto, en ninguno de los abundantes textos que ya había leído desde que me desperté se insinuaba siquiera la más mínima relación del tenista desconocido con el crimen. Pero había sido yo quien estaba al otro lado de la red y eso, inevitablemente, intensificaba sobre mí los focos de la atención pública. Me iba a ser casi imposible proteger mi anonimato hasta el miércoles siguiente; faltaban cinco días, en estas circunstancias casi una eternidad.
Naturalmente, antes de plantearme nada había que conocer la decisión de los organizadores del torneo. Desde su primera edición, en 1877, Wimbledon sólo se había interrumpido durante las dos guerras mundiales. Pero, ciertamente, jamás se había vivido un atentado en un partido. Un escueto comunicado oficial informaba que se habían suspendido cautelarmente todos los partidos de esa jornada sabatina, a la espera de adoptar una decisión que se daría a conocer en las próximas horas; las instalaciones del All England Club se cerraban al menos hasta la tarde. Qué pasara con Isner era evidentemente una de las variables fundamentales. Hacia las ocho, el St. George Hospital había comunicado que la operación había sido un éxito y que, si bien el pronóstico se mantenía muy grave, se había logrado estabilizar al tenista. Parece que va a salir de ésta, murmuré para mí mismo, y sentí un profundo alivio. Comprendí entonces que la opresión que sentía en el pecho desde la abrupta interrupción del partido era culpa, culpa que yo mismo me estaba infligiendo. Inconscientemente me imputaba la responsabilidad del atentado, una de las consecuencias de mis acciones había sido que alguien disparara contra el norteamericano. Es una estupidez, me dije, pero hasta que no conocí la mejoría de mi contrincante la opresiva angustia no empezó a remitir. Las sospechas de la prensa se centraban mayoritariamente en un acto terrorista, una respuesta al asesinato selectivo con drones de tres dirigentes del Estado Islámico realizado unas semanas antes en el interior de Siria por los Estados Unidos. La nacionalidad de Isner contribuía a esa hipótesis aunque el crimen no respondiera en absoluto a los patrones ya clásicos de las ejecuciones islamistas. Pero entre la multitud de artículos que atribuían el atentado al terrorismo encontré alguno que apuntaba –bien es cierto que con bastante ambigüedad– a las mafias que controlaban un sector de las apuestas deportivas. El redactor sugería que la investigación haría bien en explorar ese mundo, donde se movían enormes sumas y en el que no faltaban quienes podrían cometer crímenes como el de anoche para cobrar sus apuestas.
Esa había sido, en efecto, mi primera sospecha, aunque la cuantía de las apuestas que se habían movido en mi partido no justificaba una actuación planificada de las mafias. Seguía sin embargo preocupado por lo que pudiera haber hecho Zlatan; de hecho, mi culpabilidad radicaba en haberle propuesto apostar contra Isner y no cesaba de arrepentirme de ello. Desayunaría, me dije, e iría al gimnasio del esloveno a ver si disipaba de una vez mis inquietudes. Algún policía camuflado me seguiría, sin duda, pero nada tenía de anómalo que un participante del torneo mantuviera su rutina de entrenamiento físico. Cuando llegué, poco después de las once, Zlatan estaba en la sala de pesas; apenas cruzamos las miradas. Una hora después. Mientras pedaleaba en la estática, lo vi dirigirse a la pequeña habitación con máquinas de bebidas isotónicas y tabletas energéticas. Dejé pasar unos minutos y fui para allí. Mi amigo, sentado, masticaba muy despacio una barrita de cereales, solo en el pequeño habitáculo con paredes de vidrio. ¿Fuiste al partido?, le espeté tras servirme un mejunje combinado de vitaminas varias. Claro que no, me contestó, y ahora me preguntarás si tengo algo que ver con el disparo a tu rival. Perdona, pero estoy muy desconcertado, necesitaría tener alguna certeza. Bueno, contestó, al menos tienes la certeza de que juegas endiabladamente bien para ser un ejecutivo financiero. No detecté ningún atisbo de reproche, mi amigo sólo dejaba constancia de que ya no hacía falta seguir eludiendo lo que ambos sabíamos que el otro sabía. Aposté las cinco mil libras, añadió, y como tengo por costumbre no vi el partido. Me enteré del atentado anoche poco antes de acostarme, en las noticias. Hace un rato comprobé en su web que la casa de apuestas tiene bloqueado el cierre de ese encuentro, pendiente de que la dirección del torneo sancione el resultado final. Pero es obvio que darán ganador a Ivanović, así que, según acordamos, nos esperan cincuenta mil libras a cada uno. Y en cuanto a lo que te preocupa: no, no creo que los de las apuestas hayan tenido nada que ver.
Lo miré en silencio, le clavé larga e intensamente la mirada y me la sostuvo con completa serenidad. Gracias, amigo, apretándole la mano que reposaba sobre la mesa; ya hablaremos con más calma, ahora he de volver al hotel. Estaba a punto de abrir la puerta cuando, como quien no quiere la cosa, con voz neutra, añadió: por cierto, me ha llamado Sara, que te diga que estés tranquilo, que no la llames. Me volví y por un momento me pareció adivinar un brillo burlón, irónico, en sus ojos. De acuerdo, contesté, mañana volveré por aquí. Luego alargué mi habitual callejeo por el West End, tratando de ordenar mis pensamientos mientras caminaba. Evoqué la escena de hace un año, el encuentro casual con Zlatan en una terraza junto al Támesis. Era media tarde, y Sara y yo charlábamos animadamente sobre el partido que habíamos presenciado unas horas antes. Fue el esloveno quien se acercó a nosotros, con un alegre ¡Sara, qué sorpresa! También la reacción de mi novia fue de sobresalto feliz; se levantó de un brinco y lo abrazó cariñosamente. Enseguida las presentaciones: éste es Goran Djukic, mi prometido y, como yo, gran aficionado al tenis; y a mí: mi buen y viejo amigo Zlatan, uno de los pocos en quien confío a ciegas. Pasamos un buen rato conversando los tres, intercambiándonos las habituales informaciones, especialmente ellos dos que hacía tres o cuatro años que no se veían: cada uno quería ponerse al día sobre la vida del otro. Naturalmente, Sara no cometió ningún error en nada de lo que le dijo esa tarde, todo el relato se atenía a la versión oficial: yo, Goran Djukic, era un ejecutivo de una multinacional financiera, destinado durante los últimos años en Madrid. Nos habíamos conocido en la inauguración de la retrospectiva de un famoso fotógrafo checo, ambos epatados delante de la imagen atroz de una familia escapando de las guerras yugoslavas, y el tema de la foto nos conectó a través de nuestras biografías. Habíamos venido a Londres para disfrutar de Wimbledon, la primera vez que lo hacíamos juntos, aunque yo, por mis negocios, viajaba con frecuencia a la capital inglesa. Pues en ese caso, intervino Zlatan, tendremos ocasión de tratarnos, trabajo en un gimnasio, así que si quieres sudar un poco los días que esté por aquí, ya sabes.
La duda era, ahora, inevitable: ¿fue casual el encuentro con Zlatan de hace un año? La idea del pelotazo en las apuestas deportivas era mía, desde luego; llevaba fantaseando con ella mucho tiempo, bastante antes de instalarme en Madrid y conocer a Sara. De pronto me vino a la memoria el momento en que le confesé quién era o, mejor, quién había sido. Llevábamos sólo una semana de relación, pero su intensidad había derretido mis reservas como nunca antes; no cabía duda de que me había enamorado, de que estaba profunda y estúpidamente colado de esa pelirroja enigmática, mitad española mitad irlandesa, periodista free-lance, de la cual, pese a su espontánea e irrefrenable verborrea en la que daba suelta sin pudores a cualquier episodio de su biografía, en el fondo no sabía gran cosa. Fue una noche después del amor, en su casa de Chamberí, bajo una claraboya que se abría al cielo primaveral; yo exhausto y feliz, tan colmado de dicha que apenas me cabía, que casi no me dejaba ni respirar. Las palabras se me escaparon de la boca, casi ridículas: ¿sabías que yo fui tenista profesional? Y era muy bueno; lo cierto es que todavía lo soy, buenísimo. Y a partir de ahí, poco a poco, durante los siguientes meses lo que había sido una fantasía fue convirtiéndose en un plan, un plan ya muy elaborado el año pasado, cuando decidimos verificar in situ la factibilidad de su puesta en ejecución. Sara... Llevaba casi un mes sin verla, sin cobijarme en su cuerpo, sin dejar de añorarla cada noche. Seguía, desde luego, absolutamente entregado a ella y, hasta ese momento, había dado por supuesta su plena confianza en mí. Pero ahora, tras las palabras de Zlatan, las que ella pronunció al presentármelo me machaqueaban el cerebro: el esloveno era su buen y viejo amigo, uno de los pocos en quien confiaba a ciegas. ¿Tendría Sara una parte propia del plan que yo desconocía?
She means everything to me - Chris De Burgh (Power of Ten, 1992)
Ya lo tengo, creo que han disparado por orden de algún miembro segundon de la casa real inglesa, alguien a quién rechazaron como miembro del elitista All London (Vale, no se trata de eso, pero creo que ni tú mismo lo sabes)
ResponderEliminarEstás en lo cierto, Lansky. No tengo ni idea.
EliminarAh, felón, yo solo lo sospechaba y no quería creerlo. ¿De manera que te embarcas en estas historias complicadísimas sin tener ni idea de cómo van a acabar? No hay derecho, despiertas legítimas expectativas que solo vagamente te propones cumplir, propósito que la mayoría de las veces abandonas u olvidas con el tiempo. Me parece una verdadera irresponsabilidad hacia tus lectores, que lo sepas. Por no hablar de la más grave aún irresponsabilidad hacia tus personajes...
EliminarPues Vanbrugh, conociéndome como me conoces, no logro entender por qué sólo lo sospechabas. He de concederte que tienes razón, que puede haber algunos a quienes frustre legítimas expectativas. No es, sin embargom cuestión de derechos, que aquí cada uno no tiene más deber que escribir lo que le apetezca y cuando le apetezca (y no me obligues a ponerte a ti como ejemplo). De todas maneras, a medida que las ganas y –como bien apuntas- mis propios personajes me vayan requiriendo continuaré la historia. Lo único que puedo garantizarte es que algún capítulo más escribiré porque hay dos o tres personajes que me han sugerido lo que quieren que pase.
EliminarEfectivamente, no soy yo quién para exigir nada de tus escritos, si es que alguien lo es. Tú, y yo, y los blogueros en general (sigo considerándome bloguero, en excedencia temporal) escribimos lo que nos da la gana (a ti siempre te ha dado unas diez veces más de gana que a mí), y los que nos leen van que chutan con lo que buenamente queramos ir echándoles. Nada que objetar, y yo menos que nadie, por bloguero y por vago y excedente.
EliminarPero hombre, yo por lo menos no dejo historias a medias. Ya que como bloguero eres, como digo, notablemente mejor que yo, supérame también en esto y acaba la historia, porfa. Anda.
¡Ay Sara, Sara dulce Sara!...¿qué esconderá?, ¿le ha hecho la cama a Goran?
ResponderEliminarLa respuesta en próximas entregas; no deje de estar atenta a su pantalla.
Eliminar¡Menos mal que hace años superé lo de comerme las uñas!
ResponderEliminarFeo vicio; yo no me lo he quitado del todo.
EliminarEs mejor fumárselas (las uñas)
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