Entre agosto de 1535 y febrero de 1537, Diego de Almagro dirigió la que se ha dado en llamar expedición a Chile. Gracias a los mapas de satélite que hoy disponemos en Internet es fácil –y entretenido– reproducir el recorrido de ese grupo de españoles (con numerosos nativos que usaban como porteadores) y maravillarse ante las dimensiones épicas del viajecito. Así, calculado por encima, se patearía la friolera de unos ocho mil kilómetros, saliendo desde Cuzco, llegando hasta bastante más al Sur de la actual Santiago (hasta el río Bío-bío) y regresando a Arequipa. Todo ello por los caminos de entonces donde los había, y con dos etapas penosísimas, como fueron cruzar Los Andes a la ida (probablemente por el actual de San Francisco, que conecta los Nortes argentino y chileno a casi cinco mil metros de altitud) y, a la vuelta, el desierto de Atacama. Por supuesto, lo que motivó esta aventura fue la conquista de esas tierras australes que los incas llamaban de Chile y que aseguraban abundantes en oro (mentían con la esperanza de alejar a los españoles del Cuzco para sacudirse su dominio). Pero también había razones estratégicas que aconsejaban el momentáneo apartamiento de Almagro del Perú, que ya andaba enfrentado con su socio Pizarro. El balance de la empresa fue un completo fracaso: no hubo conquista ni se obtuvieron riquezas. Además, los expedicionarios arribaron a Arequipa en tan lamentable estado físico que se les llamó los rotos de Chile. Hasta cuatro años después nadie se atrevería a internarse en esas que parecían unas tierras malditas.
No parece que Almagro, en su trayecto de regreso, pasara por Iquique ni que llegara a conocer a los habitantes de la zona, pescadores a los que los españoles llamarían changos. Lo cierto es que, por muy inhóspito que sea ese entorno desértico, allí ha habido asentamientos desde hace al menos seis mil años. En esos días del siglo XVI pertenecía al Collasuyu, el más austral de los cuatro reinos (suyos) del imperio incaico, y más o menos equivalente al antiguo Estado tiahuanacota, predominantemente aimara, hasta su conquista en tiempos de Pachacútec (1438-1471). Imagino, sin embargo, que los escasos habitantes de esa costa estarían bastante abandonados de la administración inca, viviendo más o menos a su aire, al margen de las convulsiones que en esos tiempos sufría un imperio que probablemente sentirían ajeno. Al fin y al cabo, ¿a quién iba a interesar el domino efectivo de esa franja desértica? De hecho, el desierto de Atacama –más o menos el territorio litoral de las actuales regiones chilenas de Arica y Paranicota, Tarapacá, Antofagasta y parte de la de Atacama– perteneció históricamente al Virreinato del Perú y sólo tras la guerra del Pacífico se integró en Chile. Supongo que la adscripción era un poco por indiferencia (no sería así en el XIX). Cuando Almagro salió de los Andes lo hizo por el valle del Copiapó, tierra fértil al Sur del desierto. Con esa referencia en la mente, se entiende que Valdivia, el 26 de octubre de 1540, después de cruzar el desierto y llegar al fértil valle, tomara allí posesión de las tierras de Chile, definiendo el límite septentrional de la nueva gobernación.
Hasta el auge del salitre pocas noticias hay de Iquique, sólo que era el embarcadero que servía a San Lorenzo de Tarapacá, villa situada en la quebrada que es uno de los accesos desde la Sierra hasta la costa, y uno de los valles más fértiles de esa zona. Parece que ahí, en San Lorenzo, sí se detuvieron tanto Almagro como Valdivia. Es curioso que hoy sea un pueblo mínimo, con poco más de una centena de vecinos, cuando en los siglos XVII y XVIII gozó de una economía floreciente, con apreciada producción vinícola e intenso comercio con Lima y Potosí. Propiamente, la historia de Iquique comienza a principios del XIX, en las últimas décadas del virreinato. En 1792, la gran fábrica de pólvora de El Callao, que surtía a toda la América española, quedó destruida por una explosión. Se decidió hacer una nueva, esta vez en Lima (unos kilómetros al interior), ya que la pólvora era imprescindible para defenderse de los ataques mayoritariamente ingleses. Hasta entonces, el material era abastecido directamente desde España pero las cosas empiezan a cambiar cuando se descubre, más o menos por esas fechas, el salitre de la pampa tarapaqueña. Cuenta la leyenda que fueron unos indios los que lo hicieron cuando la tierra sobre la que habían encendido una fogata empezó a arder. El cura del pueblo más cercano, recibida noticia del prodigio, se aprestó a sacramentar el lugar con agua bendita. El buen párroco debía ser de los que no veía reñidas ciencia y religión, así que tomó unas muestras de esa tierra y se la llevo a su casa para experimentar, comprobando que en ese sustrato las plantas crecían extraordinariamente. Pero lo que está documentado es que en 1811 se había constituido una aduana en Iquique, como punto de tránsito (y control) entre Lima y Valparaíso, y también para vigilar los embarques de minerales y los primeros envíos de Iquique hacia la capital virreinal. En esos últimos años de la época colonial, las cantidades serían modestas (comparadas con lo que había de venir) y su destino la fábrica de pólvora, porque el fertilizante preferido era el guano (que también habría de tener su fiebre en la venidera época republicana).
El salitre, mineral blanco, translúcido y brillante, es una mezcla de nitrato de sodio (NaNO3) y de nitrato de potasio (KNO3) que ocupa amplias extensiones del desierto de Atacama, formando costras con espesores desde 15 centímetros hasta los 3,6 metros, y asociado a depósitos de yeso, cloruro de sodio, otras sales y arena, un conjunto que se denomina "caliche". Aparte de su uso tradicional para la fabricación de explosivos, la demanda del salitre para abono agrícola por el mundo occidental se disparó hacia mediados del siglo XIX, creciendo en forma paralela al declive de la producción de guano. Las reservas de esta región sudamericana no sólo eran las mayores y mejores del mundo (creo que por entonces no se contaba con el salar de Uyuni), sino que su relativamente fácil extracción y bajos costes de producción las hacían tan competitivas que se convirtieron en oferta monopolística. Hasta la guerra del Pacífico, la explotación del mineral se repartía entre Perú (Tarapacá) y Bolivia junto con Chile (Antofagasta), a unos ritmos relativamente moderados para lo que había de venir y mediante dos modelos muy distintos. El Estado peruano, continuando la experiencia del guano, mostró tendencias bastante intervencionistas sobre el recurso; los chilenos, en cambio, preferían dejar mucha mayor libertad a los capitales salitreros –mayoritariamente británicos– y cobrarles impuestos a la exportación en los puertos de embarque. La pugna por el salitre –por más que se disfrazara de orgullos nacionalistas de las repúblicas adolescentes– subyace como una de las causas principales de la guerra, y no me cabe duda de que los capitalistas de la época preferían con mucho que el recurso fuera controlado por los chilenos. Antes del conflicto se venía observando un progresivo declive en las transacciones comerciales del salitre del puerto de El Callao a favor del de Valparaíso, donde cada vez se instalaban más compañías inglesas. En 1878, el gobierno boliviano, que ejercía la soberanía sobre Antofagasta aunque del control de la producción y exportación del salitre se ocupaba Chile, decidió romper un tratado entre ambos países e imponer nuevos impuestos, así como rematar la infraestructura salitrera chilena. Se habían creado las condiciones para la guerra, primero entre Chile y Bolivia, y enseguida la entrada de Perú apoyando a esta última. El resultado: victoria aplastante de los chilenos que incorporan a su país nada menos que 180.000 km2; Perú pierde Tarapacá (y Arica) y Bolivia Antofagasta (su añorada salida al mar). A partir de la década de los noventa del siglo XIX, Chile se convierte de hecho en el único productor del preciado recurso, y hasta la crisis de inicios de los treinta, el auge del salitre marca el desarrollo social y económico del país.
Esos cuarenta años son también la edad dorada de Iquique, que adquiere protagonismo como la capital comercial, en tanto centro de exportación, del salitre tarapaqueño. Hacia mitad de ese periodo, en 1907, en la ciudad se concentraron unos ocho mil quinientos obreros de las salitreras de la pampa circundante, reivindicando mejores condiciones laborales. La criminal masacre con la que el gobierno chileno zanjó la huelga es el asunto narrado en la Cantata de Santa María de Iquique, compuesta por Luis Advis e interpretada por Quilapayún. Pero, antes de referirse a este ominoso crimen y a sus consecuencias (entre otras, el nacimiento del movimiento obrero organizado en Chile), conviene conocer la forma en que se extraía y preparaba el salitre, asomarse a las condiciones de vida de esa pobre gente en las primeras décadas del siglo pasado.
Muy bien organizada y relatada la historia del salitre. Yo he estado en todos los sitios que mencionas de Bolivia, chile y Perú, incluyendo Uyuni.
ResponderEliminarEn los taxis de la Paz se suele ver una pegatina con un ¡Queremos que nos devuelvan el mar!, además de un estrambótico Museo del Mar en la misma ciudad (donde por cierto acaban de inaugurar un teleférico que asciende desde El Prado hasta El Alto, desahogando el caótico tráfico.)
Yo no he estado; como he contado era un viaje que en su día quisimos hacer pero al final se frustró. Ahora, mientras navegó en internet buscando información para estos posts fantaseo con llevarlo a cabo en un futuro no demasiado lejano.
EliminarVeon que las fotografías de la anterior entrada no sólo han quedado en eso, y que te ha motivado a empezar una nueva serie de entradas.
ResponderEliminarPues sí, me ha interesado el asunto este del salitre. Espero que vosotros también le veáis el punto.
EliminarUna entrada interesante y muy educativa, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarMe alegro, babe, seguiré hablando del tema.
EliminarLa expedicion a Chile y la especie de guerra civil que se produjo alli a continuacion las narra muy bien Francisco Lopez de Gomara en su fascinante "Historia General de las Indias", obra al parecer muy criticada por Bernal Diaz del Castillo porque Gomara no habia estado en America cuando la escribio, mientras que aquel vivio en primera linea la campana de Mexico de Hernan Cortes.
ResponderEliminarFe de erratas: la guerra entre espanoles en tierras americanas se produjo no en Chile sino en Peru, donde los partidarios de Diego de Almagro le dieron el pasaporte a Francisco Pizarro (le pegaron una mojada en el cuello durante la reyerta que se produjo delante de su casa, segun cuenta Gomara si mal no recuerdo).
ResponderEliminarEn efecto, Antonio. De hecho, el apresurado regreso de Almagro al Perú era para participar en dichas revueltas. Pero su triunfo le duró bastante poco, como sabrás.
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