Sépase que normalmente salgo del trabajo entre tres y cuatro de la tarde. Bajo caminando –corto paseo que apenas demora quince minutos–, de modo que lo habitual es que no entre en casa antes de las dieciséis, hora tardía para prepararme el almuerzo pero es lo que hay. El miércoles a mi casa viene Nancy, que se ocupa de limpiarla, planchar la ropa y demás tareas relacionadas. Se trata de una mujer de unos cincuenta y cinco, bajita, algo regordeta y de hablar muy ceremonioso. Lleva ya conmigo cuatro o cinco años, tiempo más que suficiente para haberme demostrado ser una buena profesional y algo aún más importante, persona de fiar; de hecho, tiene llaves pues normalmente no coincidimos: llega cuando ya me he marchado y hace sus cuatro horas antes de que regrese. Pero anteayer no fue así, porque a las doce cuarenta me habían citado para consulta médica (las malditas cervicales), a la una me habían despachado y a las trece quince más o menos abría la puerta de mi piso.
Como el cerrojo no estaba pasado dos veces, como lo deja cuando se marcha, deduje nada más entrar que Nancy seguiría en casa; un fastidio porque llegaba cansado (había caminado dos kilómetros en cuesta arriba) y no me apetecía nada tener que hablar con ella, responder educadamente a sus bienintencionadas preguntas sobre K y los perros, a sus informes sobre las tareas domésticas, a sus quejas sobre su salud … Iba ya a llamarla cuando me pareció escuchar unos ruidos extraños. En silencio crucé la cocina y salí por la puerta opuesta al pasillo que da a mi dormitorio. La puerta estaba cerrada pero se oían perfectamente los crujidos de la cama, los gemidos de dos personas que –era obvio– estaban follando. Me quedé sin saber cómo reaccionar, qué hacer. Ahí estaba yo, como una estatua petrificada casi pegado a la puerta, oyendo la banda sonora de una peli porno (porque vaya si le metía entusiasmo vocal Nancy, quién lo habría dicho) como hipnotizado, con los pensamientos en pausa. Por fin reaccioné y puede moverme, tanto física como mentalmente. Decidí irme.
¿Por qué me fui? Yo mismo me hice esa pregunta que luego me espetó K. Mi reacción fue espontánea, no resultado de ningún razonamiento, pero creo que acertada. Si en ese momento la hubiera “descubierto” habría planteado una situación sin salida que, con casi toda seguridad, tendría que desembocar en la ruptura de nuestra relación laboral. En cambio, yéndome ganaba tiempo; siempre podré despedirla si así lo decido, pero quedo en condiciones de conducir yo los acontecimientos evitando escenas sumamente desagradables. O sea que retrocedí con el máximo sigilo, salí de mi piso y cerré con cuidado la puerta principal. Una vez fuera, llamé al ascensor y, en cuanto se abrió, toqué el timbre de mi casa e inmediatamente le di al botón de descenso. Fue lo que se me ocurrió para forzarles a concluir el coito; no es que me jodiera que jodieran, pero tampoco me apetecía no poder entrar a mi propia casa.
El timbrazo surtió efecto. No habrían pasado ni cinco minutos cuando salió del portal un tipo al que nunca había visto –yo me había resguardado invisible en el hueco de un local adyacente–. No era, desde luego, el marido de Nancy, quien a veces la acompañaba a mi casa y en alguna ocasión incluso había saludado. Éste era un chaval bastante joven, en la veintena. Cruzó la calle y se sentó en el murete que delimita el parque público frente a mi edificio. Pasó un rato algo más largo y apareció Nancy, mirando en derredor, nerviosa. Se acercó al muchacho y debió echarle alguna bronca, a juzgar por los aspavientos de sus brazos. Pero fue un momento; enseguida se alejaron de allí. Vaya con la Nancy, pensé mientras subía de nuevo a mi casa, así que se ha ligado a un crío y se lo trae aquí; tan modosita que parecía … Han pasado dos días y todavía no tengo claro qué hacer, aunque cada vez me inclino más por olvidar el asunto, imaginarme que anteayer llegué a mi casa a la hora habitual. Hasta que lo logre procuraré no coincidir con Nancy, porque no sé muy bien cómo la miraría y si lograría evitar que mi cara dejase ver lo que prefiero que no vea.
Como el cerrojo no estaba pasado dos veces, como lo deja cuando se marcha, deduje nada más entrar que Nancy seguiría en casa; un fastidio porque llegaba cansado (había caminado dos kilómetros en cuesta arriba) y no me apetecía nada tener que hablar con ella, responder educadamente a sus bienintencionadas preguntas sobre K y los perros, a sus informes sobre las tareas domésticas, a sus quejas sobre su salud … Iba ya a llamarla cuando me pareció escuchar unos ruidos extraños. En silencio crucé la cocina y salí por la puerta opuesta al pasillo que da a mi dormitorio. La puerta estaba cerrada pero se oían perfectamente los crujidos de la cama, los gemidos de dos personas que –era obvio– estaban follando. Me quedé sin saber cómo reaccionar, qué hacer. Ahí estaba yo, como una estatua petrificada casi pegado a la puerta, oyendo la banda sonora de una peli porno (porque vaya si le metía entusiasmo vocal Nancy, quién lo habría dicho) como hipnotizado, con los pensamientos en pausa. Por fin reaccioné y puede moverme, tanto física como mentalmente. Decidí irme.
¿Por qué me fui? Yo mismo me hice esa pregunta que luego me espetó K. Mi reacción fue espontánea, no resultado de ningún razonamiento, pero creo que acertada. Si en ese momento la hubiera “descubierto” habría planteado una situación sin salida que, con casi toda seguridad, tendría que desembocar en la ruptura de nuestra relación laboral. En cambio, yéndome ganaba tiempo; siempre podré despedirla si así lo decido, pero quedo en condiciones de conducir yo los acontecimientos evitando escenas sumamente desagradables. O sea que retrocedí con el máximo sigilo, salí de mi piso y cerré con cuidado la puerta principal. Una vez fuera, llamé al ascensor y, en cuanto se abrió, toqué el timbre de mi casa e inmediatamente le di al botón de descenso. Fue lo que se me ocurrió para forzarles a concluir el coito; no es que me jodiera que jodieran, pero tampoco me apetecía no poder entrar a mi propia casa.
El timbrazo surtió efecto. No habrían pasado ni cinco minutos cuando salió del portal un tipo al que nunca había visto –yo me había resguardado invisible en el hueco de un local adyacente–. No era, desde luego, el marido de Nancy, quien a veces la acompañaba a mi casa y en alguna ocasión incluso había saludado. Éste era un chaval bastante joven, en la veintena. Cruzó la calle y se sentó en el murete que delimita el parque público frente a mi edificio. Pasó un rato algo más largo y apareció Nancy, mirando en derredor, nerviosa. Se acercó al muchacho y debió echarle alguna bronca, a juzgar por los aspavientos de sus brazos. Pero fue un momento; enseguida se alejaron de allí. Vaya con la Nancy, pensé mientras subía de nuevo a mi casa, así que se ha ligado a un crío y se lo trae aquí; tan modosita que parecía … Han pasado dos días y todavía no tengo claro qué hacer, aunque cada vez me inclino más por olvidar el asunto, imaginarme que anteayer llegué a mi casa a la hora habitual. Hasta que lo logre procuraré no coincidir con Nancy, porque no sé muy bien cómo la miraría y si lograría evitar que mi cara dejase ver lo que prefiero que no vea.
Bad girl - New York Dolls (New York Dolls, 1973)
Ya nos dirás qué haces. Me parece que tu decisión fue la mejor posible, créeme.
ResponderEliminarPues de momento lo que he hecho es ... nada. Que me parece que sigue siendo la mejor opción.
EliminarCon tus historias,ya sabe uno en qué va a acabar la cosa,jejeje.Pero no está
ResponderEliminarmal,para una siesta de verano.Seguro que la tal Nancy(la sra. Pepa o Juanita),después de limpiar en tu casa,le toca también limpiar en la suya.
La verdad es que me dejas descolocado con el comentario; no sé muy bien lo que quieres decir y, por tanto, tampoco qué contestarte.
EliminarAcostumbrado ya a tus relatos de ficción en primera persona, y este está muy bien, no sé si lo que cuentas sucedió en realidad. En cualquiera de los dos casos, las reacciones tuyas o de tu personaje narrador me parecen no solo verosímiles sino incluso acertadas en el sentido de que yo habría procedido igual. ¿Te cambio las sábanas de la cama?
ResponderEliminarYo también creo que actué acertadamente y, es más, cada vez me convenzo más de que lo mejor es no hacer nada. K me propone que encontremos alguna forma de evitar que repita estas prácticas pero sin que ella se dé cuenta de que lo sabemos (como mucho, que tenga una leve sospecha). Pero de momento no se nos ocurre ninguna idea: bienvenidas sugerencias.
EliminarPor cierto, ha habido a quien le parece fatal (casi hasta le escandaliza) que no les hubiera interrumpido para montarles la bronca y, sobre todo, que no despida a Nancy. Me ha sorprendido, en especial la virulencia de la reacción.
Eliminar¿Cambiar? Yo haría que comprara nuevas sábanas, nuevo colchón y, sobre todo, ¡nuevas almohadas!
ResponderEliminar¿no te basta con que las lave?
EliminarMe olvidé contestar a Lansky: Sí, sí cambió las sábanas, como hace todos los días que viene. Supongo que por eso salió un ratito más tarde que su juvenil amante.
EliminarNo, que no sé quién es él. Me falta información ;-p
ResponderEliminarMujer, un poco exagerada me pareces. ¿Acaso no has dormido en camas de hotel, sobre colchones y almohadas que han sido usados por multitud de personas antes que tú y de los cuales careces absolutamente de información?
EliminarAh, pero no son lo mismo unas horas de camino que mi sagrado y privado templo del amor ;-)
EliminarYo le diría que a partir de ahora le descuento de su sueldo, el uso de habitación para otros fines personales jajaja
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