Hace tres años y pico publiqué en este blog una entrada sobre el número de términos de que disponen los esquimales para denominar a la nieve, a raíz de la ruptura de una pareja amiga. En realidad, según averigüé, no es que las varias palabras de los idiomas inuit referidas a la nieve sean sinónimos, sino que cada una expresa matices diferentes de aquélla. Hay obviamente dos motivos para esta abundancia terminológica: que el objeto real que se designa es muy importante para los hablantes (la nieve es omnipresente entre los esquimales) y, contrariamente, que su universo es relativamente escaso. Podemos imaginar que todo hablante tiene un límite aproximado de palabras; si necesita designar muchas cosas no podrá tener demasiados términos para lo mismo. Lo cierto es que, quizá porque en la actualidad tenemos muchas más cosas que designar, hemos ido perdiendo un montón enorme de palabras que eran bastante específicas lo que creo que supone un notable empobrecimiento del idioma y, consiguientemente, de nuestra capacidad pensante. También es verdad que bastantes de esas palabras, como la que hoy traigo, han podido desaparecer por falta de uso, por obsolescencia, incluso en el entorno específico en que se usaba.
Y es que lo de los entornos o ámbitos léxicos es fenómeno curioso. Me refiero a palabras que se usan entre quienes se dedican a una actividad, por ejemplo. Sin duda, una de las más fecundas en cuanto a producción terminológica es la náutica, a la que soy ajeno y, por tanto, me pierdo cuando escucho ese cúmulo de palabras con aroma marinero. Resulta que gran número de esos vocablos nos han llegado, a través del latín, desde el griego. No se olvide que los griegos, mucho más que los romanos, eran pueblo de navegantes. Lo demuestran sus dos grandes epopeyas míticas (que me están sirviendo de apoyo para mi narración sobre Casandra). Recuérdese que van a Troya con mogollón de naves y que esa guerra (que con toda probabilidad existió) se debió a un conflicto para eludir los derechos de paso a través de los Dardanelos que les exigían los troyanos; para los helenos, la navegación y el comercio con otros pueblos era fundamental. Y no hace falta explicar nada sobre La Odisea que no es sino la crónica de una expedición náutica. No es pues nada extraño que muchas de esos curiosos y específicos vocablos marineros provengan de la antigua lengua de Homero.
Recurro, cómo no, a mi estimadísimo Corominas para comprobar que, como ya sospechaba, proís se adscribe a la familia de proa y proviene del vocablo latino prodesium, derivado a su vez, del helenismo prymnesium. Corominas niega la tesis de que proís proviniera de projicere (arrojar), que habría tenido bastante sentido: el marinero acerca la nave a tierra y arroja la soga para que la amarren. Supongo, aunque mi incultura marinera es casi absoluta, que llamar así a la cuerda sería porque se identificaba como la que se llevaba en la proa. Indago un poco en el italiano (aprovechando que he localizado un interesante diccionario náutico en varios volúmenes publicado al inicio del pasado siglo por un tal Francesco Corazzini) y encuentro dos palabras, una para cada uno de los dos significados. Así prorese es “canapo minore della guminetta che parte di prua e si lega in terra", mientras que primnesius es “il palo o la colonna alla quale si legano le navi”. A la vista de esto, se me ocurre que puede que el castellano adoptara el vocablo catalán pero le diera los dos significados, fundiendo en una sola palabra las que en italiano eran dos. También pudo ser que proís primero solo se refiriera a la cuerda para ampliar su campo semántico al objeto al cual se amarraba y finalmente prevaleciera sólo este significado. En todo caso, estas evoluciones lingüísticas se produjeron en una parcela minoritaria del idioma e igual debió ser en otras lenguas romances. Por ejemplo, las dos palabras italianas no se encuentran en diccionarios “normales”.
Así que habré de suponer que entre los siglos XVI y XVIII, algunos vecinos de Tacoronte bajarían con grandes dificultades hasta el borde de una costa acantilada y encontrarían un pequeño promontorio de rocas al que se podían amarrar las tres o cuatro barcas de pesca y cabotaje, y que era eso, un proís. Ese acento que da a la palabra tan peculiar sonoridad facilita también su deformación fonética, y no nos cuesta nada entender que pasara a convertirse en pris, de más natural pronunciación. Pero si hacemos el ejercicio de repetir muchas veces el vocablo original nos daremos cuenta de que, además de decir a veces pris, otras pronunciaremos porís ya que, en efecto, es fenómeno habitual, trastocar la r antevocálica a detrás. Pues es que resulta que en Tenerife hay otra localidad, ésta en la costa Sureste y en el municipio de Arico, que se llama el Porís (de Abona). Algunas fuentes locales señalan que el topónimo viene ciertamente de proís, aunque en este caso se trata de una núcleo bastante mayor y en el que, a diferencia del Pris, hay una pequeña rada (desembocadura de un barranco) que permitía un desembarco más fácil, sin necesidad de amarrar la barca a ninguna roca o palo; quizá en sus primeros tiempos de historia esa costa fuera muy distinta a como hoy la vemos. Y doy por acabada mi búsqueda toponímica tras verificar que el término proís, sin deformación, se ha conservado en la isla de La Palma, donde designa al menos cinco lugares (El Proís de Don Pedro, El Proís de la Galga, El Proís de Martín Luis, El Proís de Tinizara y El Proís de Candelaria). Localizados en el mapa se ve que, como es lógico, todos ellos están en la costa, y además en el arco norte de la Isla.
Bueno, curiosidad satisfecha y, de paso, aprendo una palabra nueva que me temo que no usaré en mi habla cotidiana. Proís, aunque perviva en el Diccionario, está moribunda si no muerta del todo. Pero ha dejado su impronta en los nombres de sitios isleños, en La Palma sobre todo, pero también en Tenerife (menos lugares pero más conocidos). No la encuentro en otras islas de este archipiélago y esa carencia (frente a la abundancia palmera) abre a su vez nuevos interrogantes. Tampoco sé si en la Península o en Baleares aparece la palabra en algún topónimo costero. ¿Algún interesado en resolver esas dudas?
Yo sí conocía la palabra. Un caso aprejo al de la nieve y los inuits es la de los tipos de arena y las tribus beduinas. Por lo demás, lo mismo, ya sé que lo sabes, pasa con otras actividades como las artesanas diversas, el pastoreo y la ganadería, la agricultura y en general todos los rusticismos y acsticismos en desuso del mundo rural. Con cada anciano que muere muere con él una biblioteca.
ResponderEliminarDada tu vocación marinera, suponía que conocerías el palabro. Pero, aún sabiendo que pertenece al ámbito lingüístico de la náutica, me parece que apenas se usa.
EliminarEntonces, estos pueblos son como los diversos Springfields de Estados Unidos, incluyendo el de Los Simpson. Como dice Lansky, es una lástima que no se valore más ese conocimiento.
ResponderEliminarImagino que en alguna época concreta, cuando se bautizaron todos esos lugares, en La Palma y en Tenerife debía ser habitual el vocablo proís. El ejercicio que he hecho se puede generalizar a multitud de topónimos, que podemos conocer de sobra (incluso vivir allí) e ignorar el porqué de su nombre.
EliminarLa etimología de los topónimos siempre me ha resultado bastante enigmática. Hay casos evidentes, y hay casos, como estos proisque nos cuentas, que sin serlo pueden ser razonablemente rastreados, y entiendo que te dediques a ello porque es de lo más gratificante y divertido.
ResponderEliminarYo ando bastante por Asturias y Cantabria, zonas muy densamente pobladas con muchísimos topónimos, la mayoría francamente raros. Particularmente los topónimos cántabros, al menos a primera vista, desafían cualquier conjetura etimológica de aficionado. Dígame usted, si no, de dónde pueden venir nombres como Buelna, Maoño o Ruesga.