El capítulo 43 de su libro, Adele Morales describe el momento en que ella consideró que ya no existía nada del hombre encantador del que se había enamorado. Aunque no fecha la escena, deduzco que debió suceder en los primeros meses del fatídico 1960. Ella se había quedado en casa y Norman fue a una fiesta. Regresó a las cuatro de la madrugada, borracho, de mal humor, negándose a dar explicaciones ante el ataque de celos y ansiedad de su mujer. Tras un intercambio de insultos, Lo miré y me pregunté cómo era posible que alguna vez lo hubiera amado. Lo único que sentía en ese momento era odio y un deseo casi incontenible de destrozarle aquella boquita de listillo y dejarle los labios como harapos ensangrentados … Habia visto a Norman muy borracho en otras ocasiones, peor esta vez había en él algo malvado y demoníaco que era nuevo. Presentí que estaba al borde, aunque no sabía de qué, pero sabía que podía pegarme. Lo había hecho antes, no muy a menudo, pero lo bastante como para que yo temiera que volviera a hacerlo. Vi que volvía a llenarse el vaso de bourbon y comenzaba su febril paseo. Aunque en la habitación no hacía calor, tenía la cara empapada en sudor. Cuando evoco sus aceleradas series de crisis emocionales, que le ocuparon la mayor parte de su matrimonio, veo su cara con la frente perlada de gotas de sudor. De pronto empezó a maldecir; no contra mí, sino contra unos enemigos invisibles cuya lista encabezaban críticos literarios y editores. Eso me produjo más miedo aún (282). Siguió un rato largo durante el cual Adele, asustadísima, no hacía sino desear que Norman cesara en ese comportamiento, que se fuera para poder dormir en paz. Al final dijo. –Voy a convertirme en el hijo de puta más grande que existe. De ahora en adelante sólo existo yo, y a la mierda los demás. Haré sólo lo que me venga en gana, cuando me venga en gana. Y si es necesario mentiré y engañaré, sin importarme cuáles puedan ser las consecuencias. Con esas palabras desapareció para siempre el buen chico judío (284).
En marzo de 1960, Adele consiguió que Norman accediera a que la familia se mudara a Provincetown hasta pasado el verano. Dice que Norman estaba al borde de un colapso y yo trataba desesperadamente de evitar que nos hundiéramos, aferrándome a los momentos en que éramos casi una pareja normal. Sin embargo, volví a engañarme al creer que un cambio geográfico nos calmaría (285). En efecto, las cosas no se arreglaron. Mailer trabajaba con irritada impaciencia y pasaba las noches en vela con mirada de loco, se rodeaba de gente conflictiva, iba a cuantas fiestas había –llevando a Adele– y buscando siempre el protagonismo, para lo cual con frecuencia buscaba humillarla (forzándola a pelearse con otra mujer, confesándole que tenía una amante) y otras veces era él quien provocaba broncas violentas (por ejemplo, contra unos policías, lo que le costó ser arrestado). Aún así, Adele se esforzaba contra todo su sentido común en intentar recomponer el matrimonio, la idea del divorcio era para ella el reconocimiento de un gravísimo fracaso vital. Pero cada vez me sentía menos atraída hacia mi marido. ¿Cómo podía desearlo cuando estaba llena de una ira que lentamente se iba convirtiendo en puro odio? Comenzaba a disgustarme su aspecto, con esa prominente barriga causada por el exceso de bebida, tan distante de aquel cuerpo esbelto y bien torneado que con tanta pasión había deseado yo en una época. Cuando hacíamos el amor, era como si sólo yo estuviera presente. Cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, veía en su cara la expresión de un extraño que controlaba los sonidos que yo emitía y los movimientos que hacía; me producía la impresión de ser analizada bajo el microscopio de un científico loco. Era una sensación horrible que anulaba en mí todo deseo sexual y que me hacia sentir absolutamente sola. Una vez que me negué a hacer lo que él quería, creí que me pegaría, así que me encerré en el baño. –¡Maldita sea! Lo que quiero es una dama por fuera pero una puta en la cama, y no al contrario (308).
El 19 de noviembre, Norman decidió celebrar una fiesta para promocionar su candidatura. Invitó a personajes conocidos pero también a vagabundos que recogía de la calle. En la casa había más de doscientas personas, muchas de ellas gorrones que iban y venían a sus anchas, echándose al garguero litros y litros de bebida, en un ambiente impregnado del aroma dulce y enfermizo de la marihuana y del hedor que despedían los cuerpos sucios. La alfombra lucía incrustaciones de canapés y colillas, pero a nadie le importaba pues la borrachera era general. La fiesta se asemejaba a un monstruo de veinte cabezas que, arrastrándose por las habitaciones, lo corrompía todo y sembraba la destrucción. Mi marido, a quien a duras penas había visto entre el gentío, se había marchado de la fiesta con la cabeza llena de alcohol y drogas. Sobre las cuatro de la mañana sólo quedábamos Lester Blackistone, un hombre negro que tal vez fuera uno de los gorrones y yo. Repentinamente apareció Norman. Estaba sucio, tenía la camisa tan desgarrada y manchada de sangre como la cara y, además, un ojo hinchado. Su rostro era casi irreconocible y estaba tan borracho que no creo que supiera dónde se encontraba. Entró en el salón como un toro embravecido, buscando en qué o en quién descargar el dolor y la ira que llevaba en el alma. Me quedé mirándolo desde un extremo del salón y, en un momento de locura, empecé a mover la capa roja de un lado a otro, a provocarlo, a odiarlo, con una angustia y una furia semejantes a las suyas. –Aja, toro, aja. Venga, mariquita … ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo? Y entonces nos lanzamos a bailar el último tango, nuestra danza de la muerte al amparo de aquella capa de color rojo sangre. Me clavó cerca del corazón y en la espalda una sucia navaja de siete centímetros que había encontrado por ahí. Me quedé un instante quieta, muy quieta, sin sentir nada, pero cuando puse la mano sobre mi lado izquierdo noté que estaba mojada; miré la palma de mi mano y vi que la tenía cubierta de sangre. Caí redonda al suelo y allí quedé, con el vestido empapado en sangre, sin poder moverme, registrando conscientemente los lúgubres detalles de aquella escena dantesca. Norman permanecía inmóvil mientras el negro desconocido intentaba ayudarme. –Tenemos que llevarla al hospital, dijo el negro. De pronto sentí que Norman me daba un puntapié. –Apártate de ella. Deja que la cabrona se muera. El hombre intentó levantarme pero mi marido lo apartó y yo volví a caer al suelo; luego se puso a perseguirlo por la casa dándole puñetazos. Finalmente mi nuevo amigo derribó a Norman de una trompada, me tomó en brazos, corrió hacia el ascensor y bajamos al vestíbulo, donde aun quedaba un manojo de invitados medio borrachos. Alguien llamó a un médico y a una ambulancia. Mientras esperábamos, uno de lo amigos de Mailer me tomaba de la mano en un intentó por consolarme, mientras me insistía en que protegiera a mi marido diciendo a la policía que me había caído sobre los vidrios de una botella rota. Accedí, demasiado dolorida y conmocionada para protestar (322-324).
Adele fue operada de urgencias durante seis horas; se salvó de milagro. Estuvo tres semanas en la unidad de cuidados intensivos porque el postoperatorio se complicó con una pleuresía. Poco después de la operación, Norman se las ingenió para presentarse en el hospital. … Me dió pánico verlo. –¡Dios! ¿Qué haces aquí? Le dije a la enfermera que no quería verte. –Nena, no llames. He venido a ver cómo estás. –Ya lo ves, ¡ahora lárgate! Se acercó para besarme pero yo me aparté. –Sólo quiero hablar contigo –dijo sentándose sobre la cama y tratando de cogerme la mano. –No me toques, déjame en paz. Tenía la cara pálida, macilenta, y unas enormes ojeras. Me miró detenidamente, con el ceño fruncido. –No le has dicho nada a la policía, ¿no? Seguirás con la historia de la botella rota, ¿no es cierto? –Sí, sí. Ahora vete. –¿Por qué estás tan asustado? Es algo que no tolero. ¿Sabes que te vi cuando te llevaban a la sala de operaciones, y que nunca te encontré tan hermosa? ¿Es que no entiendes por qué lo hice? Porque te quiero y tenía que salvarte del cáncer? Lo miré pensando que estaba rematadamente loco. ¿Quién era ese extraño? Una vez nos habíamos amado con pasión, pero en ese momento detestaba a ese frío hijo de puta con toda mi alma ((329-330).
A Norman lo ingresaron en el Bellevue Psychiatric Hospital (una estrategia para evitar el arresto) y allí le diagnosticaron esquizofrenia paranoica. El psiquiatra que lo atendía fue a visitar a Adele para recomendarle que autorizara un tratamiento de electroskock. Sin embargo, a pesar de las tentaciones (firma y deja que le frían los sesos a ese cabrón), se negó. Después de más de un mes en el hospital, Adele volvió a su casa. Poco tiempo después, también llegó Norman, como si no hubiera pasado nada. Se celebró el juicio y Adele testificó que no sabía quién la había apuñalado. Mailer pactó el cargo de asalto en tercer grado y lo condenaron a cinco años de libertad condicional. La pareja siguió junta todavía varios meses. Norman retomó su activa vida social, aceptando multitud de invitaciones: volvía al seno de sus compasivos amigos literarios. Por fin, una noche, a propósito de la repetición de una escena como las de antes del apuñalamiento, Adele explotó. Le hizo una maleta con su ropa y cuando llegó: –Vete a la mierda, hijo de puta. ¡Sal de mi vida! Y al día siguiente llamé a mi abogado (344-345). Diez años después, Dick Cavett lo entrevistó en su programa sobre la psicología del asesinato. Norman dijo que creía que la violencia prevenía el cáncer y que él había querido experimentar el acto de asesinar. Tampoco hubo entonces ningún atisbo de arrepentimiento, sólo su gélida prescindencia y, como siempre, su preocupación absoluta por sí mismo (347). Fueron necesarios veintiocho años y dos bourbons para que Norman balbuceara una frase: «Adele, lamento haberte arruinado la vida.» Sucedió en la fiesta que se celebró en su piso de Brooklyn Heights en 1988, con motivo de la boda de nuestra hija (331).
En marzo de 1960, Adele consiguió que Norman accediera a que la familia se mudara a Provincetown hasta pasado el verano. Dice que Norman estaba al borde de un colapso y yo trataba desesperadamente de evitar que nos hundiéramos, aferrándome a los momentos en que éramos casi una pareja normal. Sin embargo, volví a engañarme al creer que un cambio geográfico nos calmaría (285). En efecto, las cosas no se arreglaron. Mailer trabajaba con irritada impaciencia y pasaba las noches en vela con mirada de loco, se rodeaba de gente conflictiva, iba a cuantas fiestas había –llevando a Adele– y buscando siempre el protagonismo, para lo cual con frecuencia buscaba humillarla (forzándola a pelearse con otra mujer, confesándole que tenía una amante) y otras veces era él quien provocaba broncas violentas (por ejemplo, contra unos policías, lo que le costó ser arrestado). Aún así, Adele se esforzaba contra todo su sentido común en intentar recomponer el matrimonio, la idea del divorcio era para ella el reconocimiento de un gravísimo fracaso vital. Pero cada vez me sentía menos atraída hacia mi marido. ¿Cómo podía desearlo cuando estaba llena de una ira que lentamente se iba convirtiendo en puro odio? Comenzaba a disgustarme su aspecto, con esa prominente barriga causada por el exceso de bebida, tan distante de aquel cuerpo esbelto y bien torneado que con tanta pasión había deseado yo en una época. Cuando hacíamos el amor, era como si sólo yo estuviera presente. Cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, veía en su cara la expresión de un extraño que controlaba los sonidos que yo emitía y los movimientos que hacía; me producía la impresión de ser analizada bajo el microscopio de un científico loco. Era una sensación horrible que anulaba en mí todo deseo sexual y que me hacia sentir absolutamente sola. Una vez que me negué a hacer lo que él quería, creí que me pegaría, así que me encerré en el baño. –¡Maldita sea! Lo que quiero es una dama por fuera pero una puta en la cama, y no al contrario (308).
El 19 de noviembre, Norman decidió celebrar una fiesta para promocionar su candidatura. Invitó a personajes conocidos pero también a vagabundos que recogía de la calle. En la casa había más de doscientas personas, muchas de ellas gorrones que iban y venían a sus anchas, echándose al garguero litros y litros de bebida, en un ambiente impregnado del aroma dulce y enfermizo de la marihuana y del hedor que despedían los cuerpos sucios. La alfombra lucía incrustaciones de canapés y colillas, pero a nadie le importaba pues la borrachera era general. La fiesta se asemejaba a un monstruo de veinte cabezas que, arrastrándose por las habitaciones, lo corrompía todo y sembraba la destrucción. Mi marido, a quien a duras penas había visto entre el gentío, se había marchado de la fiesta con la cabeza llena de alcohol y drogas. Sobre las cuatro de la mañana sólo quedábamos Lester Blackistone, un hombre negro que tal vez fuera uno de los gorrones y yo. Repentinamente apareció Norman. Estaba sucio, tenía la camisa tan desgarrada y manchada de sangre como la cara y, además, un ojo hinchado. Su rostro era casi irreconocible y estaba tan borracho que no creo que supiera dónde se encontraba. Entró en el salón como un toro embravecido, buscando en qué o en quién descargar el dolor y la ira que llevaba en el alma. Me quedé mirándolo desde un extremo del salón y, en un momento de locura, empecé a mover la capa roja de un lado a otro, a provocarlo, a odiarlo, con una angustia y una furia semejantes a las suyas. –Aja, toro, aja. Venga, mariquita … ¿dónde están tus cojones? ¿O es que la mala puta de tu querida te los ha cortado, cabronazo? Y entonces nos lanzamos a bailar el último tango, nuestra danza de la muerte al amparo de aquella capa de color rojo sangre. Me clavó cerca del corazón y en la espalda una sucia navaja de siete centímetros que había encontrado por ahí. Me quedé un instante quieta, muy quieta, sin sentir nada, pero cuando puse la mano sobre mi lado izquierdo noté que estaba mojada; miré la palma de mi mano y vi que la tenía cubierta de sangre. Caí redonda al suelo y allí quedé, con el vestido empapado en sangre, sin poder moverme, registrando conscientemente los lúgubres detalles de aquella escena dantesca. Norman permanecía inmóvil mientras el negro desconocido intentaba ayudarme. –Tenemos que llevarla al hospital, dijo el negro. De pronto sentí que Norman me daba un puntapié. –Apártate de ella. Deja que la cabrona se muera. El hombre intentó levantarme pero mi marido lo apartó y yo volví a caer al suelo; luego se puso a perseguirlo por la casa dándole puñetazos. Finalmente mi nuevo amigo derribó a Norman de una trompada, me tomó en brazos, corrió hacia el ascensor y bajamos al vestíbulo, donde aun quedaba un manojo de invitados medio borrachos. Alguien llamó a un médico y a una ambulancia. Mientras esperábamos, uno de lo amigos de Mailer me tomaba de la mano en un intentó por consolarme, mientras me insistía en que protegiera a mi marido diciendo a la policía que me había caído sobre los vidrios de una botella rota. Accedí, demasiado dolorida y conmocionada para protestar (322-324).
Adele fue operada de urgencias durante seis horas; se salvó de milagro. Estuvo tres semanas en la unidad de cuidados intensivos porque el postoperatorio se complicó con una pleuresía. Poco después de la operación, Norman se las ingenió para presentarse en el hospital. … Me dió pánico verlo. –¡Dios! ¿Qué haces aquí? Le dije a la enfermera que no quería verte. –Nena, no llames. He venido a ver cómo estás. –Ya lo ves, ¡ahora lárgate! Se acercó para besarme pero yo me aparté. –Sólo quiero hablar contigo –dijo sentándose sobre la cama y tratando de cogerme la mano. –No me toques, déjame en paz. Tenía la cara pálida, macilenta, y unas enormes ojeras. Me miró detenidamente, con el ceño fruncido. –No le has dicho nada a la policía, ¿no? Seguirás con la historia de la botella rota, ¿no es cierto? –Sí, sí. Ahora vete. –¿Por qué estás tan asustado? Es algo que no tolero. ¿Sabes que te vi cuando te llevaban a la sala de operaciones, y que nunca te encontré tan hermosa? ¿Es que no entiendes por qué lo hice? Porque te quiero y tenía que salvarte del cáncer? Lo miré pensando que estaba rematadamente loco. ¿Quién era ese extraño? Una vez nos habíamos amado con pasión, pero en ese momento detestaba a ese frío hijo de puta con toda mi alma ((329-330).
A Norman lo ingresaron en el Bellevue Psychiatric Hospital (una estrategia para evitar el arresto) y allí le diagnosticaron esquizofrenia paranoica. El psiquiatra que lo atendía fue a visitar a Adele para recomendarle que autorizara un tratamiento de electroskock. Sin embargo, a pesar de las tentaciones (firma y deja que le frían los sesos a ese cabrón), se negó. Después de más de un mes en el hospital, Adele volvió a su casa. Poco tiempo después, también llegó Norman, como si no hubiera pasado nada. Se celebró el juicio y Adele testificó que no sabía quién la había apuñalado. Mailer pactó el cargo de asalto en tercer grado y lo condenaron a cinco años de libertad condicional. La pareja siguió junta todavía varios meses. Norman retomó su activa vida social, aceptando multitud de invitaciones: volvía al seno de sus compasivos amigos literarios. Por fin, una noche, a propósito de la repetición de una escena como las de antes del apuñalamiento, Adele explotó. Le hizo una maleta con su ropa y cuando llegó: –Vete a la mierda, hijo de puta. ¡Sal de mi vida! Y al día siguiente llamé a mi abogado (344-345). Diez años después, Dick Cavett lo entrevistó en su programa sobre la psicología del asesinato. Norman dijo que creía que la violencia prevenía el cáncer y que él había querido experimentar el acto de asesinar. Tampoco hubo entonces ningún atisbo de arrepentimiento, sólo su gélida prescindencia y, como siempre, su preocupación absoluta por sí mismo (347). Fueron necesarios veintiocho años y dos bourbons para que Norman balbuceara una frase: «Adele, lamento haberte arruinado la vida.» Sucedió en la fiesta que se celebró en su piso de Brooklyn Heights en 1988, con motivo de la boda de nuestra hija (331).
No sé si la entrevista en el programa de Dick Cavett a la que se refiere Adele en su libro es la famosa de 1971 en la que estaba también Gore Vidal contra el que arremetió Mailer bastante agresiva y maleducadamente. He visto parte de la misma en internet y hace una breve referenciaa que apuñaló a su mujer pero no he encontrado nada sobre el cáncer y la violencia.
ResponderEliminarParece que tenía obsesión por el cáncer, también lo nombra durante el episodio del diafragma.
ResponderEliminarY vuelvo a reiterar lo que dije hace unas entradas: que el mundo literario está lleno, por desgracia, de devotos que les perdonan a ciertas figuras cualquier canallada que cometan, o la relativizan de un modo vergonzoso y repugnante. No creo, con franqueza, que sólo quisieran callar por el interés personal...
Cuando alguien es "de los nuestros" se le suele amparar, disculpar, proteger. No me parece malo por principio pero, claro, tiene sus límites. Ciertamente, la "beautiful people" del mundo literario neoyorkino superó largamente esos límites.
EliminarCuriosa esa hipocondría de Gómez de la Serna con el cáncer; la desconocía.
ResponderEliminarEn cuanto a la discusión semántica con Vanbrugh, prefiero dejarla. Para mí es claro que consentir implica permitir algo voluntariamente y que eso es una diferencia muy real (muy importante) respecto de soportar, aguantar, sufrir, etc. Justamente por ello me parecía poco afortunada la elección del verbo ya que parece indicar que una mujer maltratada admite de forma voluntaria (consiente) que la maltraten. Pero, en fin ...
Por una vez, tiraré del DRAE:
ResponderEliminarConsentir: permitir algo, o condescender en que se haga.
Permitir: No impedir lo que se pudiera o debiera evitar.
Quien no impide que se haga algo que debiera evitar, lo consiente.
Lo demás son connotaciones.
No hagas trampillas, Vanbrugh. La segunda acepción de permitir en el DRAE es “No impedir lo que se pudiera y debiera evitar”. Hay una conjunción y no una o. Por lo tanto, para que alguien permita algo tiene no sólo que deber evitarlo sino, sobre todo, poder evitarlo. Si uno no impide que ocurra algo porque no puede impedirlo aún queriendo impedirlo, ese alguien no está consistiendo que ocurra. Todo ello, ajustándome estrictamente a las definiciones del DRAE. Es decir, en buena lógica la conclusión no es la tuya (“quien no impide que se haga algo que debiera evitar, lo consiente) sino “quien no impide que se haga algo, pudiendo evitarlo, lo consiente”. O lo que es lo mismo, no lo consiente si no puede impedir que ocurre.
ResponderEliminarY conste que, como tú, no creo que la RAE sea un argumento definitivo, pero en todo caso, lo que hacen estas definiciones es reforzar la idea que llevo defendiendo (y que creo que la gran mayoría de los hispanohablantes compartimos) de que el verbo consentir implica voluntariedad de quien consiente. Y si esa es la acepción que mayoritariamente entendemos quienes nos comunicamos en español, si tú dices que una mujer maltratada consiente el maltrato, una gran mayoría entenderá que dices que la mujer está de acuerdo con que la maltrate su marido. Por eso te dije (y lo mantengo) que fue una elección desafortunada del término y que era más adecuado cualquier otro, como soportar. No creo que tuviera mayor importancia el comentario; bastaría con reconocer que, en efecto, el término consentir puede dar a entender a mucha gente que dices algo que no es lo que quieres decir. Pero en fin, lo importante es mantenella …
Compruebo consternado que, efectivamente, es y, y no o la conjunción que usa el DRAE. Doy mi solemne palabra de que de buena fe creí que no era así. Si he hecho "trampillas", ha sido inconscientemente y convencido de lo contrario. Si me hubiera percatado de esa inoportuna y me habría limitado a no usar el DRAE en mi defensa, visto que, efectivamente, no me defiende en absoluto; es decir, me habría ahorrado el comentario entero, lo que probablemente habría sido la mejor opción en cualquier caso. Espero que me creas cuando te aseguro que me esfuerzo, en lo que puedo, en no hacer nunca ese género de trampillas, al menos deliberadamente.
ResponderEliminarSigue sin parecerme desafortunada mi opción por "consentir". Sigo pensando que, objetivamente, quien soporta involuntariamente el maltrato no hace nada distinto frente a él que quien lo sufre de buen grado, y que el verbo consentir se ajusta sin chirridos a ambos no haceres. Y no insisto en ello por mantenella, como dices creer, sino porque me parece un aspecto importante de la cuestión. La facilidad con la que se acepta la pasividad de las maltratadas facilita y fomenta en alguna medida que las maltratadas se comporten pasivamente.
No conocía la frase de Jung. Me parece absolutamente acertada. Creo que el amor y el poder son mutuamente excluyentes, y que una pareja en la que aparecen relaciones de poder podrá durar, si esas relaciones alcanzan algún modo de equilibrio, pero será siempre una "mala" pareja. (Entendiendo por "mala" no otra cosa que una pareja de la que yo en ningún caso querría formar parte). La mayoría de parejas que conozco que han naufragado lo han hecho por una cuestión de ese género. Y la mayoría de parejas que conozco en las que se plantean cuestiones de este género, acaban naufragando.
ResponderEliminarY la frase de Montaigne, que tampoco conocía, me parece genial y acertadísima.
Yo también me adhiero a las frases del por lo común 'cuentista' en cualquiera de sus acepciones Jung y la del genial Montaigne. Pero hay un matiz importante que aquí se ignora: toda relación de pareja es en gran parte una interrelación única y misteriosa que no se puede resumir en generalidades, al igual que la vida de cualquier persona. Yo creo que hay otra circunstancia: hay relaciones de pareja que se enquistan, se ritualizan, se enconan, y otras que se reinventan de continuo, reforzando y adaptando la relación.
ResponderEliminarTe creo, Vanbrugh, por supuesto y, por tanto, retiro lo de que hayas hecho “trampillas”. También te pido disculpas por creer que sí ves la diferencia entre consentir y otro verbo, como por ejemplo soportar. Si dices que no la ves, te creo, aunque he de reconocerte que me parece bastante insólito.
ResponderEliminarEn todo caso, pareces implícitamente admitir que consentir supone voluntariedad, estar de acuerdo con el acto que se consiente. Con lo cual en lo que no ves diferencia (o diferencia relevante, al menos) es en soportar involuntariamente el maltrato o soportarlo de buen grado. Admitirás en que es cuando menos sorprendente que no veas diferencia; añado: resulta no poco provocador. Y provocar, en la medida de que excita las emociones, no es buen método para discutir (donde deben primar las razones).
S lo que pretendes decir es que tanto la que soporta como la que consiente el maltrato no hacen nada frente a este, pues vale, tienes razón, pero no deja de ser una obviedad pues no hacer nada frente a un acto es, en efecto, la parte del significado común a ambos verbos. Así volveríamos a tu tesis inicial que, reformulada, vendría a decir que si la persona maltratada no hace nada frente al maltrato, éste se refuerza.
Yo no estoy completamente de acuerdo con esa tesis (conozco algún caso en que la mujer se enfrentó a su maltratador con el resultado del agravamiento del maltrato). Podría admitir que la pasividad de la maltratada es un factor relevante en la evolución e incluso consolidación del maltrato, pero no de forma tan simple. Pero lo relevante es que al plantear tu tesis con el verbo consentir desvías la discusión, favoreciendo que no se entre al quid de la misma. Ese es uno de los motivos por los que me parece desafortunada la elección del término.
En segundo lugar, puedo estar de acuerdo en que un número muy importante de mujeres maltratadas “no hacen nada” (o no lo suficiente) frente al maltrato, pero el número de las que lo consienten, el número de las que “lo sufren de buen grado”, es mínimo cuando no nulo. Al decir “el maltrato siempre se consolida y crece gracias al consentimiento de la víctima” no sólo dices que se consolida y crece gracias a la pasividad de la víctima sino gracias a una pasividad “de buen grado”. Si hubieras dicho “gracias a la pasividad de la víctima” tu tesis (aún siendo discutible) sería aceptable porque incluye a todas las mujeres maltratadas que no hacen nada (o no hacen lo suficiente) frente al maltrato, tanto las que lo sufren contra su voluntad como las que lo hacen de buen grado. Al decir “gracias al consentimiento” estás reduciendo la causa a las mujeres maltratadas de buen grado, lo cual deja tu tesis en absurda porque éstas prácticamente no existen.