Escritor peleando con su joven dama. Caminaban hacia la casa de ella y, según se prolongaba la discusión, sus cuerpos se iban separando.
La joven dama insuflaba energía a la discusión. Elevó la voz, su cabeza y sus hombros se movieron hacia él como para añadir peso a sus palabras, y de pronto se dio la vuelta disgustada, sus tacones golpeando el pavimento en el ritmo exacto que indicaba que estaba furiosa.
El escritor sufría con dignidad. Ponía una pierna delante de la otra, miraba directamente al frente, expresión apenada, sonreía tristemente de vez en cuando y asentía con la cabeza a cada palabra que ella pronunciaba.
“Estoy harta de ti”, gritó la joven dama, “estoy cansada de que te creas tan superior. ¿Qué tienes para creerte superior?”
“Nada”, dijo el escritor con voz muy tranquila, en tono tan suave que sugería que la respuesta habría debido ser “tengo mi santidad, eso me hace superior”.
“¿Alguna vez me das algo?” Pregunta la joven dama y se responde ella misma: “ni siquiera me das la hora. Eres el hombre más frío que jamás he conocido”.
“Eso no es verdad”, sugiere el escritor conciliadoramente.
“¿No lo es? Todo el mundo piensa que eres encantador y amable, todos menos aquéllos que te conocen. Cualquiera que te conozca lo sabe”.
El escritor no se sentía en absoluto indiferente. Le gustaba mucho esa joven dama y no quería verla infeliz. Si bien otra parte de su mente se fijaba en la forma en que construía sus frases, cómo la última palabra de una oración parecía dar impulso para iniciar la siguiente, era capaz de prestar atención a todo lo que ella decía.
“¿Crees que estás siendo justa?”
“Al fin he logrado comprenderte”, dijo ella enfadada, “tú no quieres estar enamorado. Tú solo quieres decir las cosas que se supone que hay que decir y observar los sentimientos que se supone que hay que sentir”.
“Te quiero. Aunque sé que no me crees”, dijo el escritor.
“Eres una momia. No eres más que … una momia egipcia”.
El escritor pensó que, cuando la joven dama se enfadaba, sus metáforas eran, en el mejor de los casos, de escasa inspiración. “De acuerdo, soy una momia”, dijo suavemente.
Esperaron a que cambiara el semáforo. De pie en la acera, él sonreía tristemente, y la tristeza de su rostro era tan completa, tan paciente y tan perfecta, que la joven dama se arrojó a cruzar la calzada, al trote sobre sus altos tacones. El escritor tuvo que correr unas zancadas para alcanzarla.
“Tu actitud ahora es diferente”, continuó ella. “No te preocupas de mí. Quizá antes si lo hacías pero ya no. Cuando me miras no estás realmente mirándome. Para ti no existo. Sabes que haces eso. Desearías estar en cualquier otro lugar, lejos de mí. No te gusto cuando soy antipática. Piensas que soy vulgar. Muy bien, soy vulgar, soy demasiado vulgar para tus refinados sentidos. ¿No es una pena? ¿Piensas que el mundo comienza y acaba contigo?”
“No”.
“¿No, qué?” Gritó ella.
“¿Por qué estás tan enfadada? ¿Es porque sientes que no te he prestado suficiente atención esta noche? Lo siento si ha sido así. No ha sido a propósito. Te amo, de verdad”.
“Oh, me amas; oh, sí, me amas de verdad”, lo decía con una voz cargada de tanto sarcasmo que casi parecía un llanto. “Quizá me gustaría pensar eso, pero te conozco mejor”. Su cuerpo se inclinó hacia el suyo mientras caminaban. “Hay una cosa que tengo que decirte”, continuó con amargura. “Hieres a la gente más de lo que podría hacerlo la persona más cruel del mundo. ¿Y por qué? Te diré por qué. Es porque nunca sientes nada pero haces creer que sí”. La joven dama se dio cuenta de que él no la estaba escuchando y exasperada le espetó: “¿En qué estás pensando ahora?”
“En nada. Te estoy escuchando y desearía que no estuvieras tan alterada”.
En realidad, el escritor se sentía incómodo. Se le había ocurrido una idea y quería apuntarla; le crecía la ansiedad pensando que si no sacaba el cuaderno del bolsillo de su chaleco y anotaba enseguida la idea, la iba a olvidar. Probó a repetirse varias veces el pensamiento para así fijarlo en la memoria, pero sabía que eso no garantizaba nada.
“Estoy alterada”, dijo la joven dama. “Por supuesto que estoy alterada. Sólo una momia no se altera, sólo una momia puede ser siempre razonable y educada, porque las momias no sienten nada. ¿Qué estás pensando?”
“No es importante”, dijo él. Pensaba que si sacaba el cuaderno del bolsillo y lo apoyaba en la palma de la mano, podría ser capaz de garabatear en él un rato mientras caminaban. Y a lo mejor ella no se daba cuenta.
Resultó ser demasiado difícil. Tuvo que detenerse bajo una farola. Su lápiz bosquejaba a toda velocidad un guión nervioso y elíptico mientras sentía a su lado la presión de la presencia de ella. “Crisis emocional agravada por el cuaderno. Joven escritor, novia. Escritor acusado de ser observador, no participante en la vida. Se le ocurre una idea que debe escribir en su cuaderno. Lo hace, y la pelea se intensifica. La chica rompe la relación.
“Acabas de tener una idea”, murmuró la joven dama.
“Mmmm”, respondió él.
“Ese cuaderno. Sabía que sacarías ese cuaderno”, empezó a llorar. “No eres más que un cuaderno”, gritó y empezó a correr por la calle, alejándose de él, sus altos tacones como brillantes tatuajes que se burlaban de sus penas.
“No, espera”, la llamó. “Espera, deja que te explique”.
Pensó el escritor que si estuviera contando este episodio, los matices podrían ser algo distintos. Tal vez debiera enfocarse en que lo que motiva al joven a sacar su cuaderno es que cree que ésa sería la mejor manera de destruir lo que quedaba de la relación. Le pareció una buena idea.
De repente, también se le ocurrió que tal vez esto era justamente lo que había hecho. ¿Habría querido acabar con su propia relación con su propia novia? Consideró la cuestión, orgulloso de no ocultarse nada a sí mismo, por desagradable que fuese.
Pero no, no creía que fuera así, concluyó. A él le gustaba la joven dama, le gustaba mucho y no deseaba que la relación terminara. Sorprendido, se dio cuenta de que ya estaba a casi una manzana de distancia. Empezó a correr persiguiéndola. "No, espera", gritó. "Te lo explicaré, te lo prometo". Y mientras corría el cuaderno rebotaba cálidamente contra su costado, una mascota, un compañero siempre fiel, siempre cariñoso.
Norman Mailer (primeros años 50)
No creo, como la mujer del relato, que es una momia, pero si el relato es fidedigno, sí creo que Mailer sufre de un pelín de narcisismo: percibe toda la escena como si le pasara a otro y siente la necesidad obvia de enmarcarla en una narrativa cuando todavía esta ocurre.
ResponderEliminarP.D: Perdón, pero he olvidado comentar que mi lista de blogs indica que, hace tres días, escribiste la segunda parte de Un amor tempestuoso, pero no se encuentra aquí. Presumo que la publicarías por alguna razón, pero luego la quitarías...
EliminarEl relato describe eso justamente, sí. No sé si el calificativo pertinente a ese tipo de personajes es el de narcisita, yo diría que no (he de reconocer que, hace muchos años, viví esa sensación, no en grado tan exagerado pero ...)
EliminarEse segundo capítulo lo tengo a medias. Lo publiqué por error y enseguida lo pasé a borrador.
EliminarNorman Mailer no es mal escritor, desde luego, ni tan bueno como él se creía, pero el personaje me resulta profundamente desagradable
ResponderEliminarNo, Mailer no es mal escritor,probablemente fue de los mejores de su generación y nacionalidad. Ciertamente, tampoco era tan bueno como él se creía, lo que pasa es que esa afirmación puede hacerse de casi cualquier escritor: todos están convencidos de ser mejores de lo que son. Estoy ahora releyendo (intercaladamente)algunos de sus ensayos cortos; me enganchan más que las tres novelas suyas que he leído.
EliminarEn cuanto a su carácter, pues sí, me da que no debía ser muy agradable. De hecho, para escribir la serie que he interrumpido estoy leyendo dos biografías (lo malo es que como están en inglés voy despacito).