La muerte de John Biddle en 1662 pareció acallar las discusiones sobre la Trinidad; además, durante los Estuardo (Carlos II y Jacobo II), con sus veleidades católicas, el horno no estaba para bollos antitrinitarios. Aún así, los socinianos ingleses, con relativa discreción se reunían entre ellos y recibían a exiliados polacos y sus escritos. Como ya dije, uno de los discípulos de Biddle, Henry Hedworth (de quien muy poco se sabe), fue uno de los más activos y le toca el honor de emplear por primera vez en Inglaterra el término “unitario”. Fue en un tratado sobre los cuáqueros que publicó anónimamente en 1672. Los cuáqueros, dicho sea de paso, eran uno de los varios grupos disidentes que habían surgido durante la Guerra Civil (hacia mediados del XVII) y que había tenido un espectacular crecimiento, predicando la doctrina de que se podía vivir la experiencia de comunión con Jesucristo sin necesidad de intermediarios eclesiásticos ni ritos o sacramentos. Como es lógico, no podían ser planteamientos bien vistos por el establishment y en los años sesenta fueron rigurosamente perseguidos, hasta la Ley de Tolerancia con la que Guillermo de Orange inició su reinado. El cuáquero más famoso de esa época (y de toda la historia, diría yo) fue William Penn –quien tendría que cruzar el charco para fundar Pennsylvania– y fue él precisamente quien, en escritos de respuesta al tratado de Hedworth desveló su identidad, calificándolo como un “manso e imparcial sociniano”. En todo caso, la actividad casi clandestina de Hedworth muestra a las claras que no traía mucha cuenta negar la Trinidad, lo que no impedía que motivados casi únicamente por sus convicciones religiosas, aquellos tipos se empeñaran en jugársela para convencer a sus paisanos de que en Dios no había tres personas. Otro que hacia lo mismo fue un tal Thomas Firmin, un comerciante acomodado que gastó sumas considerables en financiar las actividades de los pre-unitarianos (incluyendo viajes y estancias de exiliados foráneos). En 1687, todavía bajo Jacobo II pero justo aprovechando la Declaración de Indulgencia (que suspendía las sanciones penales contra quienes no profesaban el anglicanismo y permitía el ejercicio privado de las religiones no oficiales), financia la publicación de A Brief History of the Unitarians, called also Socinians (“Una breve historia de los unitarios, llamados también socinianos”), escrita por Stephen Nye. Esta es la primera vez que el término Unitariano aparece en el título de una obra impresa; añado que en la mencionada Declaración de Indulgencia también se cita expresamente a los unitarianos (como distintos de los protestantes, por cierto). O sea que para el advenimiento de Guillermo de Orange, aunque todavía no se hubiera fundado una iglesia como tal, las creencias unitarianas habían alcanzado ya suficiente maduración.
El libro de Nye (y en menor medida el que escribió el propio Firmin en 1688: Brief Notes on the Creed of St. Athanasius) acotó las posiciones de los unitarianos ingleses, señalando las diferencias con la tesis arrianas y las de Fausto Sozzini. Su publicación generó la que se ha llamado controversia sociniana (o unitariana). El primero en entrar en liza fue William Sherlock, uno de los más célebres predicadores anglicanos de la época a quien Nye había tildado de tri-teísta; Sherlock, indignado, publicó Vindication of the doctrine of the holy and ever blessed Trinity (“Vindicación de la doctrina de la Santa y siempre Bendita Trinidad”). He pasado un largo y entretenido rato leyendo este magnífico ejemplo de bizantinismo anglicano (aquí) y apreciando la insistencia del ortodoxo Sherlock en dejar claro que los “arrianos, macedonianos y socinianos” eran heréticos, para lo cual incluso se esfuerza por explicar el misterio (por lo visto a él no se le apareció un angelito como a San Agustín para hacerle ver la vanidad de sus intentos). Pero obviamente, tratar de relatar los argumentos, aparte de que no interesaría a nadie (salvo a algún friki teológico, si es que queda alguno), me metería en un laberinto por un tiempo de duración indefinida. Así que baste decir que fue un debate apasionado que se alargó casi durante una década, que, como suele ocurrir, no permitió llegar a ningún acuerdo sino que, al contrario, ahondó la división entre las dos posiciones, cohesionando a cada grupo internamente. Aunque hubo un movimiento entre los anglicanos –los llamados latitudinarios– que fomentaban una mayor apertura de la Iglesia de la Inglaterra, en el asunto de la Trinidad la controversia contribuyó a reforzar las posiciones ortodoxas. Como, al fin y al cabo, la Iglesia anglicana estaba vinculada al Estado, la polémica se zanjó en 1697 con la promulgación de la Blasphemy Act, ley del Parlamento que penalizaba a cualquiera que negase la Santísima Trinidad, que afirmara que había más de un Dios, y que cuestionara la Verdad del Cristianismo y la autoridad divina de la Biblia. Los unitarianos quedaban fuera de la Ley (también otros apóstatas recientes, como los panteístas racionalistas de John Toland, un tipo que merece ser revisado, pero no ahora). No obstante, más allá de la prohibición formal del anti-trinitarismo, no hubo casi consecuencias para estos disidentes ya que la Ley exigía denuncias casi inmediatas al acto punible y, en la práctica, casi nunca se aplicó. Hubo que esperar a 1813 para que la doctrina unitariana fuera excluida de la Ley, y hasta 1966 (!) para que se derogara.
En realidad, lo que subyacía en la fértil eclosión de movimientos disidentes y lo que también la controversia sociniana puso de manifiesto, fue la creciente incomodidad de muchos de los cristianos cultos ingleses ante los conflictos entre el Credo que la Iglesia les imponía y la razón. Ello se agravaba, además, al comprobarse que muchos de los dogmas no tenían base en los Evangelios (ni siquiera en la Biblia) sino que habían sido “inventados” muy posteriormente, como, por ejemplo y principalmente, el de la Trinidad. En consecuencia, una de las respuestas –personales y colectivas– más frecuentes fue reclamar la mayor simplificación posible de la doctrina, una vuelta al cristianismo de los primeros tiempos (aparte de los libros unitarianos ya citados, en los inicios de la controversia sociniana tuvo mucho peso la publicación de una obra cuyo título es ya bastante expresivo: El Evangelio desnudo, por Arthur Bury). Este intento de conciliación entre fe (cristiana) y razón está en la base del unitarianismo (así como de otros movimientos disidentes de esos tiempos) y no debe perderse de vista, ya que ha pervivido y permite explicar que en la actualidad muchos ya no estén muy seguros de que esta religión pueda adscribirse al cristianismo, por más que en sus orígenes –como estamos viendo– fuera una secesión de las doctrinas protestantes (calvinismo primero, anglicanismos después). En cierto modo, la controversia sociniana, a pesar de referirse aparentemente a una materia tan específica como la cristología, anuncia el advenimiento de la Ilustración, la optimista creencia de que la inteligencia humana podía combatir la ignorancia y la superstición para crear un mundo mejor, para propiciar la felicidad de todos. Conviene recordar que Newton negaba la Trinidad e incluso afirmaba que se habían falseado las Escrituras para sustentarla (lo que le supuso no pocos problemas prácticos pese a su prestigio) y que el propio Locke siguió con interés la controversia sociniana y publicó en 1695 “La racionabilidad del cristianismo”, también conocida como “Una vindicación de la racionabilidad del cristianismo, escrito en defensa de la autoridad divina y base racional de la fe cristiana”. Esta obra influyó notablemente en los unitarianos y los impulsó a su constitución como Iglesia propia.
Pero pasaron aún varias décadas para que eso ocurriera. Durante la primera mitad del XVIII las congregaciones disidentes a la Iglesia anglicana crecieron y se consolidaron. Aunque los cristianos “no conformistas”, a partir de Guillermo de Orange, fueron tolerados, estaban sometidos a ciertos límites, tanto en su formación como en su predicación. Eso contribuyó a que muchos de los que habrían de ser ministros presbiterianos, bautistas o de cualquier otra corriente protestante inglesa, estudiaran en Holanda, que en aquellos tiempos se caracterizaba por el predominio del espíritu crítico (racionalista) bajo la influencia del movimiento sociniano. De modo que, pese a que después de la famosa controversia pareció que se aparcaban los debates teológicos, lo cierto es que entre los más preparados de los clérigos disidentes (e incluso entre no pocos anglicanos) se iba expandiendo la idea de que el cristianismo tenía que poder acoger opiniones diversas (siempre que se mantuvieran los elementos básicos de la fe), que la Iglesia debería permitir la libertad de creencias. En el fondo, muy en la línea de los tiempos que corrían, cada vez había más que defendían que la religión debía ser compatible con la racionalidad, que no debía obligarse a creer en dogmas que se contradijeran con los principios de la razón. Así, a lo largo de las dos o tres generaciones posteriores a la controversia, se fue ahondando una división en casi todas las corrientes religiosas entre “progresistas” y “conservadores”. Lo crucial no era si se aceptaban o no los 39 Artículos (el dogma de la Trinidad en primer lugar), sino si se admitía que se podía ser cristiano sin aceptarlos. Aunque, naturalmente, quienes admitían la libertad de conciencia tendían a cuestionar la Trinidad, si bien la mayoría solía evitar declaraciones expresas para no meterse en problemas. Aún así, en forma más o menos subterránea, el disenso cristológica iba progresando y, como era lógico, de la negación de las Tres Personas se pasó a cuestionar la propia divinidad de Jesús. En fin, concluyendo: hacia el tercer cuarto del siglo, un gran número de ministros e iglesias disidentes de Gran Bretaña e Irlanda no imponían a sus fieles un credo único y obligatorio, practicaban una amplia tolerancia en cuanto a las creencias y asumían mayoritariamente la humanidad de Cristo. Habían llegado muy lejos en la reforma religiosa pero de forma espontánea, casi sin darse cuenta. De otra parte, tampoco había conciencia de unidad, eran simplemente varias congregaciones dispersas sin un líder común que las agrupara.
Fundamental en la creación de la Iglesia Unitariana fue Joseph Priestley, una de las figuras más importantes del panorama intelectual británico del XVII. Pero una vez anotada su importancia en esta historia, voy a concederme la licencia de no detenerme en él; en primer lugar porque es sobradamente conocido y, en segundo, porque el cuento empieza a hacérseme demasiado largo (que aún tengo que saltar el charco). Así que digamos directamente el nombre del fundador oficial, como religión propia, del unitariasmo: Teophilus Lindsey (1723-1808), hijo de un comerciante escocés que, desde muy niño, demostró altas dotes para el estudio, y que tras graduarse en el St John's College de la Universidad de Cambridge, decidió ordenarse clérigo de la iglesia anglicana. Si bien durante su carrera eclesiástica le ofrecieron cargos importantes, prefirió mantenerse como pastor rural en Yorkshire, muy involucrado con las vidas de sus feligreses. Pero, a pesar de mantenerse dentro de la Iglesia, cada vez sentía más escrúpulos de conciencia con los dogmas doctrinales y, muy en particular, se sentía fuertemente incómodo con unos ritos en los que ofrecía adoración divina a Cristo y al Espíritu Santo lo que, para él, suponía alejarse del monoteísmo. Por esa época, a principios de la década de los setenta, se organizó un movimiento de anglicanos en cuyo seno se redactó una petición al Parlamento para que se suprimiese la exigencia de adhesión a los Treinta y nueve artículos. Lindsey colaboró intensamente en la campaña, no dudando en firmar el escrito e intentar conseguir el mayor número posible de apoyos (aunque había gran simpatía hacia la causa, muchos no firmaron por miedo). En 1772 por primera vez y en 1774 por segunda, el Parlamento rechazó la petición (permitir la libertad religiosa traería la disgregación de la Iglesia anglicana, pensaron, y ello debilitaría el sistema sociopolítico del país). Ante el fracaso de esta nueva intentona liberalizadora, casi todos volvieron a seguir haciendo lo que hacían pero Lindsey entendió que no podía continuar predicando una doctrina y oficiando unos ritos en los que no creía. Así que, aunque más de uno trató de disuadirlo, vendió todo lo que tenía y sin casi medios, se fue con su esposa a Londres; había ya cumplido los cincuenta años y rompía con una vida segura. Con la ayuda de algunos amigos (muchos otros le dieron la espalda para no verse comprometidos), alquiló un pequeño local en la calle Essex y allí abrió la primera capilla para el culto religioso según los principios unitarios (previamente había elaborado un Libro de Oraciones para sus liturgias). Al primer servicio asistieron unas doscientas personas, incluyendo un lord, varios clérigos anglicanos, Priestley (con quien llevaba años de buena amistad) y Benjamin Franklin, que estaba entonces en la capital inglesa en representación de las colonias norteamericanas. Poco a poco la congregación fue creciendo y, aunque vigilada por las desconfiadas autoridades, no sufrió casi problemas. En 1793, con casi veinte años al frente de la Iglesia unitariana, Lindsey cedió su puesto a John Disney, otro pastor que había renegado del anglicanismo. Antes de su muerte en 1808, Teophilus pudo comprobar, imagino que con satisfacción, que la Iglesia que había fundado se había extendido por las Islas Británicas y Francia, y que incluso había dado el salto a Nueva Inglaterra. Allí, a la King’s Chapel de Boston, iremos en el siguiente post.
El libro de Nye (y en menor medida el que escribió el propio Firmin en 1688: Brief Notes on the Creed of St. Athanasius) acotó las posiciones de los unitarianos ingleses, señalando las diferencias con la tesis arrianas y las de Fausto Sozzini. Su publicación generó la que se ha llamado controversia sociniana (o unitariana). El primero en entrar en liza fue William Sherlock, uno de los más célebres predicadores anglicanos de la época a quien Nye había tildado de tri-teísta; Sherlock, indignado, publicó Vindication of the doctrine of the holy and ever blessed Trinity (“Vindicación de la doctrina de la Santa y siempre Bendita Trinidad”). He pasado un largo y entretenido rato leyendo este magnífico ejemplo de bizantinismo anglicano (aquí) y apreciando la insistencia del ortodoxo Sherlock en dejar claro que los “arrianos, macedonianos y socinianos” eran heréticos, para lo cual incluso se esfuerza por explicar el misterio (por lo visto a él no se le apareció un angelito como a San Agustín para hacerle ver la vanidad de sus intentos). Pero obviamente, tratar de relatar los argumentos, aparte de que no interesaría a nadie (salvo a algún friki teológico, si es que queda alguno), me metería en un laberinto por un tiempo de duración indefinida. Así que baste decir que fue un debate apasionado que se alargó casi durante una década, que, como suele ocurrir, no permitió llegar a ningún acuerdo sino que, al contrario, ahondó la división entre las dos posiciones, cohesionando a cada grupo internamente. Aunque hubo un movimiento entre los anglicanos –los llamados latitudinarios– que fomentaban una mayor apertura de la Iglesia de la Inglaterra, en el asunto de la Trinidad la controversia contribuyó a reforzar las posiciones ortodoxas. Como, al fin y al cabo, la Iglesia anglicana estaba vinculada al Estado, la polémica se zanjó en 1697 con la promulgación de la Blasphemy Act, ley del Parlamento que penalizaba a cualquiera que negase la Santísima Trinidad, que afirmara que había más de un Dios, y que cuestionara la Verdad del Cristianismo y la autoridad divina de la Biblia. Los unitarianos quedaban fuera de la Ley (también otros apóstatas recientes, como los panteístas racionalistas de John Toland, un tipo que merece ser revisado, pero no ahora). No obstante, más allá de la prohibición formal del anti-trinitarismo, no hubo casi consecuencias para estos disidentes ya que la Ley exigía denuncias casi inmediatas al acto punible y, en la práctica, casi nunca se aplicó. Hubo que esperar a 1813 para que la doctrina unitariana fuera excluida de la Ley, y hasta 1966 (!) para que se derogara.
En realidad, lo que subyacía en la fértil eclosión de movimientos disidentes y lo que también la controversia sociniana puso de manifiesto, fue la creciente incomodidad de muchos de los cristianos cultos ingleses ante los conflictos entre el Credo que la Iglesia les imponía y la razón. Ello se agravaba, además, al comprobarse que muchos de los dogmas no tenían base en los Evangelios (ni siquiera en la Biblia) sino que habían sido “inventados” muy posteriormente, como, por ejemplo y principalmente, el de la Trinidad. En consecuencia, una de las respuestas –personales y colectivas– más frecuentes fue reclamar la mayor simplificación posible de la doctrina, una vuelta al cristianismo de los primeros tiempos (aparte de los libros unitarianos ya citados, en los inicios de la controversia sociniana tuvo mucho peso la publicación de una obra cuyo título es ya bastante expresivo: El Evangelio desnudo, por Arthur Bury). Este intento de conciliación entre fe (cristiana) y razón está en la base del unitarianismo (así como de otros movimientos disidentes de esos tiempos) y no debe perderse de vista, ya que ha pervivido y permite explicar que en la actualidad muchos ya no estén muy seguros de que esta religión pueda adscribirse al cristianismo, por más que en sus orígenes –como estamos viendo– fuera una secesión de las doctrinas protestantes (calvinismo primero, anglicanismos después). En cierto modo, la controversia sociniana, a pesar de referirse aparentemente a una materia tan específica como la cristología, anuncia el advenimiento de la Ilustración, la optimista creencia de que la inteligencia humana podía combatir la ignorancia y la superstición para crear un mundo mejor, para propiciar la felicidad de todos. Conviene recordar que Newton negaba la Trinidad e incluso afirmaba que se habían falseado las Escrituras para sustentarla (lo que le supuso no pocos problemas prácticos pese a su prestigio) y que el propio Locke siguió con interés la controversia sociniana y publicó en 1695 “La racionabilidad del cristianismo”, también conocida como “Una vindicación de la racionabilidad del cristianismo, escrito en defensa de la autoridad divina y base racional de la fe cristiana”. Esta obra influyó notablemente en los unitarianos y los impulsó a su constitución como Iglesia propia.
Pero pasaron aún varias décadas para que eso ocurriera. Durante la primera mitad del XVIII las congregaciones disidentes a la Iglesia anglicana crecieron y se consolidaron. Aunque los cristianos “no conformistas”, a partir de Guillermo de Orange, fueron tolerados, estaban sometidos a ciertos límites, tanto en su formación como en su predicación. Eso contribuyó a que muchos de los que habrían de ser ministros presbiterianos, bautistas o de cualquier otra corriente protestante inglesa, estudiaran en Holanda, que en aquellos tiempos se caracterizaba por el predominio del espíritu crítico (racionalista) bajo la influencia del movimiento sociniano. De modo que, pese a que después de la famosa controversia pareció que se aparcaban los debates teológicos, lo cierto es que entre los más preparados de los clérigos disidentes (e incluso entre no pocos anglicanos) se iba expandiendo la idea de que el cristianismo tenía que poder acoger opiniones diversas (siempre que se mantuvieran los elementos básicos de la fe), que la Iglesia debería permitir la libertad de creencias. En el fondo, muy en la línea de los tiempos que corrían, cada vez había más que defendían que la religión debía ser compatible con la racionalidad, que no debía obligarse a creer en dogmas que se contradijeran con los principios de la razón. Así, a lo largo de las dos o tres generaciones posteriores a la controversia, se fue ahondando una división en casi todas las corrientes religiosas entre “progresistas” y “conservadores”. Lo crucial no era si se aceptaban o no los 39 Artículos (el dogma de la Trinidad en primer lugar), sino si se admitía que se podía ser cristiano sin aceptarlos. Aunque, naturalmente, quienes admitían la libertad de conciencia tendían a cuestionar la Trinidad, si bien la mayoría solía evitar declaraciones expresas para no meterse en problemas. Aún así, en forma más o menos subterránea, el disenso cristológica iba progresando y, como era lógico, de la negación de las Tres Personas se pasó a cuestionar la propia divinidad de Jesús. En fin, concluyendo: hacia el tercer cuarto del siglo, un gran número de ministros e iglesias disidentes de Gran Bretaña e Irlanda no imponían a sus fieles un credo único y obligatorio, practicaban una amplia tolerancia en cuanto a las creencias y asumían mayoritariamente la humanidad de Cristo. Habían llegado muy lejos en la reforma religiosa pero de forma espontánea, casi sin darse cuenta. De otra parte, tampoco había conciencia de unidad, eran simplemente varias congregaciones dispersas sin un líder común que las agrupara.
Fundamental en la creación de la Iglesia Unitariana fue Joseph Priestley, una de las figuras más importantes del panorama intelectual británico del XVII. Pero una vez anotada su importancia en esta historia, voy a concederme la licencia de no detenerme en él; en primer lugar porque es sobradamente conocido y, en segundo, porque el cuento empieza a hacérseme demasiado largo (que aún tengo que saltar el charco). Así que digamos directamente el nombre del fundador oficial, como religión propia, del unitariasmo: Teophilus Lindsey (1723-1808), hijo de un comerciante escocés que, desde muy niño, demostró altas dotes para el estudio, y que tras graduarse en el St John's College de la Universidad de Cambridge, decidió ordenarse clérigo de la iglesia anglicana. Si bien durante su carrera eclesiástica le ofrecieron cargos importantes, prefirió mantenerse como pastor rural en Yorkshire, muy involucrado con las vidas de sus feligreses. Pero, a pesar de mantenerse dentro de la Iglesia, cada vez sentía más escrúpulos de conciencia con los dogmas doctrinales y, muy en particular, se sentía fuertemente incómodo con unos ritos en los que ofrecía adoración divina a Cristo y al Espíritu Santo lo que, para él, suponía alejarse del monoteísmo. Por esa época, a principios de la década de los setenta, se organizó un movimiento de anglicanos en cuyo seno se redactó una petición al Parlamento para que se suprimiese la exigencia de adhesión a los Treinta y nueve artículos. Lindsey colaboró intensamente en la campaña, no dudando en firmar el escrito e intentar conseguir el mayor número posible de apoyos (aunque había gran simpatía hacia la causa, muchos no firmaron por miedo). En 1772 por primera vez y en 1774 por segunda, el Parlamento rechazó la petición (permitir la libertad religiosa traería la disgregación de la Iglesia anglicana, pensaron, y ello debilitaría el sistema sociopolítico del país). Ante el fracaso de esta nueva intentona liberalizadora, casi todos volvieron a seguir haciendo lo que hacían pero Lindsey entendió que no podía continuar predicando una doctrina y oficiando unos ritos en los que no creía. Así que, aunque más de uno trató de disuadirlo, vendió todo lo que tenía y sin casi medios, se fue con su esposa a Londres; había ya cumplido los cincuenta años y rompía con una vida segura. Con la ayuda de algunos amigos (muchos otros le dieron la espalda para no verse comprometidos), alquiló un pequeño local en la calle Essex y allí abrió la primera capilla para el culto religioso según los principios unitarios (previamente había elaborado un Libro de Oraciones para sus liturgias). Al primer servicio asistieron unas doscientas personas, incluyendo un lord, varios clérigos anglicanos, Priestley (con quien llevaba años de buena amistad) y Benjamin Franklin, que estaba entonces en la capital inglesa en representación de las colonias norteamericanas. Poco a poco la congregación fue creciendo y, aunque vigilada por las desconfiadas autoridades, no sufrió casi problemas. En 1793, con casi veinte años al frente de la Iglesia unitariana, Lindsey cedió su puesto a John Disney, otro pastor que había renegado del anglicanismo. Antes de su muerte en 1808, Teophilus pudo comprobar, imagino que con satisfacción, que la Iglesia que había fundado se había extendido por las Islas Británicas y Francia, y que incluso había dado el salto a Nueva Inglaterra. Allí, a la King’s Chapel de Boston, iremos en el siguiente post.
De hecho, se podría afirmar que, a pesar de que choca con los esquemas mentales de algunos, el cristianismo ayudó a la expansión de una visión racionalista del mundo por la idea de que todo el universo podía entenderse bajo unos principios universales. Tanto fue así, que acabó esta visión por tener un problema con algunos de sus propios dogmas, porque estaban en contra de la misma.
ResponderEliminarSugerente hipótesis; sin embargo, no me convence. Creo que más bien ese racionalismo surgió, a pesar del cristianismo. De hecho, gente como Newton, Locke o Priestley (a quien cito en este post y que merecería uno propio) se esforzaron tremendamente en conciliar su cristianismo con la razón.
EliminarHablo de una característica en concreto, su universalidad. Precisamente se ve que los protestantes, ya no tan universalistas, pueden sorprender por sus momentos antirracionalistas.
EliminarVaya. No consigo dar con la dirección de e-mail donde intentar mandarte el libro. Mi nombre, y mis apellidos, los de verdad, responden a las iniciales ALD. Por lo tanto, cuando te llegue un correo eléctronico de esta persona A... L... D... soy yo, no es SPAM. Aunque, tal vez, en realidad, yo mismo en el fondo no deje de ser virtualmente sino un insustancial "manojo" de spam. En fin...
ResponderEliminar¡Un fuerte abrazo! ;-)
Ya te he puesto mi dirección de correo en tu blog. La repito aquí porque creía que estaba en "datos personales": mieskahn@gmail.com. Saludos
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