No he logrado fijar con seguridad las fechas exactas en la historia de las joyas del pescador. Parece que el segundo y muy abundante hallazgo ocurrió en agosto de 1976. De otra parte, la detención del pulpero debió suceder a principios de octubre. Esto nos deja muy poco tiempo, pongamos mes y medio, para que pasaran bastantes cosas. De entrada, desde que extrajo las piezas del lecho marino (que pudo llevarle más de un día) hasta que volvió a la joyería La Esmeralda es probable que transcurrieran algunos días durante los cuales, Raúl, su mujer y también seguramente su hermano Francisco discutirían la estrategia a seguir. Decidirían ir colocándole al orfebre la mercancía poco a poco, como prueba el que en la primera visita le llevara solo tres lingotes por los que Luis Ortega le pagó 30.000 pesos (si eran iguales que el que le había vendido el año anterior, le bajó el precio, tal vez como descuento por mayor cantidad). Luego, durante los días siguientes se fue acercando periódicamente a la joyería cada vez con una o dos piezas. Desde la primera joya, quedaría meridianamente claro que estaban ante objetos histórico-artísticos; al joyero no podía caberle ninguna duda, pero estoy seguro de que tampoco a Hurtado. Ambos sabían de sobra que su obligación era entregar el tesoro y ambos, con plena conciencia de lo que hacía, decidieron que de eso nada. Ciertamente, el valor económico de cualquier de esas joyas era enormemente superior al precio del oro del que estaban hechas, pero comercializarlas como piezas arqueológicas suponía demasiado riesgo; además, probablemente Ortega no controlaba los circuitos de ese mercado que, por otra parte, ha funcionado desde siempre en América Latina (casi siempre hacia los Estados Unidos). Así que el joyero prefirió renunciar a mucho mejores ganancias a cambio de mayor seguridad y optó por la sacrílega barbaridad de fundir esas maravillosas obras de arte. Bueno, la verdad es que solo algunas, porque la policía recuperó en su poder otras que aún no habían sido condenadas al fuego aniquilador. Pero asombra la falta de escrúpulos de ese tipo, capaz de destruir magníficos y antiguos ejemplos de orfebrería, precisamente el que era su oficio.
Si tengo dudas en cuanto a las fechas exactas de esta historia, mucho menos puedo decir cuántas fueron las piezas que rescató Raúl Hurtado del mar y, de ellas, cuántas fundió en anodinos lingotes de oro el joyero Luis Ortega. En la prensa local de los primeros días de octubre (cuando salió a la luz la espectacular noticia) se habla de la recuperación policial de 15 joyas, la mayoría en la casa del pescador y alguna en la joyería. Posteriormente, cuando el asunto salta a la prensa nacional, se asegura que el tesoro extraído por Hurtado consiste en sesenta y una piezas de oro puro con un peso conjunto que superaba los diecisiete kilos. Finalmente, aunque tampoco es un dato del todo corroborado, parece que la exposición de “las joyas del pescador” que se exhibe en el Museo Baluarte de Santiago de Veracruz cuenta con unas 42 piezas, de las cuales 36 son objetos de orfebrería precolombinos. Supongo que habría que ponerse en contacto con los responsables mexicanos del INAH (Instituto Nacional de Arqueología e Historia). De otra parte, parece que del taller de Ortega la policía confiscó tres barras de oro marcadas con el monograma del emperador Carlos V y además 23 lingotes fabricados por el joyero, que se supuso (aunque no se llegó nunca a probar) que provenían de la fundición de otras piezas aztecas y que pesaban unos tres kilos y medios. De modo que podría ser que el conjunto de lo que sacó Raúl del mar veracruzano pesara del orden de veinte kilos. Siempre como mero tanteo, cabe suponer que se deshizo de un 20% del tesoro (en masa) y obtuvo por ello un total de unos cien mil pesos de 1976, algo menos de 20.000 euros actuales. Mucha pasta para un pulpero humilde, pero una cantidad muy pequeña si se considera el precio del oro, y ridículamente ínfima teniendo en cuenta el valor histórico-artístico (leo en alguna página que por esas fechas el Centro Regional de Veracruz del INAH valoró el tesoro recuperado en 2.700.000 pesos que equivaldrían a medio millón de euros actuales; una cantidad muy a la baja, sin duda, pero aún así bastante mayor que la que obtuvo el pescador). En todo caso, como leo en un artículo en inglés sobre esta historia (Aztec Gold: the Fisherman’s Treasure) publicado en la página de la Foundation for the Advancement of Mesoamerican Studies, no deja de ser sorprendente que nunca se haya divulgado públicamente el verdadero tamaño del hallazgo, lo que da pie a sospechar que hay sombras y mentiras, como más adelante referiré.
Así que tenemos a nuestro amigo Raúl más contento que unas pascuas disfrutando de su repentina riqueza y esta vez dejándose llevar por la euforia, sin guardar la discreción con que se había comportado el año anterior. Cuentan las crónicas que empezó a gastar ostentosamente. Enseguida compró un motor fuera borda y un equipo de buceo, artículos inalcanzables para un pulpero como él (estaría pensando en seguir buscando tesoros por los bajíos veracrucenses). Ofreció a amigos y vecinos frecuentes fiestas y convites (dicen que en una de ellas se consumieron cien cajas de cerveza). Pero, sobre todo, alardeó ante más de uno del tesoro que había rescatado del mar e incluso enseñó las joyas que mantenía escondidas. Que a un desgraciado como tú, al que conoces desde hace años, le bendiga de golpe la fortuna te provoca una abrasadora envidia. No se sabe, claro, quién de sus vecinos –alguno de los que habría brindado con él convidado en parrandas pagadas por Raúl– lo denunció; no descarto que hasta fueran varios los que, a escondidas, se dieran un salto a la comisaría a advertir que el miserable pulpero había encontrado un tesoro. Incluso es probable que pactaran con el comandante Donato Mesa algún acuerdo mediante el cual, denunciante y policía, salieran beneficiados. Digo esto porque parece que el tal Mesa tenía fama de corrupto, proclive a extorsionar a los ciudadanos y sacar tajada de los más diversos asuntos (unos años después lo mataron a tiros en las calles). El caso es que un día, de improviso, unos cuantos maderos se presentaron en el domicilio de Raúl. Como no encontraron nada y el pescador representó su poco creíble pantomima de inocencia, se lo llevaron de malos modos al cuartelillo y allí le obsequiaron con una paliza inmisericorde para que confesara los graves crímenes que había cometido. Aún así (o quizá por el miedo a verse en mayores problemas), el pescador aguantó con la boca cerrada, pero su mujer, presionada también, acabó descubriendo a los agentes el escondite de las joyas: enterradas en el piso del dormitorio debajo del cabecero de la cama. Francisco, al enterarse de la detención de su hermano, huyó despavorido y permaneció oculto durante un tiempo. Raúl finalmente confesó (siempre haciéndose el bobo y jurando que no sabía que fuera delito quedarse con lo que uno encontraba en el mar) y delató al joyero. Luis Ortega fue inmediatamente aprehendido, requisando de su joyería esos 23 lingotes a los que antes me referí bajo el supuesto de que era oro proveniente de la fundición de las joyas aztecas. Toda la operación policial se llevó a cabo en el primer fin de semana de octubre. Acabada ésta, a última hora del domingo 3, se puso en conocimiento de las autoridades; para entonces, según las malas lenguas, ya se había sisado del tesoro lo que tocaba. El periódico local La Tarde del lunes 4 publica la primera versión de la historia y esa misma noche, uno de los más prestigiosos arqueólogos de entonces, Alfonso Medellín Zenil, declara que las autoridades de Veracruz, tanto el alcalde como los responsables de la Marina, se habían puesto en contacto con el INAH y estaban ocupándose del asunto. A partir de ese momento empezaba la ceremonia de la confusión, incluyendo el culebrón judicial con el consiguiente viacrucis de los protagonistas.
Muy pronto –demasiado pronto como para que se hubiera podido realizar una investigación seria– algunos arqueólogos prestigiosos declararon que las joyas del pescador eran parte del misterioso Tesoro de Moctezuma. La leyenda de este mítico tesoro proviene de los primeros días de Cortés y sus hombres en Tenochtitlán, cuando estaban hospedados por Moctezuma en el palacio de Axayácatl. Los españoles querían construir un oratorio y, mientras buscaba en las distintas partes del palacio el mejor emplazamiento, un soldado que era carpintero advirtió en una pared una puerta que había sido recientemente tapiada y encalada. Cortés y algunos de sus capitanes entraron al aposento oculto y descubrieron un inmenso tesoro; precavidos, volvieron a sellar el acceso. Cuando casi dos años después los españoles conquistan definitivamente la capital azteca se encuentran con que el tesoro ha desaparecido y, por más que se esfuerzan en encontrarlo (incluyendo el tormento a Cuauhtémoc), no lo consiguen. A partir de entonces, se multiplican las leyendas sobre el paradero de ese fabuloso tesoro: que los mexicas lo hundieron en la laguna, que gran parte del mismo se lo llevó consigo Xipaguazin, una de las hijas de Moctezuma quien casada con el catalán Juan de Grau, vino a Toloriu, un pequeño pueblo en el Pirineo leridano (esta versión de la leyenda ha traído larga cola hasta hace casi nada), que se escondió en la antigua alberca encantada de Xancopincan (otro sitio de preñado de leyendas, entre ellas la de que por allí, purgando su condena, paseaba el fantasma de la Malinche), que se embarcó en Veracruz en una nave al mando de un tal capitán Figueroa que naufragó bastante cerca de la costa. A esta última tesis se adhirieron unos cuantos en ese otoño del 76 y adquirió tanta credibilidad que pocos días después, un equipo de buzos procedente de la Ciudad de México acordonan la zona y rastrean los fondos exhaustivamente (parece que con la ayuda del pulpero quien, detenido y acojonado por su incierto futuro, prefirió colaborar a ver si mejoraba su suerte). No se encuentra ninguna nueva pieza; parece que Raúl limpió bien el “yacimiento”.
El pescador y el joyeros fueron imputados por delitos contra varios artículos de la Ley Federal Sobre Monumentos, Zonas Arqueológicas, Artísticas e Históricas. Entra entonces en escena Vicente Contreras Vázquez, un estadístico y geógrafo muy conocido como buscador profesional de tesoros; declara que se está cometiendo una injusticia con el “colega” Raúl y que él se ofrece a apoyarlo; y lo hace, contratando para su defensa al mejor bufete de abogados de Veracruz. A mediados de noviembre, cuando el caso judicial había alcanzado la máxima resonancia mediática, se publica una carta abierta al Presidente de la República denunciando diversas irregularidades en el procedimiento judicial. Casi inmediatamente, el Juez del Tribunal de Puebla, que era donde se estaba siguiendo la causa, falla la libertad del pulpero. Sin embargo, un par de años después, un juez de Veracruz ordena la detención de Raúl Hurtado, quien esta vez pasará once meses en prisión para quedar definitivamente en libertad a finales de 1979. Durante esos primeros años hubo un acalorado debate sobre el origen de las joyas, a quién le correspondía su propiedad (en 1981, por ejemplo, el pescador intentó sin éxito que se le devolvieran las joyas por haber sido su descubridor) y cuál había de ser su destino. Se organizó una exposición itinerante por diversas ciudades mexicanas y, finalmente, se decidió que la colección tendría su sede permanente en el Baluarte de Santiago, uno de los pocos vestigios en pie de la antigua muralla veracruzana, que fue restaurado para tal finalidad. Ahí sigue expuesto el tesoro (sin que reciba muchas visitas) salvo cuando no está en préstamo en muestras temporales sobre la cultura azteca de muchos e importante museos del mundo como el Guggenheim de Nueva York o el Británico de Londres. Y con lo contado podría dar por cerrada la historia si no fuera porque aún quedan muchos cabos sueltos que merece, si no resolver, sí al menos reseñar; así como dar noticia de lo que pasó con el pescador.
Si tengo dudas en cuanto a las fechas exactas de esta historia, mucho menos puedo decir cuántas fueron las piezas que rescató Raúl Hurtado del mar y, de ellas, cuántas fundió en anodinos lingotes de oro el joyero Luis Ortega. En la prensa local de los primeros días de octubre (cuando salió a la luz la espectacular noticia) se habla de la recuperación policial de 15 joyas, la mayoría en la casa del pescador y alguna en la joyería. Posteriormente, cuando el asunto salta a la prensa nacional, se asegura que el tesoro extraído por Hurtado consiste en sesenta y una piezas de oro puro con un peso conjunto que superaba los diecisiete kilos. Finalmente, aunque tampoco es un dato del todo corroborado, parece que la exposición de “las joyas del pescador” que se exhibe en el Museo Baluarte de Santiago de Veracruz cuenta con unas 42 piezas, de las cuales 36 son objetos de orfebrería precolombinos. Supongo que habría que ponerse en contacto con los responsables mexicanos del INAH (Instituto Nacional de Arqueología e Historia). De otra parte, parece que del taller de Ortega la policía confiscó tres barras de oro marcadas con el monograma del emperador Carlos V y además 23 lingotes fabricados por el joyero, que se supuso (aunque no se llegó nunca a probar) que provenían de la fundición de otras piezas aztecas y que pesaban unos tres kilos y medios. De modo que podría ser que el conjunto de lo que sacó Raúl del mar veracruzano pesara del orden de veinte kilos. Siempre como mero tanteo, cabe suponer que se deshizo de un 20% del tesoro (en masa) y obtuvo por ello un total de unos cien mil pesos de 1976, algo menos de 20.000 euros actuales. Mucha pasta para un pulpero humilde, pero una cantidad muy pequeña si se considera el precio del oro, y ridículamente ínfima teniendo en cuenta el valor histórico-artístico (leo en alguna página que por esas fechas el Centro Regional de Veracruz del INAH valoró el tesoro recuperado en 2.700.000 pesos que equivaldrían a medio millón de euros actuales; una cantidad muy a la baja, sin duda, pero aún así bastante mayor que la que obtuvo el pescador). En todo caso, como leo en un artículo en inglés sobre esta historia (Aztec Gold: the Fisherman’s Treasure) publicado en la página de la Foundation for the Advancement of Mesoamerican Studies, no deja de ser sorprendente que nunca se haya divulgado públicamente el verdadero tamaño del hallazgo, lo que da pie a sospechar que hay sombras y mentiras, como más adelante referiré.
Así que tenemos a nuestro amigo Raúl más contento que unas pascuas disfrutando de su repentina riqueza y esta vez dejándose llevar por la euforia, sin guardar la discreción con que se había comportado el año anterior. Cuentan las crónicas que empezó a gastar ostentosamente. Enseguida compró un motor fuera borda y un equipo de buceo, artículos inalcanzables para un pulpero como él (estaría pensando en seguir buscando tesoros por los bajíos veracrucenses). Ofreció a amigos y vecinos frecuentes fiestas y convites (dicen que en una de ellas se consumieron cien cajas de cerveza). Pero, sobre todo, alardeó ante más de uno del tesoro que había rescatado del mar e incluso enseñó las joyas que mantenía escondidas. Que a un desgraciado como tú, al que conoces desde hace años, le bendiga de golpe la fortuna te provoca una abrasadora envidia. No se sabe, claro, quién de sus vecinos –alguno de los que habría brindado con él convidado en parrandas pagadas por Raúl– lo denunció; no descarto que hasta fueran varios los que, a escondidas, se dieran un salto a la comisaría a advertir que el miserable pulpero había encontrado un tesoro. Incluso es probable que pactaran con el comandante Donato Mesa algún acuerdo mediante el cual, denunciante y policía, salieran beneficiados. Digo esto porque parece que el tal Mesa tenía fama de corrupto, proclive a extorsionar a los ciudadanos y sacar tajada de los más diversos asuntos (unos años después lo mataron a tiros en las calles). El caso es que un día, de improviso, unos cuantos maderos se presentaron en el domicilio de Raúl. Como no encontraron nada y el pescador representó su poco creíble pantomima de inocencia, se lo llevaron de malos modos al cuartelillo y allí le obsequiaron con una paliza inmisericorde para que confesara los graves crímenes que había cometido. Aún así (o quizá por el miedo a verse en mayores problemas), el pescador aguantó con la boca cerrada, pero su mujer, presionada también, acabó descubriendo a los agentes el escondite de las joyas: enterradas en el piso del dormitorio debajo del cabecero de la cama. Francisco, al enterarse de la detención de su hermano, huyó despavorido y permaneció oculto durante un tiempo. Raúl finalmente confesó (siempre haciéndose el bobo y jurando que no sabía que fuera delito quedarse con lo que uno encontraba en el mar) y delató al joyero. Luis Ortega fue inmediatamente aprehendido, requisando de su joyería esos 23 lingotes a los que antes me referí bajo el supuesto de que era oro proveniente de la fundición de las joyas aztecas. Toda la operación policial se llevó a cabo en el primer fin de semana de octubre. Acabada ésta, a última hora del domingo 3, se puso en conocimiento de las autoridades; para entonces, según las malas lenguas, ya se había sisado del tesoro lo que tocaba. El periódico local La Tarde del lunes 4 publica la primera versión de la historia y esa misma noche, uno de los más prestigiosos arqueólogos de entonces, Alfonso Medellín Zenil, declara que las autoridades de Veracruz, tanto el alcalde como los responsables de la Marina, se habían puesto en contacto con el INAH y estaban ocupándose del asunto. A partir de ese momento empezaba la ceremonia de la confusión, incluyendo el culebrón judicial con el consiguiente viacrucis de los protagonistas.
Muy pronto –demasiado pronto como para que se hubiera podido realizar una investigación seria– algunos arqueólogos prestigiosos declararon que las joyas del pescador eran parte del misterioso Tesoro de Moctezuma. La leyenda de este mítico tesoro proviene de los primeros días de Cortés y sus hombres en Tenochtitlán, cuando estaban hospedados por Moctezuma en el palacio de Axayácatl. Los españoles querían construir un oratorio y, mientras buscaba en las distintas partes del palacio el mejor emplazamiento, un soldado que era carpintero advirtió en una pared una puerta que había sido recientemente tapiada y encalada. Cortés y algunos de sus capitanes entraron al aposento oculto y descubrieron un inmenso tesoro; precavidos, volvieron a sellar el acceso. Cuando casi dos años después los españoles conquistan definitivamente la capital azteca se encuentran con que el tesoro ha desaparecido y, por más que se esfuerzan en encontrarlo (incluyendo el tormento a Cuauhtémoc), no lo consiguen. A partir de entonces, se multiplican las leyendas sobre el paradero de ese fabuloso tesoro: que los mexicas lo hundieron en la laguna, que gran parte del mismo se lo llevó consigo Xipaguazin, una de las hijas de Moctezuma quien casada con el catalán Juan de Grau, vino a Toloriu, un pequeño pueblo en el Pirineo leridano (esta versión de la leyenda ha traído larga cola hasta hace casi nada), que se escondió en la antigua alberca encantada de Xancopincan (otro sitio de preñado de leyendas, entre ellas la de que por allí, purgando su condena, paseaba el fantasma de la Malinche), que se embarcó en Veracruz en una nave al mando de un tal capitán Figueroa que naufragó bastante cerca de la costa. A esta última tesis se adhirieron unos cuantos en ese otoño del 76 y adquirió tanta credibilidad que pocos días después, un equipo de buzos procedente de la Ciudad de México acordonan la zona y rastrean los fondos exhaustivamente (parece que con la ayuda del pulpero quien, detenido y acojonado por su incierto futuro, prefirió colaborar a ver si mejoraba su suerte). No se encuentra ninguna nueva pieza; parece que Raúl limpió bien el “yacimiento”.
El pescador y el joyeros fueron imputados por delitos contra varios artículos de la Ley Federal Sobre Monumentos, Zonas Arqueológicas, Artísticas e Históricas. Entra entonces en escena Vicente Contreras Vázquez, un estadístico y geógrafo muy conocido como buscador profesional de tesoros; declara que se está cometiendo una injusticia con el “colega” Raúl y que él se ofrece a apoyarlo; y lo hace, contratando para su defensa al mejor bufete de abogados de Veracruz. A mediados de noviembre, cuando el caso judicial había alcanzado la máxima resonancia mediática, se publica una carta abierta al Presidente de la República denunciando diversas irregularidades en el procedimiento judicial. Casi inmediatamente, el Juez del Tribunal de Puebla, que era donde se estaba siguiendo la causa, falla la libertad del pulpero. Sin embargo, un par de años después, un juez de Veracruz ordena la detención de Raúl Hurtado, quien esta vez pasará once meses en prisión para quedar definitivamente en libertad a finales de 1979. Durante esos primeros años hubo un acalorado debate sobre el origen de las joyas, a quién le correspondía su propiedad (en 1981, por ejemplo, el pescador intentó sin éxito que se le devolvieran las joyas por haber sido su descubridor) y cuál había de ser su destino. Se organizó una exposición itinerante por diversas ciudades mexicanas y, finalmente, se decidió que la colección tendría su sede permanente en el Baluarte de Santiago, uno de los pocos vestigios en pie de la antigua muralla veracruzana, que fue restaurado para tal finalidad. Ahí sigue expuesto el tesoro (sin que reciba muchas visitas) salvo cuando no está en préstamo en muestras temporales sobre la cultura azteca de muchos e importante museos del mundo como el Guggenheim de Nueva York o el Británico de Londres. Y con lo contado podría dar por cerrada la historia si no fuera porque aún quedan muchos cabos sueltos que merece, si no resolver, sí al menos reseñar; así como dar noticia de lo que pasó con el pescador.
Fue poco prudente, pero desde luego la mala suerte del pescador me parece digna de compasión: tuvo vecinos traidores y la policía se portó inhumanamente con él. Espero la siguiente entrega, en especial cuál fue el destino del joyero, cuyas acciones también son censurables.
ResponderEliminarEn realidad, debería decir que el joyero actuó peor. Al pescador le puede disculpar en parte su falta de cultura, el joyero era muy consciente de lo que hacía.
EliminarYo creo que también el pescador sabía perfectamente que estaba actuando fuera de la ley. No creas que le tengo mucha lástima.
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