Decía hace dos semanas que el proceso impulsado por los independentistas lleva necesariamente –y ellos lo saben de sobra– a un callejón sin salida. Las invocaciones al diálogo no son más que declaraciones hipócritas porque, en el marco constitucional vigente, no cabe negociar ni el derecho de los catalanes a la autodeterminación ni mucho menos la transición de esa Comunidad Autónoma hacia una república independiente. Por tanto, bien harían todos –secesionistas y no secesionistas, y entre éstos me refiero en particular a Podemos y adláteres– en decir las cosas como son y plantear propuestas viables. Y cualquiera de ellas pasa necesariamente por una muy importante modificación de la Constitución, con el complejo y casi imposible procedimiento agravado que procede. En otras palabras, o empezamos a poner sobre la mesa los asuntos a debatir y los cambios constitucionales que implican o seguiremos mareando la perdiz para engañar y engañarnos. Y lo grave de esta opción –que es en la que llevamos instalados ya demasiado tiempo– es que sólo conduce al enfrentamiento y a la obligada represión del Estado (digo obligada porque ningún dirigente del Estado podrá hacer otra cosa que obligar a cumplir la Ley a quienes en Cataluña la infrinjan). Yo estoy convencido de que, bajo las cínicas protestas de pacifismo, esa es la vía que han escogido los muñidores de la estrategia independentista (algunos, como los de la CUP, lo dicen abiertamente). Se trata de generalizar el conflicto para que las presiones al Estado (en especial las provenientes de fuera) obliguen a conceder la independencia. Pero ese escenario es inverosímil sin una situación de violencia generalizada, de una rebelión mantenida. Saltarse la Constitución en algo tan esencial como la unidad territorial de un Estado sólo puede ocurrir por imposición militar, tras perder una guerra.
En todo caso, no parece razonable que sólo haya dos opciones: o aplastar las ansias secesionistas de los catalanes o que éstos se independicen unilateralmente. Verdad es que eso del todo o nada, blanco o negro, lo tomas o lo dejas, es muy propio de nuestra historia (entre paréntesis: los catalanes, lanzando órdagos, dan muestras de esa intransigencia a la que se dice tan española). Quizá debiéramos empezar a discutir si cabe admitir que partes del actual Estado español se separen. Desde luego, si creemos que la unidad de España (tal como es en la actualidad) es un valor absoluto que está por encima de todo, nada hay que discutir. Probablemente hay un buen número de españoles que se situan en esa posición; para ellos, el conflicto catalán sólo puede resolverse como siempre se ha hecho: aplastando, si es necesario mediante la fuerza, cualquier intento de rebelión. Ciertamente, el Estado está legitimado por sus propias leyes (y las del Derecho internacional, no lo olvidemos) a imponer incluso con violencia el orden constitucional. Por tanto, dirían (y dicen) estas personas que nada hay que discutir. Este planteamiento es el que vienen a defender, con distintos grados de contundencia y claridad, los tres partidos denominados “constitucionalistas” (ay, la perversión del lenguaje). Que funcione o no dependerá de varios factores pero, sobre todo, de cómo jueguen sus cartas los distintos actores en esta tragicomedia. Ahora bien, si convenimos en que el objetivo para los constitucionalistas ha de ser que la situación se calme en Cataluña, que se vuelva al ejercicio normal de la administración autonómica, que el afán de independencia deje de ser el factor omnipresente de la política, habrá de admitirse que de momento no se está consiguiendo. Me pregunto cuánto más ha de empeorar la situación catalana para que se esté dispuesto a hablar de asuntos que, para estas personas, son sagrados (la condición previa, claro, es que dejen de ser sagrados).
A todos nos convendría mirar ejemplos foráneos con la mirada limpia; es decir, no para convertirlos maniqueamente en armas arrojadizas, sino con la intención honesta (intelectualmente honesta, sobre todo) de sacar enseñanzas útiles y que aquí pudieran contribuir al bien común. Seguramente, el caso más citado es el de la Provincia canadiense de Quebec en donde, como es bien sabido, gran parte de su población tiene firmes sentimientos independentistas. Desde la incorporación a la Corona británica del territorio de Nueva Francia al Norte del río San Lorenzo (1763) hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la situación de los quebequeses francófonos era de clara inferioridad, social y políticamente atrasada, respecto del conjunto del país. A partir de los años 60 la Provincia, dirigida por jóvenes que renovaron el rancio nacionalismo tradicional, empezó a vivir la que se ha denominado la Revolución tranquila , con importantes progresos económicos y, muy especialmente, un notable reforzamiento de su condición diferencial frente al resto de Canadá. Uno de los hitos en los inicios de este resurgimiento del nacionalismo quebequés fue la tan conocida arenga de De Gaulle desde el balcón del Ayuntamiento de Montreal que remató con aquel polémico "Vive le Québec libre!". Naturalmente, el eje fundamental de la acción de gobierno provincial fue la defensa del idioma que culminó con la Ley 101 de 1977 que declara el francés como única lengua oficial (antes era una provincia oficialmente bilingüe). O sea, cuando por estos lares estábamos intentando pasar de dictadura a democracia y en algunas regiones se reclamaba autonomía, sin excesivos conflictos (en los sesenta hubo, no obstante, un grupo terrorista, el Frente de Liberación de Quebec), los canadienses asistían a la consolidación en una extensa parte del país de una identidad diferenciada.
Naturalmente, la política nacionalista llevó pronto a planteamientos secesionistas. Y de este hecho me surge una molesta duda que siempre me asalta cuando leo sobre la historia de Cataluña (también, pero en bastante menor medida, sobre la del País Vasco). Los movimientos independentistas adquieren fuerza y se convierten en amenazas reales para la integridad del Estado después de un tiempo más o menos prolongado de autonomismo permitido por el marco institucional estatal. Mientras Quebec estuvo “sojuzgado” en el conjunto de Canadá –y, por ejemplo, ser francófono era una desventaja evidente–, por más que sus habitantes fueran acumulando agravios y preservando entre ellos sus sentimientos de identidad, éstos no encontraban cauce de expresión y no existía, al menos aparentemente, el “problema quebequés”. La historia de Cataluña, con sus repetidos ciclos de autonomismo-rebelión-sometimiento es una muestra elocuente de lo que parece casi una ley histórica. Esta constatación puede estar en la base del convencimiento de no pocos de que contra las veleidades nacionalistas la mejor medicina es la mano dura (los jacobinos franceses lo tuvieron claro desde muy pronto). Consecuentemente, sería suicida hacer “concesiones” a las reivindicaciones nacionalistas, porque éstas sólo conducen, en una espiral creciente, a la reclamación de la independencia. Dicho en otras palabras: la propia lógica del nacionalismo sólo ofrece dos alternativas: o negar todas sus pretensiones de diferenciación para ahogarlo o, de lo contrario, asumir que ahondará la brecha entre su ”nación” y el Estado hasta que no haya ninguna posibilidad pacífica de mantener la integridad territorial de éste. Si esta dicotomía es cierta, por muy políticamente incorrecta que sea, en el estado actual de las cosas habremos de coincidir con Ciudadanos en que el camino correcto es no sólo no hacer ninguna concesión ni dialogar (porque esas peticiones de diálogo son tramposas ya que no hay margen legal para el mismo), sino dar marcha atrás y retirar competencias a la autonomía catalana, intervenir y vigilar el ejercicio de su autogobierno, etc. Toda vía intermedia –como las retóricamente reclamadas por el PSC de Iceta o, mucho más aún, por la marca catalana de Podemos que no tienen el grado de concreción necesario para ser vistas como alternativas reales– estaría llamada ineludiblemente al fracaso. Este pesimista diagnóstico, mucho me temo, es compartido por bastantes españoles (y catalanes).
No voy a afirmar que sea erróneo, pero sí que me niego a aceptarlo. Mi razón es que creer que así van a ser las cosas es contribuir a que efectivamente así sean, y el escenario que se nos anticipa es desastroso. Sigo creyendo (o queriendo creer, que no es exactamente lo mismo) que esas vías alternativas son posibles (o deberían serlo). Y para ello, estoy mirando con atención lo que ocurrió en Canadá. Seguiré con ello.
A todos nos convendría mirar ejemplos foráneos con la mirada limpia; es decir, no para convertirlos maniqueamente en armas arrojadizas, sino con la intención honesta (intelectualmente honesta, sobre todo) de sacar enseñanzas útiles y que aquí pudieran contribuir al bien común. Seguramente, el caso más citado es el de la Provincia canadiense de Quebec en donde, como es bien sabido, gran parte de su población tiene firmes sentimientos independentistas. Desde la incorporación a la Corona británica del territorio de Nueva Francia al Norte del río San Lorenzo (1763) hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la situación de los quebequeses francófonos era de clara inferioridad, social y políticamente atrasada, respecto del conjunto del país. A partir de los años 60 la Provincia, dirigida por jóvenes que renovaron el rancio nacionalismo tradicional, empezó a vivir la que se ha denominado la Revolución tranquila , con importantes progresos económicos y, muy especialmente, un notable reforzamiento de su condición diferencial frente al resto de Canadá. Uno de los hitos en los inicios de este resurgimiento del nacionalismo quebequés fue la tan conocida arenga de De Gaulle desde el balcón del Ayuntamiento de Montreal que remató con aquel polémico "Vive le Québec libre!". Naturalmente, el eje fundamental de la acción de gobierno provincial fue la defensa del idioma que culminó con la Ley 101 de 1977 que declara el francés como única lengua oficial (antes era una provincia oficialmente bilingüe). O sea, cuando por estos lares estábamos intentando pasar de dictadura a democracia y en algunas regiones se reclamaba autonomía, sin excesivos conflictos (en los sesenta hubo, no obstante, un grupo terrorista, el Frente de Liberación de Quebec), los canadienses asistían a la consolidación en una extensa parte del país de una identidad diferenciada.
Naturalmente, la política nacionalista llevó pronto a planteamientos secesionistas. Y de este hecho me surge una molesta duda que siempre me asalta cuando leo sobre la historia de Cataluña (también, pero en bastante menor medida, sobre la del País Vasco). Los movimientos independentistas adquieren fuerza y se convierten en amenazas reales para la integridad del Estado después de un tiempo más o menos prolongado de autonomismo permitido por el marco institucional estatal. Mientras Quebec estuvo “sojuzgado” en el conjunto de Canadá –y, por ejemplo, ser francófono era una desventaja evidente–, por más que sus habitantes fueran acumulando agravios y preservando entre ellos sus sentimientos de identidad, éstos no encontraban cauce de expresión y no existía, al menos aparentemente, el “problema quebequés”. La historia de Cataluña, con sus repetidos ciclos de autonomismo-rebelión-sometimiento es una muestra elocuente de lo que parece casi una ley histórica. Esta constatación puede estar en la base del convencimiento de no pocos de que contra las veleidades nacionalistas la mejor medicina es la mano dura (los jacobinos franceses lo tuvieron claro desde muy pronto). Consecuentemente, sería suicida hacer “concesiones” a las reivindicaciones nacionalistas, porque éstas sólo conducen, en una espiral creciente, a la reclamación de la independencia. Dicho en otras palabras: la propia lógica del nacionalismo sólo ofrece dos alternativas: o negar todas sus pretensiones de diferenciación para ahogarlo o, de lo contrario, asumir que ahondará la brecha entre su ”nación” y el Estado hasta que no haya ninguna posibilidad pacífica de mantener la integridad territorial de éste. Si esta dicotomía es cierta, por muy políticamente incorrecta que sea, en el estado actual de las cosas habremos de coincidir con Ciudadanos en que el camino correcto es no sólo no hacer ninguna concesión ni dialogar (porque esas peticiones de diálogo son tramposas ya que no hay margen legal para el mismo), sino dar marcha atrás y retirar competencias a la autonomía catalana, intervenir y vigilar el ejercicio de su autogobierno, etc. Toda vía intermedia –como las retóricamente reclamadas por el PSC de Iceta o, mucho más aún, por la marca catalana de Podemos que no tienen el grado de concreción necesario para ser vistas como alternativas reales– estaría llamada ineludiblemente al fracaso. Este pesimista diagnóstico, mucho me temo, es compartido por bastantes españoles (y catalanes).
No voy a afirmar que sea erróneo, pero sí que me niego a aceptarlo. Mi razón es que creer que así van a ser las cosas es contribuir a que efectivamente así sean, y el escenario que se nos anticipa es desastroso. Sigo creyendo (o queriendo creer, que no es exactamente lo mismo) que esas vías alternativas son posibles (o deberían serlo). Y para ello, estoy mirando con atención lo que ocurrió en Canadá. Seguiré con ello.
Recuerdo que cuando estudié para unas oposiciones, se decía que la Constitución Española era tremendamente larga precisamente porque se hizo con el objetivo de que fuera intocable. ¡Bien se ve cuál era su intención!
ResponderEliminarDe todos modos, la independencia por presión externa es algo inverosímil porque, si no recuerdo mal, la propia UE prohíbe cualquier discusión en torno a la integridad territorial de los estados constituyentes. Es normal cuando se piensa en que hay más reivindicaciones, por supuesto...
No creo que sea demasiado larga y, en todo caso, la longitud de una Ley no tiene relación con la dificultad para modificarla. De hecho, hay muchísimos aspectos (entre ellos y muy especialmente, el de la organización territorial del Estado) muy poco desarrollados, tan poco que la conformación de nuestro actual Estado de las Autonomías ha resultado de los acuerdos políticos y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
EliminarEn todo caso, como ya le he dicho a Lansky, la "intocabilidad" de la Constitución (en concreto de sus partes nucleares) obedece al propio procedimiento de reforma que establece.
Si los que hablan tanto de la Constitución se molestaran en leerla, y no es tan larga, comprobarían con asombro que en su propio texto se incluyen formas precisas y 'sencillas' para modificarla.
ResponderEliminarYo sí la he leído y, en los últimos meses, incluso he tenido que estudiarla porque me ha ha tocado explicarla. Dicho lo cual, la Constitución sólo prevé dos formas de modificación, según cuáles sean los artículos que se tocan. Tocar el Título Preliminar (que es el que habría que tocar para plantear la mera posibilidad de la secesión) obliga a ir por la vía del artículo 168. No soy yo quien lo dice, sino la mayoría de constitucionalistas: la vía del 168 es de casi imposible culminación. De todos modos, si crees que no te recomiendo que leas la sinopsis explicada de la página del Congreso al respecto de este artículo (http://www.congreso.es/consti/constitucion/indice/sinopsis/sinopsis.jsp?art=168&tipo=2)
Eliminar"Sólo hay dos formas..."
Eliminar¿Y te parecen pocas?
No se trata de que sean poca o muchas, sino de si son fáciles o difíciles. En realidad, lo he dicho mal. Hay dos procedimientos para reformar la Constitución, pero no son alternativos. Uno es el normal y otro el agravado, que es el que necesariamente habría que usar si se quiere introducir cualquier cosa relativa al derecho de autodeterminación, o cambios en la forma del Estado. Este segundo procedimiento es el que se considera casi inviable en la práctica.
EliminarTodos han hablado de reformar la Constitución pero hasta ahora no he oído propuestas concretas.
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