He pasado unos días recuperándome de los dolores y agujetas de la aventura del lunes. Además, estaba solo en la finca y tenía que ocuparme de los animales, incluyendo dos perros “invitados”. Hoy viernes, con K de regreso y mi cuerpo suficientemente a punto, salgo temprano con la intención de hacer, esta vez sí, la séptima etapa y llegar al Realejo Alto. Había inicialmente pensado en repetir el breve tramo ya recorrido el lunes entre la estación de guaguas del Puerto y el hotel Maritim pero al final he decidido no pasarme de purista y comenzar la caminata de hoy en donde interrumpí el recorrido el otro día con tan casi funestas consecuencias; me digo que esta etapa la dividiré en la 7a (los primeros 3,400 km.) y la 7b que me dispongo a realizar. Aparco pues frente a una de las moles del Maritim y me acerco hasta el fondo de saco. Ahí siguen los obreros y las vallas que cierran el paso pero esta mañana resulta que han dejado entreabierto el acceso al sendero de la Rambla de Castro, si bien pocos metros más adelante, justo donde el camino se bifurca, otra valla bloquea el recorrido con un cartel del Cabildo indicando que hay peligro de desprendimientos. Me quedo dudando un rato que hacer cuando veo que una chica se acerca por el sendero con unos perros y que, sorteando la verja, llega con todo desparpajo hasta donde estoy. Le pregunto si el camino tiene algún problema y me asegura que no, que está como siempre; de modo que me decido a pasar al otro lado y hacer la ruta tal como la tenía prevista desde el inicio, diciéndome que no debo informar de la transgresión a mis compañeros de Medio Ambiente. A los pocos pasos me alegro de mi pequeña desobediencia porque el paisaje es magnífico: : la ladera rocosa a la izquierda (con algunos muros de piedra de bancales agrarios hoy abandonados) y a la derecha el acantilado que cae al mar, una costa preciosa (ya también peligrosa). Estoy dentro del Paisaje Protegido de la Rambla de Castro, por el cual transitaré en esta etapa siempre que me mantenga junto al litoral. Este primer tramo discurre entre el Maritim y la urbanización Romántica II. con un trazado sensiblemente a nivel (en torno a la cota de los 40 metros sobre el mar), a excepción de la parte final de ascenso al citado núcleo urbano. Es pues de cómodo recorrido y el peligro no radica en el sendero propiamente dicho sino en la inestabilidad de las paredes rocosas de la ladera, como lo prueba una enorme roca que, hacia la mitad del tramo, lo obstruye casi en todo su ancho. Pero, afortunadamente, durante el tiempo que tardé en recorrerlo no se produjo el más mínimo desprendimiento. Llegando ya al final, opté por desviarme hacia la punta rocosa que cierra la playa de Los Roques y, desde la seguridad de un piso firme, mirar hacia atrás, al acantilado del Maritim que, cuatro días antes, pudo haber sido el último trozo de tierra sobre el que habría estado.
Subo pues a la urbanización, la segunda Romántica (luego pasaré por la primera). Ambas son productos de los años sesenta, unos tiempos en que bastaba comprar unas tierras y elaborar un sencillo plan de urbanización que obtenía todas las bendiciones. En términos turísticos, el Sur aún no existía; en cambio, la potencia (a la escala cuantitativa de la época) del Puerto de la Cruz irradiaba expectativas urbanizadoras e inmobiliarias en ambas direcciones. El promotor de las Románticas fue un alemán, Paul –don Pablo– Odebrecht (nada que ver con la constructora brasileña involucrada en escándalos de corrupción en varios países latinoamericanos), quien por lo visto se había hecho rico en Berlín durante los cincuenta con negocios textiles y en el 63 recaló en la isla y decidió que tenía que ofrecer a sus paisanos el disfrute del sol y de la belleza paisajística de la costa septentrional tinerfeña. Ciertamente, los propietarios o inquilinos de los inmuebles de primera línea tienen unas vistas prodigiosas; lástimas que sus edificaciones sean a su vez lo que se ve desde el exterior, y esas vistas no son nada bonitas. Es ésta una urbanización de chalés, aunque también hay zonas de adosados de evidente menor calidad y, en primera línea algunos edificios de apartamentos en altura que e anclan a las rocas y van creciendo hacia abajo por el acantilado (uno se pregunta si algún día se desgajará esa pared llevándose al mar esas adherencias de hormigón; qué terrible tragedia sería). Me meto hacia el mar por la calle el Drago, para curiosear en las entrañas de uno de esos colosos; no parece que esté muy ocupado pero en uno de sus portales me encuentro con un matrimonio mayor que me invita a pasar para que vea desde un ventanal las vistas a la costa; al despedirme, les pregunto si no les da algo de aprensión vivir colgados al vacío. Vuelvo a la calle Las Palmeras y sigo hasta su extremo oeste donde cojo a la izquierda la de las Rosas; subo unos metros por ésta y enseguida giro a la derecha por el final de la calle de los Geranios donde acaba la urbanización y se vuelve al Paisaje Protegido, con su senderito bien acondicionado para el disfrute de los excursionistas.
Este segundo tramo del sendero que recorre la Rambla de Castro es parecido al anterior, también sensiblemente horizontal pero a mayor altura sobre el mar (calculo que discurre por la cota 100 poco más o menos); recorre los cuatrocientos metros que hay entre ambas Románticas pero al llegar a la primera, en vez de entrar en sus calles, la bordea por su límite norte. Enseguida, antes incluso de haberla dejado atrás, aparece ante la vista, abajo junto al mar, las ruinas del elevador de aguas de la Gordejuela; se trata de una antigua estación de bombeo, construida en 1903 por los Hamilton (familia a la que ya he mencionado en la etapa sexta) que tuvo el mérito, además de las dificultades de su construcción, de albergar la primera máquina de vapor que hubo en Tenerife. Ahí, donde está esa edificación (de indudable valor histórico y también arquitectónico pese a su deplorable estado) existió uno de los nacientes más caudalosos de la isla, que nos describió hacia la tercera década del XIX el naturalista Sabino Berthelot: “Retumba un fragor que se suma al bullir de las olas; son las cascadas de Gordejuela, que se precipitan, en una sucesión de saltos, desde lo alto de la ladera para derramarse en transparentes cortinas de agua al pie del acantilado”. Hamilton&Co constituyeron la Sociedad de Aguas de la Gordejuela para explotar los manantiales y regar las fincas de plataneras que estaban por encima. Sin embargo, tanto los altísimos costes de las obras como la mala coyuntura internacional en los precios fruteros puso a la empresa en una delicada situación económica que obligó a arrendar estas instalaciones a otra compañía agraria (la más potente Elder & Fyffes) y finalmente vendérselas. Poco a poco el sistema de elevación fue haciéndose obsoleto y hasta innecesario, lo que llevó al progresivo abandono y consiguiente deterioro material. Compruebo que en el Plan Especial de Protección de la Rambla de Castro (aprobado por el Gobierno de Canarias en 2000) se planteaba la rehabilitación del inmueble para dedicarlo a fines vinculados a la conservación del Espacio Natural pero, como es más que evidente, nada se ha hecho. Después de recorrer unos doscientos cincuenta metros contemplándolo, y tras cruzar el barranco del Patrimonio por un liviano puente metálico, llego al punto desde el que se baja al elevador de aguas; como me temía está cerrado. Como ahora llevo el planeamiento de los espacios naturales de la Isla, quizá en no mucho tiempo hayamos de revisar el Plan de la Rambla de Castro y me toque visitar por dentro este inmueble.
Los últimos metros han sido de subida y el sendero es ahora una pista –camino La Merina– que discurre más alto (hacia los 135 metros) y más separado del mar. Al cabo de un rato recupera sus características de sendero y empieza a descender la ladera del barranco del Moral. Cruzado éste (hacia la curva de nivel de los 80 metros) el camino se bifurca; el ramal secundario gira hacia el Norte para bajar hasta la playa de la Fajana; aunque no lo tenía previsto en la ruta, me dejo tentar y tomo el desvío. La primera parada es en una caseta de máquinas hidroeléctricas, con bastante pinta de abandono. A partir de ahí, la bajada se hace más empinada, la mayor parte con escaleras en piedra. Llego a otras ruinas casi a pie de playa, que albergaban las máquinas de extracción de agua del pozo de la Fajana. En un par de saltos más me planto en las rocas que forman esta “playa” aunque con marea baja se supone que hay una buena extensión de arena negra. Se trata, en todo caso, de uno de esos lugares casi secretos de la Isla, a los que pocos vienen y los que lo hacen no quieren que se conozcan. Hoy, pese a que hace calor, no hay nadie. Tras un ratito de embelesamiento marino, emprendo la esforzada subida (yo me lo he buscado), pero ahora no vuelvo al sendero principal, el que discurre por el borde de la urbanización La Tropicana, sino que desde la caseta de media ladera giro a la derecha para seguir un recorrido en cota algo más baja que me llevará directamente a la Casona de Castro. Pero antes paso por encima del Fortín San Fernando, un pequeño baluarte construido a finales del siglo XVIII para vigilar y defender la costa realejera de los ataques piratas. Un poco más adelante nace la bifurcación del sendero que lleva hasta ese curioso enclave, mas también está cerrado el paso.
Entro en la hacienda de los Castro o del Mayorazgo, la principal y más antigua de las de la costa del municipio. El origen de la propiedad se remonta casi a los primeros repartimientos (datas) posteriores a la Conquista, en este caso a favor del portugués Fernando de Castro y de su hijo Luis, fundador del mayorazgo en 1541. También la visitó Berthelot quien de ella dice que “en un rincón del terreno que desciende hacia el mar descubrimos una estancia deliciosa: la Rambla de Castro. Es una quinta bonita, completamente rodeada de palmeras y cuyos jardines, regados por las fuentes que manan de los bosques vecinos, siguen las mil vueltas de las cavidades en las que están en alguna manera suspendidos. Las terrazas unidas por desfiladeros estrechos que bordean los contornos del acantilado, dominan el precipicio; los manantiales brotan por todas partes, uniendo su dulce murmullo al ruido de las olas que vienen a morir a nuestros pies.” Hoy es de propiedad municipal y ha sido rehabilitada con exquisito cuidado para dedicarla a aulas ambientales; una arquitectura magnífica en un entorno paradisiaco. Vagabundeo un rato por los jardines y luego cojo el camino del Guindaste y, tras pasar un pequeño grupito de casas, giro a la derecha para bajar al borde del acantilado y camino siguiendo la línea costera (hay una bajada que no tomo a las rocas marinas sobre las que algunos bañistas toman el sol desnudos). Un poquito más adelante el sendero atraviesa un túnel y da acceso a la calle principal de la pequeña urbanización Rambla del Mar. Saliendo de ésta me encuentro en un área totalmente cubierta por plataneras que he de atravesar cuesta arriba (no demasiada pendiente) por esa misma vía asfaltada. Justo antes de llegar al enlace con la TF-5 (donde también confluye la que viene de la playa del Socorro), nace un camino empedrado que, en paralelo al trazado de la carretera general, va subiendo hasta alcanzar su cota. A medida que subo contemplo en toda su extensión el espectacular doble mar: de plátanos en primer plano, el océano detrás.
El camino acaba en el mirador de San Pedro, un apartadero de la carretera general en el que los turistas suelen detener sus coches de alquiler para disfrutar del paisaje mientras toman unas cañas. Pero antes está la ermita del mismo nombre, construida a principios del XVII gracias al Castro de la época; es una edificación sencilla encalada que, según informa un panel municipal, tiene cenefas pintadas en las paredes, la techumbre con decoración mudéjar y una imagen del primer apóstol que recuerda las obras de los talleres sevillanos de finales del XVi; pero está cerrada y no puedo comprobar estos datos. Empieza ahora la parte final y más “costosa” de la etapa ya que he de subir hasta el Realejo Alto. Primero camino por el lateral de la TF-5, afortunadamente acondicionado para el tránsito peatonal. A poco más de doscientos metros llego al barrio de San Vicente; giro a la izquierda y enseguida cruzo la calle para subir por una zigzagueante escalera al viario que con un trazado bastante recto y una pendiente bastante empinada me obligará a sudar durante casi un kilómetro hasta llegar a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, proa hacia el mar de la almendra que conforma el casco histórico del Realejo Bajo. Como ya llevo bastante escrito, me abstendré de describir más monumentos arquitectónicos; además, el templo estaba cerrado. Lo circunvalo completamente y bajo por las escaleras de la calle Nueva a la de la Alhóndiga, que cruza al otro lado del barranco del Moral. Sigo hasta la plaza de San Agustín en donde se erige la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, un templo neoclásico proyectado en los años cincuenta por el arquitecto orotavense Tomás Machado, uno de los impulsores del "neocanario". . Luego me toca un kilómetros de dura ascensión por la calles San Agustín, Las Canillas y Avenida Canarias (de la que un amigo mío dice que al nombre le quitaron el texto que le precedía: “más fea de”), donde está el Ayuntamiento, edificación cuya calidad arquitectónica armoniza perfectamente con la del entorno. Luego giré a la derecha por el callejón peatonal Atlántida y desemboqué frente a la Iglesia de Santiago Apóstol, que se supone que es la primera que se erigió en la Isla ordenada por el propio conquistador. Naturalmente el inmueble actual es más tardío (del XVII en su mayor parte). En todo caso, una obra de excelente factura que fue declarada Monumento Nacional en 1983. Doy la vuelta a la plaza, bautizada de Viera y Clavijo en honor al más ilustre de los nacidos en el municipio y, siendo las trece treinta horas, cojo un taxi que me lleva hasta el Maritim donde recupero mi coche y a casita. Etapa concluida.
En el mapa aparece la etapa 7 en su conjunto (Puerto de la Cruz - El realejo Alto), aunque debido al incidente del lunes 20 la he hecho en dos jornadas. Su longitud completa es de 13,60 Km (3,40 el lunes y 10,20 hoy) y el primer tramo discurre muy cerca de la costa para luego, en la parte final, subir hasta los 350 metros de altitud.
Subo pues a la urbanización, la segunda Romántica (luego pasaré por la primera). Ambas son productos de los años sesenta, unos tiempos en que bastaba comprar unas tierras y elaborar un sencillo plan de urbanización que obtenía todas las bendiciones. En términos turísticos, el Sur aún no existía; en cambio, la potencia (a la escala cuantitativa de la época) del Puerto de la Cruz irradiaba expectativas urbanizadoras e inmobiliarias en ambas direcciones. El promotor de las Románticas fue un alemán, Paul –don Pablo– Odebrecht (nada que ver con la constructora brasileña involucrada en escándalos de corrupción en varios países latinoamericanos), quien por lo visto se había hecho rico en Berlín durante los cincuenta con negocios textiles y en el 63 recaló en la isla y decidió que tenía que ofrecer a sus paisanos el disfrute del sol y de la belleza paisajística de la costa septentrional tinerfeña. Ciertamente, los propietarios o inquilinos de los inmuebles de primera línea tienen unas vistas prodigiosas; lástimas que sus edificaciones sean a su vez lo que se ve desde el exterior, y esas vistas no son nada bonitas. Es ésta una urbanización de chalés, aunque también hay zonas de adosados de evidente menor calidad y, en primera línea algunos edificios de apartamentos en altura que e anclan a las rocas y van creciendo hacia abajo por el acantilado (uno se pregunta si algún día se desgajará esa pared llevándose al mar esas adherencias de hormigón; qué terrible tragedia sería). Me meto hacia el mar por la calle el Drago, para curiosear en las entrañas de uno de esos colosos; no parece que esté muy ocupado pero en uno de sus portales me encuentro con un matrimonio mayor que me invita a pasar para que vea desde un ventanal las vistas a la costa; al despedirme, les pregunto si no les da algo de aprensión vivir colgados al vacío. Vuelvo a la calle Las Palmeras y sigo hasta su extremo oeste donde cojo a la izquierda la de las Rosas; subo unos metros por ésta y enseguida giro a la derecha por el final de la calle de los Geranios donde acaba la urbanización y se vuelve al Paisaje Protegido, con su senderito bien acondicionado para el disfrute de los excursionistas.
Este segundo tramo del sendero que recorre la Rambla de Castro es parecido al anterior, también sensiblemente horizontal pero a mayor altura sobre el mar (calculo que discurre por la cota 100 poco más o menos); recorre los cuatrocientos metros que hay entre ambas Románticas pero al llegar a la primera, en vez de entrar en sus calles, la bordea por su límite norte. Enseguida, antes incluso de haberla dejado atrás, aparece ante la vista, abajo junto al mar, las ruinas del elevador de aguas de la Gordejuela; se trata de una antigua estación de bombeo, construida en 1903 por los Hamilton (familia a la que ya he mencionado en la etapa sexta) que tuvo el mérito, además de las dificultades de su construcción, de albergar la primera máquina de vapor que hubo en Tenerife. Ahí, donde está esa edificación (de indudable valor histórico y también arquitectónico pese a su deplorable estado) existió uno de los nacientes más caudalosos de la isla, que nos describió hacia la tercera década del XIX el naturalista Sabino Berthelot: “Retumba un fragor que se suma al bullir de las olas; son las cascadas de Gordejuela, que se precipitan, en una sucesión de saltos, desde lo alto de la ladera para derramarse en transparentes cortinas de agua al pie del acantilado”. Hamilton&Co constituyeron la Sociedad de Aguas de la Gordejuela para explotar los manantiales y regar las fincas de plataneras que estaban por encima. Sin embargo, tanto los altísimos costes de las obras como la mala coyuntura internacional en los precios fruteros puso a la empresa en una delicada situación económica que obligó a arrendar estas instalaciones a otra compañía agraria (la más potente Elder & Fyffes) y finalmente vendérselas. Poco a poco el sistema de elevación fue haciéndose obsoleto y hasta innecesario, lo que llevó al progresivo abandono y consiguiente deterioro material. Compruebo que en el Plan Especial de Protección de la Rambla de Castro (aprobado por el Gobierno de Canarias en 2000) se planteaba la rehabilitación del inmueble para dedicarlo a fines vinculados a la conservación del Espacio Natural pero, como es más que evidente, nada se ha hecho. Después de recorrer unos doscientos cincuenta metros contemplándolo, y tras cruzar el barranco del Patrimonio por un liviano puente metálico, llego al punto desde el que se baja al elevador de aguas; como me temía está cerrado. Como ahora llevo el planeamiento de los espacios naturales de la Isla, quizá en no mucho tiempo hayamos de revisar el Plan de la Rambla de Castro y me toque visitar por dentro este inmueble.
Los últimos metros han sido de subida y el sendero es ahora una pista –camino La Merina– que discurre más alto (hacia los 135 metros) y más separado del mar. Al cabo de un rato recupera sus características de sendero y empieza a descender la ladera del barranco del Moral. Cruzado éste (hacia la curva de nivel de los 80 metros) el camino se bifurca; el ramal secundario gira hacia el Norte para bajar hasta la playa de la Fajana; aunque no lo tenía previsto en la ruta, me dejo tentar y tomo el desvío. La primera parada es en una caseta de máquinas hidroeléctricas, con bastante pinta de abandono. A partir de ahí, la bajada se hace más empinada, la mayor parte con escaleras en piedra. Llego a otras ruinas casi a pie de playa, que albergaban las máquinas de extracción de agua del pozo de la Fajana. En un par de saltos más me planto en las rocas que forman esta “playa” aunque con marea baja se supone que hay una buena extensión de arena negra. Se trata, en todo caso, de uno de esos lugares casi secretos de la Isla, a los que pocos vienen y los que lo hacen no quieren que se conozcan. Hoy, pese a que hace calor, no hay nadie. Tras un ratito de embelesamiento marino, emprendo la esforzada subida (yo me lo he buscado), pero ahora no vuelvo al sendero principal, el que discurre por el borde de la urbanización La Tropicana, sino que desde la caseta de media ladera giro a la derecha para seguir un recorrido en cota algo más baja que me llevará directamente a la Casona de Castro. Pero antes paso por encima del Fortín San Fernando, un pequeño baluarte construido a finales del siglo XVIII para vigilar y defender la costa realejera de los ataques piratas. Un poco más adelante nace la bifurcación del sendero que lleva hasta ese curioso enclave, mas también está cerrado el paso.
Entro en la hacienda de los Castro o del Mayorazgo, la principal y más antigua de las de la costa del municipio. El origen de la propiedad se remonta casi a los primeros repartimientos (datas) posteriores a la Conquista, en este caso a favor del portugués Fernando de Castro y de su hijo Luis, fundador del mayorazgo en 1541. También la visitó Berthelot quien de ella dice que “en un rincón del terreno que desciende hacia el mar descubrimos una estancia deliciosa: la Rambla de Castro. Es una quinta bonita, completamente rodeada de palmeras y cuyos jardines, regados por las fuentes que manan de los bosques vecinos, siguen las mil vueltas de las cavidades en las que están en alguna manera suspendidos. Las terrazas unidas por desfiladeros estrechos que bordean los contornos del acantilado, dominan el precipicio; los manantiales brotan por todas partes, uniendo su dulce murmullo al ruido de las olas que vienen a morir a nuestros pies.” Hoy es de propiedad municipal y ha sido rehabilitada con exquisito cuidado para dedicarla a aulas ambientales; una arquitectura magnífica en un entorno paradisiaco. Vagabundeo un rato por los jardines y luego cojo el camino del Guindaste y, tras pasar un pequeño grupito de casas, giro a la derecha para bajar al borde del acantilado y camino siguiendo la línea costera (hay una bajada que no tomo a las rocas marinas sobre las que algunos bañistas toman el sol desnudos). Un poquito más adelante el sendero atraviesa un túnel y da acceso a la calle principal de la pequeña urbanización Rambla del Mar. Saliendo de ésta me encuentro en un área totalmente cubierta por plataneras que he de atravesar cuesta arriba (no demasiada pendiente) por esa misma vía asfaltada. Justo antes de llegar al enlace con la TF-5 (donde también confluye la que viene de la playa del Socorro), nace un camino empedrado que, en paralelo al trazado de la carretera general, va subiendo hasta alcanzar su cota. A medida que subo contemplo en toda su extensión el espectacular doble mar: de plátanos en primer plano, el océano detrás.
El camino acaba en el mirador de San Pedro, un apartadero de la carretera general en el que los turistas suelen detener sus coches de alquiler para disfrutar del paisaje mientras toman unas cañas. Pero antes está la ermita del mismo nombre, construida a principios del XVII gracias al Castro de la época; es una edificación sencilla encalada que, según informa un panel municipal, tiene cenefas pintadas en las paredes, la techumbre con decoración mudéjar y una imagen del primer apóstol que recuerda las obras de los talleres sevillanos de finales del XVi; pero está cerrada y no puedo comprobar estos datos. Empieza ahora la parte final y más “costosa” de la etapa ya que he de subir hasta el Realejo Alto. Primero camino por el lateral de la TF-5, afortunadamente acondicionado para el tránsito peatonal. A poco más de doscientos metros llego al barrio de San Vicente; giro a la izquierda y enseguida cruzo la calle para subir por una zigzagueante escalera al viario que con un trazado bastante recto y una pendiente bastante empinada me obligará a sudar durante casi un kilómetro hasta llegar a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, proa hacia el mar de la almendra que conforma el casco histórico del Realejo Bajo. Como ya llevo bastante escrito, me abstendré de describir más monumentos arquitectónicos; además, el templo estaba cerrado. Lo circunvalo completamente y bajo por las escaleras de la calle Nueva a la de la Alhóndiga, que cruza al otro lado del barranco del Moral. Sigo hasta la plaza de San Agustín en donde se erige la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, un templo neoclásico proyectado en los años cincuenta por el arquitecto orotavense Tomás Machado, uno de los impulsores del "neocanario". . Luego me toca un kilómetros de dura ascensión por la calles San Agustín, Las Canillas y Avenida Canarias (de la que un amigo mío dice que al nombre le quitaron el texto que le precedía: “más fea de”), donde está el Ayuntamiento, edificación cuya calidad arquitectónica armoniza perfectamente con la del entorno. Luego giré a la derecha por el callejón peatonal Atlántida y desemboqué frente a la Iglesia de Santiago Apóstol, que se supone que es la primera que se erigió en la Isla ordenada por el propio conquistador. Naturalmente el inmueble actual es más tardío (del XVII en su mayor parte). En todo caso, una obra de excelente factura que fue declarada Monumento Nacional en 1983. Doy la vuelta a la plaza, bautizada de Viera y Clavijo en honor al más ilustre de los nacidos en el municipio y, siendo las trece treinta horas, cojo un taxi que me lleva hasta el Maritim donde recupero mi coche y a casita. Etapa concluida.
En el mapa aparece la etapa 7 en su conjunto (Puerto de la Cruz - El realejo Alto), aunque debido al incidente del lunes 20 la he hecho en dos jornadas. Su longitud completa es de 13,60 Km (3,40 el lunes y 10,20 hoy) y el primer tramo discurre muy cerca de la costa para luego, en la parte final, subir hasta los 350 metros de altitud.
Gracias, has sido un guía espléndido en un viaje muy interesante. Me quedé soñando con esos terrenos agricolas en terrazas que dan a la playa de roques y en la siguiente bahia. ¿No te parecen lugares buenos para unas casitas? Quizas la pregunta sea un poco anticlimax..., pero estás en posición optima para criticar la idea
ResponderEliminarMe alegro que te guste acompañarme en estas excursiones. Lo que pretendo es dar la vuelta completa a la Isla así que, como podrás comprobar, todavía me faltan bastantes etapas.
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