Conocí a Luisa a través de Match.com, una web de contactos por internet. Me había apuntado en noviembre de 2005, aproximadamente tres meses después de que la que había sido mi pareja durante dieciséis años se fuera de nuestra casa para estar sola pues, según ella, nuestra relación había acabado. Rosa venía larvando la crisis desde hacía bastante tiempo, aunque yo no me percaté hasta mayo de ese año, cuando ella misma, con ostensibles cambios en su carácter y comportamiento, se ocupó de hacerlo evidente. Pero no toca ahora hablar de esa etapa; si la menciono es para explicar que me apunté en Match en un estado anímico de desconcierto y abandono. Pretendía conocer mujeres no tanto para ligar –pues me sentía bastante incapacitado para el ejercicio amatorio– sino para poder descargar y compartir mis sentimientos; buscaba, sobre todo, compañía y apoyo emocional. Reviso viejos archivos y veo que intercambié mensajes con no pocas mujeres y que llegué a salir con siete u ocho. Apenas me quedan recuerdos de ellas, salvo una sensación general de insatisfacción: con ninguna logré sentirme a gusto, que me diera lo que, sin saber bien qué, necesitaba (hubo una única excepción pero cortó el contacto de forma abrupta, y nunca supe los motivos).
Pasaron así unos cuatro meses, periodo en el que no solo se fue confirmando que nuestra separación era irrevocable sino que yo fui asumiéndolo. Entonces, el martes 21 de marzo de 2006, recibí un “beso virtual”, un mero aviso a través de la web de Match de que alguien se interesaba por mí, con el enlace a su perfil. Lo visité enseguida, claro. Se trataba de una mujer de 47 años, divorciada, licenciada universitaria, residente en La Laguna y de raza mediterránea. Se describía como una buena persona, amable y tranquila, que había nacido fuera de Canarias; que era profesora y tenía una hija de dieciséis años. Añadía que le encantaban las plantas y le relajaba mucho sentir la tierra en sus manos, que le gustaba leer, el cine e ir a la playa cuando el sol lo permitía, pero también estar en casa. Decía además que no tenía ninguna religión, que comía de todo y que no bebía ni fumaba (esto último resultó ser una mentirijilla); y que hablaba algo de inglés y español e italiano fluidamente. En cuanto a su apariencia, apuntaba que sus ojos eran marrones, el pelo castaño claro, tenía una complexión física normal y su altura estaba entre 156 y 169 centímetros (medía 160). También que le era difícil describirse físicamente pero que sabía que no estaba mal, que tenía unos ojos grandes y expresivos y que le gustaba vestir bien pero sobre todo cómoda. Por último explicaba que buscaba conocer gente nueva y que para ella era muy importante la sinceridad y la honestidad; el perfil deseado era un hombre entre 47 y 55 años (en esa fecha a mí me faltaban unos meses para cumplir 47), sin un prototipo claro porque, decía, todo estaba en conocerse e irse descubriendo mutuamente.
Le contesté ese mismo día con un mensaje a través de Match (podía hacerlo porque había pagado; ella no) en el que le decía que me alegraba de que me hubiese contactado y que a mí también me importaba mucho la sinceridad y la honestidad. Además, le daba unos mínimos datos de mi vida y de lo que buscaba (amistad, personas buenas, inteligentes y honestas, le dije), sin plantearme ninguna expectativa. Pero, sobre todo, le proponía que nos comunicáramos por fuera de Match, para lo que le facilité mi cuenta de correo y de Messenger.
Al día siguiente, el 22 de marzo, hacia la una y media, me respondió. Me decía que se alegraba de mi respuesta y que le había llamado la atención la forma de expresarme. Me contaba que había nacido en Roma pero que su madre era de Las Palmas, “así que un buen día nos fuimos para allá”; y seguía: “después me vine a Tenerife para estudiar y aquí me quedé”. Luego me informaba de que trabajaba en un colegio (no me decía cuál) y que le gustaba aunque era necesaria una paciencia a prueba de bomba. Poco más añadía; era un correo breve porque tenía prisa; estaba en su casa, aún no había almorzado y tenía que volver al colegio para las clases de la tarde. Acababa con una muestra de ese carácter suyo, cariñoso, humorístico y simpático: me deseaba una feliz primavera (y me mandaba un beso). Unas horas después, al volver del colegio, me envió un segundo correo porque había algo que se le olvidó decirme. Yo le había escrito que no es fácil ni usual que las personas fueran honestas; de ello Luisa deducía que no confiaba mucho en la gente y me confesaba que se había quedado algo perpleja. Era un anzuelo en el que yo tenía que picar necesariamente (y eso que ella aún no me conocía).
Tan solo había leído un perfil en una web y recibido dos breves mensajes suyos. Pero eso había bastado para sentirme muy interesado, más de lo que lo había estado con cualquiera de las anteriores. Al día siguiente, jueves, volé a Gran Canaria por motivos laborales. Allí estuve hasta el sábado 25 y busqué todas las ocasiones para conectarme a internet (en esa época no tenía tablet ni portátil) para recibir sus correos y contestarlos. Releo ahora los 12 correos (7 de ella, 5 míos) que nos intercambiamos en los cuatro últimos días de esa semana del inicio de la primavera. Son ya bastante más largos (los míos, sobre todo), pasamos de enfrascarnos en discusiones cuasi filosóficas a contarnos detalles de nuestras biografías. A medida que avanza el intercambio epistolar (por más que fuera telemático), se aprecia una profundización en la intimidad y se intuyen emociones y sentimientos que sería aventuradamente prematuro llamar amorosas pero … El domingo 26, después de volver de la playa de Abades, sin que yo se lo hubiera pedido, me adjuntó una foto con su carta. Dijo que creía que era justo que conociera más o menos el aspecto de quien me estaba escribiendo tantas tonterías. Transcribo sus siguientes palabras: “No soy nada fotogénica, esta foto es de septiembre pasado, cálido septiembre; ahora tengo unos kilos de menos, unos meses de más, el pelo algo más corto, la piel más olivastra (¿se dice así en español? Es para no poner verde), pero en esencia sigo siendo la misma. Como verás tengo más pinta de africana que de europea. Ahora, tú mismo...”
La foto es la que acompaña este párrafo, un ejemplo maestro de la coquetería de Luisa. Es una imagen de baja resolución, para que no pudiera ampliarla y verla en detalle. Está tomada en el pasillo de su casa de San Benito (La Laguna) y en la original posa con su sobrina y su hija. Por supuesto sale enormemente atractiva, claro que era fotogénica. El rasgo más sobresaliente de su belleza, lo que primero te enamoraba de ella, era sin ninguna duda su maravillosa sonrisa (tras su muerte han sido incontables las personas que nos han hablado de esa preciosa sonrisa). La sonrisa de Luisa era mágica, cuando me sonreía el aire que nos rodeaba se llenaba de felicidad y me entraba al respirar. Era tan hermosa la sensación que me producía que no me resistía a pedirle, exigirle incluso, que sonriera con más frecuencia, que lo hiciera siempre (y se enfadaba conmigo). Pero en esa foto no es solo la sonrisa lo que me atrajo, sino todo el conjunto: el pelo rizado, el cuerpo delgado pero voluptuoso, la ropa que llevaba, muy del estilo que me gusta (reconozco que soy bastante tiquismiquis en ese aspecto). En fin, si para entonces ya me tenía encandilado, descubrir lo guapa que era supuso el aldabonazo definitivo: tenía que conocerla en persona. Ese mismo domingo le contesté, declarándole mi sorpresa por su belleza y juventud (no me parecía la foto de una mujer de cuarenta y siete años); además le mandé una mía, que soy bastante menos guapo y para colmo poco fotogénico (yo sí).
La siguiente semana laboral (del lunes 27 al viernes 31 de marzo) seguimos enviándonos correos, más de uno a diario. Aunque no conservo todos (solo trece), la progresión de nuestro “enamoramiento virtual”, por darle un nombre, es apabullante. Yo le pido fotos más cercanas y ella, con la excusa burlona de que no le aclaraba si la cercanía a la que me refería era en el tiempo o en el espacio, me manda más antigua y tomada desde más lejos, advirtiéndome cuánto le gustaba llevar la contraria. Durante esa semana empezamos a chatear a través de Messenger. Tengo guardada una única conversación del jueves 30 a partir de las 13:30. Para entonces ya habíamos quedado en vernos el sábado 1 de abril, como efectivamente así fue. En ese chat puede apreciarse que ambos estábamos muy ilusionados por conocernos en persona y también se ve que nos derretimos mutuamente (si la ridiculez, como afirma Pessoa en su famoso poema, es característica obligada de las cartas de amor, si hay amor, entonces ese chat es prueba, indicio al menos, de que dos días antes de vernos el amor, aunque fuera embrionario, ya anidaba en nosotros). También durante esa semana nos intercambiamos los números de los teléfonos móviles.
El último correo previo a la cita me lo envió ella el viernes 31 a las 23:33, contestando otro mío en el que, según Luisa (porque no lo conservo) le contaba “trocitos de tu vida y de ti, dispersos, densos, profundos, irónicos, contemplativos, críticos …” Pero lo mejor es el último párrafo: “Lindo, me voy a dormir, no me mantengo en pie. Mañana me reconocerás fácilmente. Tengo un ojo desviado, así que cuando me mires de frente no sabrás a qué ojo mirar. Además sufro una ligera cojera de nacimiento, nada importante; cuando me pongo el alza de 15 centímetros casi no se nota. Y por último me falta una paleta; cuando tengo la boca cerrada se disimula bastante. Lo malo es cuando me río porque tengo que taparme la boca con la única mano que me queda, la otra la perdí en un desafortunado accidente doméstico. No tienes pérdida, cuando me veas me reconocerás rápidamente... a no ser que un compromiso de última hora te haga cambiar de planes”. Al día siguiente, el sábado 1 de abril de 2006, nos conocimos en persona …
gracias Miroslav
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