Una de las dudas que me corroen es si Luisa sabía que estaba muriéndose. Sus últimos dos días los pasó dormida, sin sufrir –es lo que me aseguraron– gracias a los cuidados paliativos. De pronto, cesó de respirar; se murió sin enterarse porque ya llevaba varias horas así, sin darse cuenta de nada. Antes, el último mes, se aceleró su deterioro cognitivo, de modo que es posible que, sencillamente, pensar sobre su propia muerte no estuviera ya dentro de sus capacidades. Pero, ¿lo pensó durante los ocho largos meses previos desde el diagnóstico? ¿Lo pensó antes, preocupada por sus terribles dolores de cabeza? Yo he querido pensar que no, que la idea de que iba a morirse no estuvo en su mente, que Luisa nunca pensó que iba a morir sino que, por el contrario, esperaba curarse. Sin embargo …
Sin embargo, ahora he empezado a creer que puede que sí lo supiera y que si no me di cuenta durante el pasado calvario fue porque no quería que fuera así, quería que fuera feliz (todo lo feliz que se pudiera en sus circunstancias) y me parecía que si uno piensa que se está muriendo no puede ser feliz. Pero creo que lo que hacía era protegerme a mí mismo, proyectar sobre ella mis miedos (tengo terror a la muerte y tenía terror a perderla) sin ver, idiota de mí, que Luisa tenía mucha más entereza que yo. Creo ahora que, por más que me esforzara en cuidarla durante la enfermedad, fue ella la que, mientras pudo, me protegió a mí (nos protegió a los tres que la acompañábamos). Esa voluntad suya me permitió confiar hasta el final en que vencería al maldito tumor, que volveríamos a una vida en común, rectificando errores pasados. Pero también hizo que fuera mucho peor la intempestiva aparición de la muerte.
En ninguna ocasión desde que fue diagnosticada, entre Luisa y yo se habló de la posibilidad de que acabara mal. Hubo momentos en los que me rompí ante ella, pero nunca le reconocí que me aterraba pensar que falleciera. En esas ocasiones fue Luisa quien me consoló, diciéndome al principio (cuando todavía podía hacerlo) que no tenía por qué preocuparme, que se iba a curar, y luego abrazándome y mirándome con mucha ternura. Me pregunto si en alguna de esas escenas Luisa pensaría en lo solo y triste que me iba a dejar. No lo sé pero lo que sí creo es que, aunque no bastara, aunque quedaron cosas pendientes que decirnos, la convencí durante sus últimos meses de lo mucho que la amaba.
Antes del diagnóstico, no obstante, tuvimos una única conversación en que, sin decirlo, Luisa aludió a la posibilidad de que sus dolores de cabeza fueran síntoma de algo mortal. No recuerdo la fecha, debió ser hacia finales de abril o principios de mayo, porque los dolores ya eran muy frecuentes e intensos. Estaba en la cama, hacia media mañana, después de acabar el desayuno que le había llevado, la cabeza le había dado una breve tregua y me sonreía mientras yo, sentado junto a ella, le cogía la mano. Entonces, sin ninguna introducción, me dijo: quiero que cuides de Dana. Yo la miré sorprendido y ella me apretó la mano; supe que ella sabía que yo había entendido. Lo único que se me ocurrió decirle fue que no dijera tonterías. Ahora pienso que desperdicié una oportunidad preciosa. Ella no contestó, no insistió. No continuamos la conversación. Probablemente, recogí la bandeja del desayuno y la llevé a la cocina.
Meses después, en septiembre, Luisa tuvo una conversación con Dana en la que, de forma mucho más explícita, dejo ver que sabía lo que podía pasarle. Había pasado mes y medio desde el final del primer ciclo del tratamiento (radioterapia y quimio) y, aunque débil, se encontraba bastante mejor: contenta, con ganas de hacer cosas y sin dolores; hablaba mucho e incluso nos pareció que había mejorado de la afasia. Pues bien, hablando a solas con su hija le dijo algo así como que si tenía que irse no pasaba nada. Dana le preguntó que qué sería de ella y Luisa entonces empezó a llorar. Parece pues que en esos días, cuando todavía mantenía suficiente lucidez, contemplaba sin miedo la inminencia de su propia muerte (aunque tal vez no tanto lo que nos iba a pasar a quienes tanto la amábamos).
El 27 de mayo, cuando fuimos a recoger a Luisa al Hospital después de su primera estancia (la que dio comienzo al proceso), nos atendió el radioncólogo que iba a tratarla. Nos dijo con toda naturalidad, como si fuera lo normal, que había estado previamente con ella y le había explicado lo que tenía. A mí me molestó, aunque no hice ningún comentario. Pensé que nos correspondía a nosotros, los que la queríamos, decirle lo que pasaba y elegir la forma de decírselo. De todos modos, pensé entonces, probablemente no habría llegado a comprender del todo el diagnóstico y sus consecuencias; estaba un poco zumbada. Claro que puede que me equivocara. En todo caso, sí hablábamos sin tapujos de que tenía un tumor; lo que callábamos –yo, sobre todo– era el pronóstico.
Ahora estoy empezando a pensar –no lo tengo claro– que pude haber errado. Que tal vez deberíamos haber asumido que estábamos viviendo nuestro último tiempo juntos y haberlo aprovechado para decirnos –decirle yo, al menos– tantas cosas que no pude decirle. Decirle cuánto la quería, perdonarnos nuestros desencuentros, preguntarle dudas que se han quedado incógnitas, rememorar nuestra historia en común … Dice Rosa Montero, citando a Iona Heath, que “cuando alguien fallece hay que escribir el final. Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza”. Yo no lo hice porque hacerlo hubiera implicado aceptar una despedida a la que me negaba. Y el resultado es que no me despedí y eso, ahora, es otro ingrediente de mi dolor.
Hasta el viernes 12 de febrero, día del fatídico traslado en ambulancia, la cuidé y conviví con ella como si fuera a seguir siempre con nosotros. La tarde de ese viernes fue la última vez que la vi despierta, que ella me vio a mí (aunque al día siguiente se había olvidado). Me fui del hospital sin concebir en absoluto que no saldría de allí. Cuando volví a estar con ella –el martes y el miércoles siguiente– ya no estaba consciente, dormía. Pasé esos dos días junto a su cama, hablándole, acariciándola, besándola. Entonces ya sí asumía (mejor dicho, sabía) que estaba agonizando así que, a destiempo, le conté muchas cosas, todo lo que debería haberle dicho cuando podía entenderme. Quizá algo le llegó a su pobre mente, muy deteriorada y apagándose. Pensar eso me da un poco, muy poco, de consuelo. Creo que lo que llevo haciendo desde su muerte es despedirme, seguir despidiéndome con el desesperado anhelo de que me escuche y me sonría.
yo, cuando fui a verla por última vez tuve la clarísima impresión de que vivía cada dia como si fuera el uñtimo (pero de verdad: no era ninguna técnica de autoayuda)
ResponderEliminarDurante mi visita en octubre, mientras acompañaba a Luisa quien estaba en cama, ella me cogió las manos y me dijo “no me importa irme “ lo dijo sinceramente, mirándome a los ojos. Yo no supe como responder y me salí con algo cómo “a mi tampoco...” a lo que ella sonrió con los ojos y me dijo “a ti te quedan muchos años por delante “. Siento no haber tenido el valor de apoyarla en ese momento, en lugar de rechazar su experiencia. Aun así creo que ella supo que la entendí. Xavier, tu y las niñas se desvivieron con Luisa, durante esa época que aptamente llamas un calvario, se mantuvieron fuertes para ella y la rodearon de amor. Les admiro por eso
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