Desde siempre, para la Iglesia Católica, la relación santificada por Dios es la pareja heterosexual monógama. Dice el papa Francisco en Amoris Laetitia que la imagen de Dios tiene su paralelo explicativo en la pareja hombre y mujer («Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» Gen 1,27). Añade que es justamente la pareja fecunda, la familia (tradicional), la protagonista de la historia de la salvación como reflejo además de la visión cristiana de la Trinidad. El párrafo 29 de la citada encíclica expresa con meridiana claridad la posición actual y de siempre de la Iglesia: “Con esta mirada, hecha de fe y de amor, de gracia y de compromiso, de familia humana y de Trinidad divina, contemplamos la familia que la Palabra de Dios confía en las manos del varón, de la mujer y de los hijos para que conformen una comunión de personas que sea imagen de la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La actividad generativa y educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora del Padre. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu”.
Para la Iglesia, la familia fundada en el matrimonio es la sociedad natural, en cuyo seno se posibilita la maduración de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético. En la Encíclica se reconoce que en la actualidad el modelo tradicional no es la única situación familiar e incluso se admite a regañadientes que otras opciones “pueden brindar cierta estabilidad”. Pero, a partir de ahí, se manifiestan claramente dos premisas. La primera, que “solo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena”; y la segunda, que en la actualidad varios hechos amenazan y debilitan la familia tradicional y, por tanto, perjudican el bien común.
Desde luego, hay muchas otras formas de convivencia, más o menos estables, distintas a las familias tradicionales. Unas cuantas de ellas son consecuencia directa justamente de la ruptura de esa que se presumía una unión indisoluble. Hoy en día casi todos pensamos –incluyendo a los católicos– que la mejor salida para una pareja que no se soporta, que ha llevado su relación a una situación insostenible, es la separación, el divorcio. También la mayoría estaría de acuerdo en que un/a separado/a pueda volver a emparejarse. De hecho, según datos del Instituto de Política Familiar de 2015, siete de cada diez matrimonios se rompen (me parece exagerado el dato, pero ahí está). Sin embargo, la Iglesia sigue manteniendo la indisolubilidad del matrimonio porque, según Mateo, Marcos y Lucas, así lo dijo el propio Jesús (aunque añadió que si la mujer fornicaba con otro sí era lícito repudiarla). El caso es que, producida la ruptura, tenemos nuevas situaciones familiares que son absolutamente habituales en la actualidad.
Me pregunto cómo sabe la Iglesia (en este caso no me vale la infalibilidad papal) que estas situaciones familiares distintas del matrimonio indisoluble no cumplen una función social plena. Si la función social de la que se habla es básicamente la formativa de los hijos (“maduración de las personas, cultivo de los valores comunitarios y desarrollo ético”), qué estudios se han hecho que permitan concluir, por ejemplo, que una madre que educa sola a su hija tras divorciarse del padre no puede hacerlo tan bien como si hubiera seguido casada. Conozco casos que apuntan todo lo contrario y, de otra parte, lo que sí creo que está bastante comprobado es que esa función formativa es terriblemente deficiente por parte de matrimonios que se llevan mal aunque sigan casados. Así pues, a la espera de que se me presenten pruebas, la afirmación del papa Francisco de que solo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena no me parece más que una petición de principios, sin base argumental sólida.
Si bien conozco muchos casos de hijos que han sido formados magníficamente en familias monoparentales o por padres vueltos a emparejar, no tengo experiencia directa de niños educados por homosexuales o transexuales. Obviamente, estas “situaciones familiares” han de cumplir menos aún esa función social que la Iglesia atribuye a los matrimonios indisolubles de varón y mujer. De hecho, en la encíclica, el Papa expresa su inquietud de que estas uniones, que “vacían el fundamento antropológico de la familia”, puedan incluso llegar a educar niños. Cae de nuevo el Santo Padre en otro apriorismo ideológico a partir de las creencias religiosas pero sin que haya ningún argumento (al menos que yo conozca) que apunte a que las parejas homosexuales o transexuales no puedan lograr satisfactoriamente que sus hijos maduren como personas, cultiven los valores comunitarios y alcancen su desarrollo ético.
Tengo la impresión de que esa insistente preocupación por la formación de los hijos fuera de las familias tradicionales revela cierta dosis de hipocresía. Lo que no se quiere es que haya otras “situaciones familiares” y se usa como excusa –pese a su debilidad argumental, pero eso a nadie le importa– a los niños. En realidad, a mi modo de ver, la calidad de la formación de los hijos poco tiene que ver con el tipo de relación de sus padres, con su sexo o con su orientación. En cambio, mucho depende del amor de éstos hacia ellos y entre sí. Por eso –que me disculpe Su Santidad– me atrevo a contradecir al papa Francisco y niego que la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer sea la única situación familiar que puede cumplir “plenamente” la función social de la formación de los menores. Es más, en principio y a la espera de conocer estudios que me contradigan, me atrevo a afirmar que la situación familiar es irrelevante en cuanto a la formación de los hijos.
Si la familia tradicional no es el único modelo para garantizar plenamente esa función social, ya no sería un objetivo ineludible de interés público su defensa. No obstante, la Iglesia Católica (y cualquier otro colectivo) tiene todo el derecho a defenderla pero no en razón de beneficios sociales pretendidamente objetivos sino simplemente porque en su sistema de creencias y valores (en su ideología) la familia es muy importante (imagen de Dios). Nada que objetar pues a que los católicos se esfuercen en defender y promover el modelo tradicional de familia monógama; lo que ya no sería igual de aceptable es que se impusiese ese modelo como obligatorio o se impidiesen (o limitasen) otras formas de relación entre los individuos, Pero precisamente esto es lo que ha venido haciendo la Iglesia de forma sistemática: oponerse a toda iniciativa social que posibilitase el libre y pleno desarrollo de otras formas de convivencia (revísense las declaraciones eclesiásticas de hace cuarenta años contra la Ley de divorcio y compárense con las broncas más recientes contra otras normas legales que “atacan a la familia”).
Como es sabido, la Iglesia justifica su oposición a la “normalización” de otras formas de convivencia en que son un ataque contra la familia. Cuesta entender por qué se ataca a la unión indisoluble heterosexual impidiendo que los homosexuales puedan emparejarse (lo que es evidente es que a quién sí se ataca con esa oposición es a los homosexuales). Suena más bien a lo que diría alguien en situación de monopolio: no quiero que aparezcan otros comercios (por ejemplo) porque entonces pierdo mi cuota de mercado. Y puede que, en efecto, gracias a la mayor tolerancia social ante la homosexualidad (y a las consiguientes leyes), no pocos de ellos no se vean impelidos a formar una familia tradicional y puedan, en cambio, vivir más acorde con lo que sienten y, por tanto, ser más felices. Pero, ¿acaso eso es malo para la familia tradicional? ¿La debilita?
En fin, para ir acabando, tampoco creo que la segunda afirmación que he citado de la encíclica sea cierta. No creo que los “nuevos” hechos –básicamente el reconocimiento social y legal de nuevas situaciones de convivencia– amenacen y debiliten la familia tradicional. Por más que el matrimonio tradicional (y más el religioso) no sea hoy en España la única opción, sigue siendo abrumadoramente la mayoritaria, e incluso después de divorciarse muchísimas personas quieren volver a casarse. Pero, incluso si la familia tradicional estuviera debilitándose, no sería porque se reconozcan otros tipos de uniones o porque se normalice la homosexualidad o la transexualidad. Al igual que con la formación de los hijos, se atribuye una relación causal que no solo no está probada sino que carece de lógica; de nuevo, con cierta hipocresía, se habla de defender a la familia cuando lo que de verdad se quiere es oponerse a la normalización de homosexuales y transexuales. Y por último, ni siquiera en el caso de que la normalización de homosexuales y transexuales supusiera el debilitamiento de la familia tradicional (lo que no es verdad), sería éticamente aceptable impedirla. La defensa de una institución o un grupo mediante la opresión de terceros nunca puede ser moralmente lícita.
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