Poco a poco, muy poco a poco, voy tomando posesión de esta casa que era la casa de Luisa, la casa que ella había hecho, que estaba haciendo porque hacerla era (y sigue siendo) el cuento de nunca acabar; pero escribir ese cuento era fuente de su felicidad y ahora, ahora que tan brutalmente se ha interrumpido su escritura, me toca a mí seguir haciéndolo, aunque no tenga ganas ni sepa cómo, salvo intentar imitar la forma en que ella lo hacía, hacer mis mínimos quehaceres bajo su mirada, atento a su aprobación, buscando su sonrisa. El jueves, por ejemplo, Dana vació el mueble zapatero del pasillo. Sus cosas, poco a poco, muy poco a poco, van también yéndose, aunque no se irán todas porque todas las que hay son suyas. Recoger, ordenar, limpiar … tareas que hacemos desganados, emocionados y, sobre todo, tristes. Pero así ha de ser.
Ayer empecé a colocar zapatos míos en ese mueble del pasillo. Al hacerlo, encontré un cigarrillo, un winston algo reseco. Me acordé enseguida de lo que escribió el martes 14 de mayo de 1991, su primer día en la playa después de la operación cerebral para corregir su malformación arteriovenosa (en el mismo sitio donde apareció treinta años después el tumor que la mató). Esa mujer treintañera escribió: “… el recibir el sol en mi piel mojada con mi infalible winston en la boca es capaz de transformar la tristeza en alegría, la depresión en relax y cualquier humor de perros mañanero en la felicidad más absoluta”. Le gustaba fumar, le gustaba mucho, le hacía sentirse muy bien. Que yo sepa, siempre fumó –me cuenta su hermana que empezó a los doce años, aún en el colegio–. Cuando nos conocimos, ambos fumábamos.
Yo había vuelto a fumar después de haberlo dejado durante cuatro años, impresionado por el fulminante cáncer de pulmón que mató a mi cuñado. Fumaba, sí, pero con sentimiento de culpa, repitiéndome con frecuencia que tenía que parar, cortar la adicción. Si ya me era difícil lograrlo, sabía que si mi pareja fumaba me sería imposible. Por eso, desde los primeros tiempos de nuestra relación, le pedí a Luisa que nos propusiéramos dejarlo juntos. Pero ella no sentía el mismo rechazo, no estaba convencida como yo de que el tabaco le hiciera daño o, en todo caso, ese hipotético daño palidecía frente al placer que le proporcionaba fumar. De modo que me prometía que sí, que lo dejaríamos, pero al mismo tiempo me pedía que lo postergásemos, que todavía no estaba preparada.
Fueron pasando los meses y luego los años hasta que en 2010 murió Chiqui, un gran amigo, también de cáncer de pulmón. Así que me planté y le dije que ya teníamos que hacerlo y ella, también afectada, me dijo que sí, aunque no estaba del todo convencida y más se decidió por darme gusto en algo que era muy importante para mí pero casi nada para ella (de eso no fui entonces consciente). Decidimos –más bien lo decidí yo– que dejaríamos de fumar durante el viaje que hicimos en agosto siguiendo el curso del Danubio desde sus fuentes hasta Budapest. Nos proveímos de unas pastillas que se suponía que ayudaban durante el proceso gradual de cortar el habito y nos fuimos de vacaciones. Cumplimos disciplinadamente la progresiva reducción de las dosis nicotínicas –no recuerdo que nos generara especiales malhumores– y la última semana de agosto estábamos de regreso en Tenerife como flamantes exfumadores.
Sin embargo, Luisa no aguantó mucho sin fumar. Supongo que al principio intentaría fumar muy poco, para no volver a enviciarse y que yo no me enterase. Pero pronto volvió a dosis similares a las previas al verano y, como era inevitable, acabé dándome cuenta. Fue un fin de semana a principios de noviembre, estábamos en mi casa de Santa Cruz, yo escribiendo en mi despacho y ella en la terraza, donde aprovechó para echarse un pitillito. Por más que se lavó los dientes, el olor la delató (es curioso lo sensibles que se vuelven los exfumadores al olor del tabaco). Me acuerdo bien de la dolorosa impresión que recibí, fue como si me derribaran de un golpe. Trató de explicarse pero no quise escucharla, me sentía traicionado y al mismo tiempo sin fuerzas. Le dije que se fuera de mi casa. Estuvimos unos días sin vernos, el tiempo que necesité para que se me pasara la tristeza y comprendiera que no tenía sentido enfadarme. En un correo que ahora encuentro le decía que me daba mucho miedo que, si ella fumara, yo volvería a hacerlo. Y así ocurrió, claro.
Volvimos a fumar, y la ruptura de ese pacto, fue durante algún tiempo, no mucho, una espina en nuestra relación. Los primeros años de la segunda década del siglo fueron complicados para ambos y probablemente el periodo en que más nos alejamos el uno del otro. Durante ese tiempo cada uno se fumaba más de una cajetilla diaria y yo notaba –Luisa no– que cada vez me hacía más daño. Mas no estaba el horno para repetir esos bollos que se quemaron –ambos estábamos quemados–. Pero las aguas volvieron a su cauce y las crisis intermitentes parecieron encauzarse. Compramos la finca de Tacoronte –el sueño de Luisa– y ella empezó a plantearse dejar de trabajar hasta que lo consiguió; yo, por mi parte, acabé mis ocho años de excedencia y regresé a mi puesto de funcionario. Estábamos en una nueva etapa, mayores, más tranquilos, con ganas de disfrutar de nuestra vida juntos.
Fue entonces Luisa quien me propuso que dejáramos de fumar. Me aseguró que ahora sí estaba convencida, que esta vez lo hacía porque ella quería, no por darme gusto. De modo que el 31 de diciembre de 2015 nos fumamos los que habían de ser nuestros últimos cigarros, cumpliendo uno de los más repetidos propósitos de años nuevo. Sin embargo, aunque fuera verdad que se había convencido de que debía dejar de fumar, también esta última vez Luisa lo hizo por mí. Sé que quería regalarme su apoyo para que consiguiera dejarlo, sabiendo lo importante que era para mí y que no lo lograría sin ella. Si por ella hubiera sido, habría seguido disfrutando de esos ratitos de placer que tanto le gustaban. Ahora, cuando ya nada de todo eso importa, me echo en cara haberle privado –aunque fuera solo indirectamente– de esas pequeñas dosis de felicidad; sobre todo, a la vista de los que ocurrió en pocos años.
Porque, desde luego, el tabaco nada tuvo que ver con el cáncer de Luisa. Es más, he llegado a pensar que tal vez dejar de fumar contribuyo a que le apareciera el tumor. Luisa empezó con sus terribles dolores de cabeza hacia finales de 2016, cuando llevaba casi un año sin fumar; antes, mientras fumaba, no los había tenido. Sé que es una idea estúpida, nacida de un masoquismo obsesivo, pero no puedo evitar pensarla. Pero, aunque sea falsa, lo cierto es que de haber seguido fumando nada habría sido peor de lo que fue. Yo tendría que haber sido capaz de desengancharme sin que ella lo dejara. Como en muchas otras cosas, Luisa supeditó en ésta su felicidad a la mía. Ojalá no le hubiera pedido que lo hiciese pero, sobre todo, ojalá me hubiese dado cuenta entonces y no ahora, cuando ya da igual.
En todo caso, durante esta última etapa de su vida, Luisa siguió fumando. No lo haría de forma habitual, supongo, pero de vez en cuando, siempre en días laborables (cuando yo dormía en Santa Cruz) se echaba algún cigarrito, se permitía un ratito de placer. No sé cuándo empezaría, pero un fin de semana, hacia mediados de 2018, le pillé una cajetilla escondida. Esta vez no hubo pelea; ella se apresuró a disculparse, la botó a la basura y me prometió que no fumaría más, que fue un momento de debilidad. Es verdad que me dolió pero, al mismo tiempo, pensé que no tenía sentido sacar las cosas de quicio. Me desentendí del asunto; supuse que seguiría fumando pero no quise preocuparme. Entre los dos el tema tabaco quedó suprimido; mientras no fumara en mi presencia: ojos que no ven … Luego, después de su muerte, Jesús me ha dicho que algunas veces se fumaron un cigarrito juntos …
Todos estos recuerdos me vinieron ayer a la cabeza cuando encontré ese Winston en el mueble zapatero. Y en memoria y homenaje a Luisa hice lo que tenía que hacer: me lo fumé, sintiendo que lo hacía contigo a mi lado, amor.
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