Amnistía deriva de amnesia, etimológicamente olvido (del griego αμνησία). Jurídicamente, la amnistía supone una derogación retroactiva de normas, de modo que quienes las incumplieron pasan, en virtud de la amnistía, a no haberlas incumplido. En el caso del procés, los que fueron culpables de delitos pasarían a no serlo. No se les indulta, porque el indulto lo que hace es perdonar la pena, pero mantiene que el indultado cometió un delito. Por eso, el artículo 666 (curiosamente, el número del diablo) de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) establece que la amnistía (y el indulto) son artículo de previo pronunciamiento; es decir, supuestos que imposibilitan entrar a juzgar el presunto delito (porque, en virtud de la amnistía, no se habría cometido) y obliga a sobreseer la causa.
Por cierto, en las discusiones recientes sobre si la amnistía tiene cabida en nuestro marco constitucional, algunos que dicen que sí lo argumentan precisamente en el artículo citado de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Yo no lo veo tan claro porque ese artículo solo dice que la amnistía es objeto de artículos de previo pronunciamiento, no regula ni admite esta figura jurídica; a ello cabe añadir, que la LEC es de 1882. He encontrado otra norma en la que se menciona la amnistía: el Real Decreto 796/2005 por el que se aprueba el Reglamento general de régimen disciplinario del personal al servicio de la Administración de Justicia. En su artículo 16 se establece que “la responsabilidad disciplinaria se extingue por el cumplimiento de la sanción, el fallecimiento del funcionario, la prescripción de la falta o de la sanción, el indulto y la amnistía”. Ahora sí estamos ante una norma jurídica promulgada en el marco constitucional vigente que, si bien no regula ni admite la amnistía, la contempla como posible, lo que implica que no se entendía contraria a la Carta Magna (y no parece que nadie lo recurriera o se escandalizara de que se mencionara la figura de la amnistía).
Las amnistías tienen una larga tradición en nuestra historia, siempre vinculadas a los que se denominan delitos políticos, entre los que se incluyen intentos de golpe de estado mucho más evidentes que el de los independentistas catalanes en 2017. Recordemos, por ejemplo, la Ley de Amnistía del gobierno Lerroux (bienio de derechas de la II República) que “olvidó” la rebelión de Sanjurjo de agosto de 1932. Excluyendo obviamente las autoamnistías (tan frecuentes en las últimas décadas en Hispanoamérica) promulgadas por los propios Estados para condonarse sus crímenes, lo cierto es que la amnistía es un recurso del poder legislativo (no del gobierno, como los indultos) para “borrar” delitos políticos a fin de calmar o pacificar conflictos sociales. A este respecto, el mejor y más reciente ejemplo es nuestra Ley de Amnistía de 1977, que muchos consideran que fue imprescindible para conseguir la transición a la democracia en este país.
A quienes tanto denuestan la amnistía como algo contrario a los principios básicos del estado de derecho les vendría bien revisar nuestra historia, así como el derecho comparado en países de larga tradición democrática. Estoy convencido de que esos mismos no están en contra del instrumento jurídico en términos generales sino solo en que se aplique a los reos del procés. Ahora bien –siempre suponiendo que tenga encaje en el marco constitucional, lo que no está nada claro–, si el Parlamento entendiera que una amnistía contribuye a favorecer la paz social en Cataluña, estaríamos justamente ante el supuesto clásico (en España y fuera de ella) en que la Ley se justificaría. En el fondo, las invocaciones a principios democráticos o las disquisiciones jurídicas no son más que envoltorios para dignificar los prejuicios emocionales de cada uno. El debate se resume en dos posiciones irreductibles a los argumentos: quienes quieren castigar a los independentistas y están en contra de cualquier medida que minimice sus atroces crímenes y, en el otro lado, quienes consideran que esos señores no hicieron sino lo que debían que fue declarar la voluntad libre del pueblo de Cataluña en ejercicio del sagrado derecho de autodeterminación.
Parece que la posición muy predominante es la de quienes se oponen (a lo mejor me equivoco, confundido por el mayor griterío de éstos). Quizás tengan razón y no es buena estrategia para resolver el conflicto catalán amnistiar a los del procés; hay incluso quienes señalan que ese conflicto ya es casi irrelevante. No lo sé, pero me ha recordado un pasaje de la última novela de David Trueba (Mis queridos niños) que acabo de leer. En ella, la candidata a presidenta del Gobierno español por el partido conservador (trasunto del PP) hace su campaña electoral por todo el país. Cuando llega a Cataluña, lo que quieren (y logran) sus estrategas es que los independentistas les monten una manifestación para reventarles sus actos electorales. El motivo maquiavélico es simple: el rechazo de aquéllos les da votos en el resto de España. Es más que probable que mantener entre el mayor número de españoles el afán de castigo contra los del procés sea una de las bases más fecundas de votos para ciertos partidos.
Naturalmente, no entro en este post en la constitucionalidad de una eventual Ley de Amnistía. Tampoco en si las motivaciones de Sánchez solo obedecen a mantenerse en La Moncloa porque le importa un ápice España. Lo único que he querido señalar es que las leyes de amnistía son un instrumento del que se han dotado las sociedades civilizadas (y democráticas) para resolver conflictos sociales de origen político. Y a mí no me parece mal que existan. Aplicar este instrumento a los reos del procés podrá ser o no una decisión acertada que, en todo caso, corresponderá adoptar al Congreso de la Nación, precisamente donde radica la soberanía popular (salvo, claro está, que sea inconstitucional, pero eso lo ha de decir el TC). Que un Estado (poder legislativo) decida “olvidar” a quienes han intentado atacarlo no muestra, a mi juicio, su debilidad sino todo lo contrario.
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