Hacia finales de marzo recibí una carta suya. Estaba concentrado en El Escorial y me pedía que nos encontráramos en Galapagar. Él me estaría esperando en su coche por fuera del apeadero del ferrocarril, bastante alejado del centro urbano, en lo que por aquellas fechas era prácticamente un descampado. Prefería que no nos vieran juntos y, a ser posible, que pasara desapercibido. Me había dejado barba, de modo que con una gorra calada y unas gafas de pega era difícil que se me identificara. De esa guisa, al mediodía siguiente, subí en Príncipe Pío al automotor de Ávila.
Salí del apeadero de La Navata y al otro lado de la carretera estaba un coche aparcado. Aunque en la visita a Valencia ya había comprobado que mi hermano gozaba de una desahogada economía (un piso amplio en la mejor zona de la ciudad), no dejó de sorprenderme que dispusiera de automóvil. Era rojo y aparatoso, feo para mi gusto. No podría asegurar la marca (creo que un Eucort, empresa catalana que quebró poco tiempo después), pero se me quedó grabada la matrícula: V-21.111. La encargué con el mayor número de unos, me dijo, porque ese es el dorsal del portero.
Arrancó el coche y se dirigió hacia el pueblo, pero nada más cruzar el Guadarrama dobló hacia la derecha por un camino de tierra que seguía el curso del río aguas arriba. Me di cuenta de que había reconocido los alrededores previamente cuando aparcó en un recodo, junto a un bosquecillo de encinas. He traído tortilla, bocadillos de jamón y una botella de vino, dijo, vamos a dar un paseo y nos sentamos luego a comer algo. Solo hacia el final de aquel improvisado almuerzo campestre me contó lo que quería.
Supongo que sabes que nos jugamos la clasificación para el Mundial con Portugal. El domingo es el primer partido, en Chamartín. El siguiente será la vuelta, en Lisboa. Durante ese segundo partido he de desaparecer por una media hora, sin que nadie lo sepa. Necesito que pases por mí en el campo durante el segundo tiempo.
Me quedé atónito, mirándolo como si se hubiera vuelto majara. Él, sin embargo, permaneció impasible. Me es absolutamente imprescindible y me lo debes, dijo con frialdad. No es ninguna locura, lo tengo todo pensado. He sobornado a un empleado del estadio de Jamor que te colará en nuestro vestuario hacia el final de la primera parte. Luego, en el descanso, repetiremos lo de Mestalla, pero esta vez te pondrás en la cabina mi ropa y yo, en cuanto el equipo vuelva al campo, saldré a hacer mi gestión. En la primera jugada en que se te acerque un delantero, vas al choque y caes al suelo fingiéndote lesionado. Te retirarán del campo y saldrá Acuña, el portero del Deportivo. Te vas al vestuario y me esperas. Llego antes del fin del partido y de nuevo damos el cambiazo.
Pero, Iñaki, tus compañeros, el seleccionador, se darán cuenta del engaño. No, me respondió tajante, no nos conocemos tanto. Solo Silvestre podría, pero él está en el ajo, y además es vasco, como nosotros, Peio. Me sorprendió que me llamara así, y no Pedro como siempre. Le brillaban los ojos, pero los labios estaban fruncidos en ese gesto que tan bien conocía desde niño, el que ponía cuando estaba dispuesto a todo para salirse con la suya. ¿De qué va esto, Iñaki? Me lo tienes que decir si pretendes que haga esta locura. No puedo, contestó, y es mejor que no sepas nada. Además, habrás luego de desaparecer. ¿No me has dicho que querías salir de España? Pues te lo facilitaré. Un billete de barco de Lisboa a Montevideo y allí, en Uruguay, tengo amigos que te acogerán para que rehagas tu vida. Así tiene que ser, te lo aseguro.
Todavía hoy me cuesta entender por qué acepté embarcarme en tan disparatada aventura. Prescindo de los detalles y voy directamente a culminar este relato. Asistí el domingo 2 de abril al primer partido en el que luego se llamó estadio Santiago Bernabeu, en el que España goleó cinco a uno a los lusos con Franco en el palco. Tras un inicio de tanteo –se notaba que teníamos miedo de los portugueses–, antes del primer cuarto de hora llegaron tres goles fulminantes, en solo tres minutos (Zarra, Basora y Panizo). La delantera hispana era magnífica, no tanto la defensa, que obligó a Iñaki a atajar más balones de lo normal, algo que me dejó bastante preocupado. El gol de Portugal vino antes del descanso debido a una mala salida de mi hermano, a quien regateó Cabrita para disparar a puerta vacía. Como es natural, acabado el encuentro era un manojo de nervios, imaginándome que en seis días estaría en el césped de otro estadio abarrotado, solo bajo los palos.
Viajé a Lisboa un día antes. Iñaki me había reservado un apartamento en el Hotel Imperio, un edificio nuevo de gran lujo a medio camino entre la plaza del Marqués de Pombal y La Baixa. Ese sábado estuve paseando por la parte baja de la ciudad, que me fascinó, aunque no estaba precisamente en la mejor disposición para disfrutar del turismo. Al atardecer mi hermano se presentó en el hotel y terminamos de concertar los últimos detalles. El día siguiente, tal como habíamos convenido, tomé un taxi que me llevó al Estadio Nacional, muy cerca del estuario del Tajo, entre Lisboa y Estoril. Me aguardaba un tipo bajito y rechoncho, uniformado de gris, que se identificó como Joao. Me condujo a través de pasillos casi vacíos hasta un pequeño almacén. Espera aquí, me dijo, poco antes del final de la primera parte te pasaré al vestuario español.
Y ahí, encerrado en ese cuartucho, permanecí algo más de dos horas, con la única compañía del rumor amortiguado que llegaba desde las gradas. Hacia las cinco y media de la tarde, Joao apareció a cambiarme de lugar, metiéndome en una cabina de ducha. No pasó mucho tiempo hasta que Iñaki dio los tres golpes convenidos en la puerta para que lo dejara entrar. Vamos ganando uno a cero, me dijo, pero la cosa está difícil. Los portugueses reparten mucha leña y el árbitro los favorece, incluso les ha regalado un penalti que, por suerte, Barrosa ha chutado fuera. Tienes que tener cuidado, lesiónate lo antes posible que hay que aguantar el resultado. Si nos ganan, habrá partido de desempate en París y eso hay que evitarlo.
No eran, desde luego, palabras tranquilizadoras, mas ya no había vuelta atrás. Nos intercambiamos las ropas y salí de la cabina. Había gran ajetreo entre los jugadores y el seleccionador, Guillermo Eizaguirre, gritaba nervioso, a veces a todos, a veces a alguno. En un momento, casi sin mirarme, me echó una pequeña bronca: que no saliera tanto, que me notaba inseguro; pero acto seguido me palmeó la espalda y se fue a arengar a otro. Busqué a Silvestre Igoa, pero no lo vi. En cambio había dos jugadores del Valencia, Asensi y Puchades; este último me guiño el ojo, pero no me atreví a sacar conclusiones. De pronto, ese desbarajuste acelerado se calmó y nos pusimos en fila (yo el primero) para desfilar de vuelta al campo de juego.
Me puse en la portería, tratando de imitar los movimientos de Iñaki. Los portugueses atacaban con ímpetu, muy agresivos. A los pocos minutos, un delantero rival pegó un patadón tremendo y el balón vino hacia mí como un rayo. No sé cómo acerté a despejarlo con el puño, pero el rechace lo recogió Travassos y, a bote pronto, lo enchufó a la red. No pude hacer nada, ni siquiera mi hermano habría podido. Poco después, como consecuencia de un córner cedido innecesariamente por Asensi, se montó un barullo en mi área. Era la oportunidad perfecta para fingir que me golpeaban, hacerme el lesionado y, de paso, alejar el peligro. No salió bien. Al mismo tiempo que me tiraba al suelo con un grito de dolor, la pelota volaba y en medio del lío, Correia alcanzó a meter el pie y encajarme el segundo gol. Un desastre.
Era el momento de pedir el cambio. Sin embargo, en ese momento en que los portugueses celebraban alborozados la victoria transitoria y mis ocasionales compañeros me miraban con reprobación silenciosa, algo se disparó en mi interior, una mezcla de rabia, de orgullo, no sé. El caso es que me levanté y, con absurdo convencimiento, decidí que ese partido no se perdería por mi culpa.
No puedo explicar lo que pasó en los treinta y cinco minutos que quedaban. Por suerte, los portugueses aflojaron el ritmo, pero aun así llegué a hacer algunas paradas que me parecieron de mérito. Nos anularon un gol de Basora y por fin, hacia el final del partido, Gainza remató de volea un fantástico pase de Panizo que batió al meta luso. Los últimos cinco minutos fueron agónicos: dos saques de esquina que logramos despejar y, sobre todo, un ataque postrero de los delanteros portugueses que logré atajar saliendo a sus pies. Con esa acción salvé la clasificación de España.
Abrazado por varios salí del campo. En la cabina de ducha me esperaba Iñaki. Repetición a la inversa de lo ocurrido hacía poco más de una hora, seguramente la más intensa que había vivido. Después, cuando ya el vestuario estaba desierto, Joao se ocupó de sacarme del estadio. Por la noche, mi hermano llegó al hotel. Al abrirle la puerta, sin decir nada,
se
apretó contra mí en un fuerte abrazo. Luego hablamos mucho, limpiando definitivamente las antiguas rencillas. Todavía estuve unos días en Lisboa hasta que, a finales de ese mes de abril, embarqué en el vapor Santa Cruz, un viejo trasatlántico al que le quedaban ya pocas travesías. Hacia mediados de mayo estaba instalado en Montevideo, gracias a la ayuda de los amigos de Iñaki. Tenía 30 años y empezaba una nueva vida.
Ese verano viajé a Brasil para ver el Mundial. Me encontré con Iñaki, claro, aunque en ese campeonato Ramallets le arrebató la titularidad de la portería española. Días felices, máxime cuanto el juego de nuestra selección fue muy aplaudido. No volví a España hasta finales de los setenta, cuando ya mis padres habían fallecido. Hoy, solo y entregado a mis recuerdos, estoy a punto de cumplir un siglo. Mi hermano murió hace unos años. Ya no queda nadie y por eso ahora puedo contar que una tarde muy lejana jugué con la selección española de fútbol.
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