Cuenta la leyenda que San Odilo (962-1048), quinto abad del monasterio de Cluny, dedicaba mucho tiempo y rezos para aliviar de sus penas a las ánimas de quienes en vida había conocido. Un día de esos años oscuros, un caballero que regresaba de Tierra Santa fue aventado por la tempestad a una pequeña isla, habitada sólo por un ermitaño. El penitente le contó al náufrago que ahí mismo, muy cerca (supongamos que en la otra vertiente de la isla) estaba el purgatorio, o al menos una sucursal de éste. Por las noches el buen hombre alcanzaba a ver furiosas llamas con las que los satánicos esbirros torturaban a la ánimas en pena, y oía lamentos desgarradores. Pero además de estos signos de dolor y sufrimiento que probablemente reafirmaban la pía vocación de santidad del eremita, éste también escuchaba con harta frecuencia reniegos malhumorados de los diablos quejándose del abad Odilio y de los frailes de su monasterio, quienes con tanto orar no cesaban de liberar cada día algún alma de su tormento. No nos dice Jacopo da Varazze, el autor de la famosa Leyenda Dorada, si alguno de ellos, el ermitaño o el cruzado, se atrevieron a llegarse hasta el lugar del que provenían las llamas y los ayes, y tal omisión no puede interpretarse sino como una negativa. Tampoco sabemos cómo el caballero encontró medio de regreso al continente, ni cuánto duró su estancia insular, ni si el religioso volvió con él (considerando que había ya acumulado méritos suficientes) u opto por quedarse en el terruño que, tras tantos años, debía considerar su propia morada, aunque tuviese vecinos un poquillo escandalosos. Lo cierto (bueno, tanto como que lo cierto) es que el caballero náufrago de cuyo nombre la historia no ha querido guardar recuerdo arribó a las costas provenzales y encaminó su viaje hacia el norte hasta llegar a la Abadía de Cluny y pedir audiencia a Odilo, Odilón u Odilio, que de las tres formas lo he visto escrito.
La entrevista, de haber sido, tuvo que ser antes del 998, pues esa es la fecha que la Iglesia reconoce como la de la institución de la festividad de difuntos. El abad llevaba pues poco tiempo en el cargo (desde el 994) y era todavía un hombre joven (en la treintena). Maravilla que en ese escaso tiempo hubiese adquirido tanto prestigio entre las ánimas y guardianes del purgatorio; no me sorprendería que Odilio, hombre de recursos sin duda, conociera algunas oraciones de singular eficacia. El caso es que al abad las noticias de la extraña isla hubieron de reconfortarle, reafirmando su voluntad de seguir rogando por los muertos, pero al mismo tiempo le hicieron darse cuenta de que en el purgatorio yacerían entre atroces castigos muchas ánimas por las que nadie rezaba, condenadas por tanto a sufrir en toda su duración e intensidad, sin oportunidad de ser liberadas antes de tiempo. Hombre eminentemente práctico, como corresponde a un organizador, decidió que el 2 de noviembre, el siguiente a la fiesta de todos lo santos, se consagrase a la oración por todos los difuntos, fueran o no conocidos, de modo que esos rezos llegaran de modo general a todas las ánimas olvidadas del purgatorio.
Unos dos siglos antes de que se escribiese la Leyenda Dorada, un monje cisterciense inglés, Enrique de Saltrey, divulga la historia del Purgatorio de San Patricio. Aquí se nos cuenta que cuando Patricio andaba evangelizando Irlanda, allá por los principios del siglo V, los nativos le dijeron que no estaban dispuestos a convertirse mientras el santo no les mostrase las penas y gozos de la otra vida, a los que tanto se refería para convencerlos. Así que el bueno de Pat se encerró en oraciones, vigilias y ayunos fervorosísimos hasta que se le apareció Jesús para, en medio de la noche y mediante teletransporte psíquico (imagino), llevarlo hasta una cueva; y Cristo le dijo a Patricio: "Cualquiera que, verdaderamente arrepentido, y constante en la Fe, entrare en esta Cueva, y estuviere en ella por espacio de un día, y una noche, saldrá purgado de todos los pecados con que haya ofendido a Dios en el discurso de su vida: y el que entrare en ella, no sólo verá los tormentos, que padecen los malos; mas también, si perseverare en el amor de Dios, las dichas, que gozan los bienaventurados". En este caso, conocemos con precisión el emplazamiento de esta otra sucursal del purgatorio: está en una pequeña isla (Station Island) en el medio de un pequeño lago (Lough Derg) del condado de Donegal, en el Ulster. Allí Patricio, más contento que unas castañuelas por las atenciones que Jesucristo le había dispensado, edificó un pequeño oratorio y cercó la cueva para que nadie pudiese entrar sin licencia del Obispo. El cronista apenas alude a los primeros tiempos de la cueva; no nos dice lo que vieron y sintieron quienes entraron, y zanja de mala forma el asunto con la siguiente frase: "Muchos en tiempo de S. Patricio entraron en el Purgatorio, los cuales volviendo, testificaron, que habían padecido graves tormentos, y visto grandes, e inefables gozos". La tradición de ese remoto rincón gaélico nos desvela, sin embargo, que pronto se formó allí una comunidad monástica encargada de cuidar la cueva y que se puso bajo la advocación de St. Dabheog. Los monjes que allí acudían pasaban un mes meditando en austeras celdas antes de entrar en el purgatorio para conocer cuál sería su futuro en la vida eterna.
Y así, sin alharacas, fueron pasando lo siglos. Tengo la sensación de que durante los siguientes quinientos años el purgatorio de ese rincón norteño estaba prácticamente olvidado. Pero llegarían los terrores apocalípticos del año mil y pese al suspiro colectivo al comprobar que el mundo no se había acabado, el purgatorio empezaría a ponerse de moda. Las malas lenguas ya estarán murmurando que mucho tenía que ver con las avaricias recaudatorias de la Iglesia. Entonces, hacia 1150, Enrique de Saltrey escribe en latín la historia del caballero irlandés Owein, y su manuscrito alcanza una espectacular difusión entre los copistas de la época, traduciéndose y recreándose en diversas lenguas (entre otras en castellano, a cargo de los colaboradores de Alfonso X). La temerosa cristiandad contaría ya desde entonces con vivas descripciones del purgatorio, ciertamente útiles para los loables fines moralizantes de sus pastores. Pero la audaz aventura del caballero Owein la contaré, para quien le interese, en una próxima entrega.
La entrevista, de haber sido, tuvo que ser antes del 998, pues esa es la fecha que la Iglesia reconoce como la de la institución de la festividad de difuntos. El abad llevaba pues poco tiempo en el cargo (desde el 994) y era todavía un hombre joven (en la treintena). Maravilla que en ese escaso tiempo hubiese adquirido tanto prestigio entre las ánimas y guardianes del purgatorio; no me sorprendería que Odilio, hombre de recursos sin duda, conociera algunas oraciones de singular eficacia. El caso es que al abad las noticias de la extraña isla hubieron de reconfortarle, reafirmando su voluntad de seguir rogando por los muertos, pero al mismo tiempo le hicieron darse cuenta de que en el purgatorio yacerían entre atroces castigos muchas ánimas por las que nadie rezaba, condenadas por tanto a sufrir en toda su duración e intensidad, sin oportunidad de ser liberadas antes de tiempo. Hombre eminentemente práctico, como corresponde a un organizador, decidió que el 2 de noviembre, el siguiente a la fiesta de todos lo santos, se consagrase a la oración por todos los difuntos, fueran o no conocidos, de modo que esos rezos llegaran de modo general a todas las ánimas olvidadas del purgatorio.
Unos dos siglos antes de que se escribiese la Leyenda Dorada, un monje cisterciense inglés, Enrique de Saltrey, divulga la historia del Purgatorio de San Patricio. Aquí se nos cuenta que cuando Patricio andaba evangelizando Irlanda, allá por los principios del siglo V, los nativos le dijeron que no estaban dispuestos a convertirse mientras el santo no les mostrase las penas y gozos de la otra vida, a los que tanto se refería para convencerlos. Así que el bueno de Pat se encerró en oraciones, vigilias y ayunos fervorosísimos hasta que se le apareció Jesús para, en medio de la noche y mediante teletransporte psíquico (imagino), llevarlo hasta una cueva; y Cristo le dijo a Patricio: "Cualquiera que, verdaderamente arrepentido, y constante en la Fe, entrare en esta Cueva, y estuviere en ella por espacio de un día, y una noche, saldrá purgado de todos los pecados con que haya ofendido a Dios en el discurso de su vida: y el que entrare en ella, no sólo verá los tormentos, que padecen los malos; mas también, si perseverare en el amor de Dios, las dichas, que gozan los bienaventurados". En este caso, conocemos con precisión el emplazamiento de esta otra sucursal del purgatorio: está en una pequeña isla (Station Island) en el medio de un pequeño lago (Lough Derg) del condado de Donegal, en el Ulster. Allí Patricio, más contento que unas castañuelas por las atenciones que Jesucristo le había dispensado, edificó un pequeño oratorio y cercó la cueva para que nadie pudiese entrar sin licencia del Obispo. El cronista apenas alude a los primeros tiempos de la cueva; no nos dice lo que vieron y sintieron quienes entraron, y zanja de mala forma el asunto con la siguiente frase: "Muchos en tiempo de S. Patricio entraron en el Purgatorio, los cuales volviendo, testificaron, que habían padecido graves tormentos, y visto grandes, e inefables gozos". La tradición de ese remoto rincón gaélico nos desvela, sin embargo, que pronto se formó allí una comunidad monástica encargada de cuidar la cueva y que se puso bajo la advocación de St. Dabheog. Los monjes que allí acudían pasaban un mes meditando en austeras celdas antes de entrar en el purgatorio para conocer cuál sería su futuro en la vida eterna.
Y así, sin alharacas, fueron pasando lo siglos. Tengo la sensación de que durante los siguientes quinientos años el purgatorio de ese rincón norteño estaba prácticamente olvidado. Pero llegarían los terrores apocalípticos del año mil y pese al suspiro colectivo al comprobar que el mundo no se había acabado, el purgatorio empezaría a ponerse de moda. Las malas lenguas ya estarán murmurando que mucho tenía que ver con las avaricias recaudatorias de la Iglesia. Entonces, hacia 1150, Enrique de Saltrey escribe en latín la historia del caballero irlandés Owein, y su manuscrito alcanza una espectacular difusión entre los copistas de la época, traduciéndose y recreándose en diversas lenguas (entre otras en castellano, a cargo de los colaboradores de Alfonso X). La temerosa cristiandad contaría ya desde entonces con vivas descripciones del purgatorio, ciertamente útiles para los loables fines moralizantes de sus pastores. Pero la audaz aventura del caballero Owein la contaré, para quien le interese, en una próxima entrega.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
maravilloso! no nos deje sin la aventura de Owein !
ResponderEliminarCuenta, cuenta, que nos hemos quedado esperando.
ResponderEliminarAhora en cambio, se es más ejecutivo y se lleva abrir sucursales y franquicias del infierno, directamente: Afganistán, Irak, Zimbabue y cualquiera de los extrarradios del Cuarto Mundo en las grandes metrópolis. Y hasta los hay tamaño unifamiliar, como los matrimonios de las mujeres maltratadas. Lo siento, Miros, pero esto del purgatorio es un atraso; hasta el penúltimo Papa lo reconoció.
ResponderEliminarUlschmidt y Cigarra: En cuanto tenga un rato cuento la historia de Owein.
ResponderEliminarLansky: Así es. Pero por muy demodé y hasta casi derogado del dogma (que todavía no del todo), o más bien precisamente por eso, el purgatorio tiene cierto encanto. Al fin y al cabo, mirar hacia el pasado es una forma de escapismo respecto a los infiernos contemporáneos.
Saint Patrick (o Paddy) acabó con el druidismo en Irlanda. Sin embargo, no sé que son más terribles, si los demonios vecinos... o lo demonios propios.
ResponderEliminarDa igual que hagan ruido. En "casa", causan más pavor.