Empezó con el dolor en la planta y en el talón. Fascitis, le dijeron; compresas frías, masaje, reposo. Sí, esos tratamientos lo mejoraban, pero el dolor no se terminaba de ir; remitía sin desaparecer, como si se agazapara atento a una nueva oportunidad para revelarse. No obstante, nunca llegó a ser excesivo, molestia dolorosa más que un sufrimiento inaguantable, de esos que te inutilizan, que te impiden pensar en otra cosa que no sea el dolor en sí y cómo suprimirlo. No era el caso; se resentía cuando, tras un rato de estar sentado, se levantaba. Al apoyarse (mucho peso, pensaba, le sobraban demasiados kilos) sentía el pinchazo ardoroso desde las plantas, en sendos puntos centrales, como si se los atravesaran con agujas. Sólo un momento, ese instante exacto en el que el peso del cuerpo se transmitía al suelo. Luego, inmediatamente, el pinchazo se iba distribuyendo por la superficie de la planta del pie con precisión matemática. Entonces se movía y al caminar el apoyo del talón absorbía una dosis mayor pero soportable. Poco a poco, tras los primeros pasos algo dubitativos, el ritmo se iba acelerando, empeñado en negar el dolor, en no permitirle que impusiera condiciones. Cuanto más y más rápido andaba, más sentía que el dolor se acorralaba, próximo a la derrota. Pero, como con las distintas terapias, no terminaba de desaparecer. Al cabo de unos días, entendió que sus pies le estaban diciendo algo.
Sin embargo, no tenía tiempo de atender mensajes quejosos, y menos desde tan abajo. Ella seguía caminando rápido cuando caminaba y, entre medias, mucho tiempo sentada. Llevaría ya una semana cuando se dio cuenta de que eran sus pies quienes elegían el camino. No es que la llevaran por una ruta distinta a la que quería; digamos que su voluntad había marcado un recorrido que sería una banda dentro de la cual caben muchos itinerarios precisos y era la línea concreta entre todas las posibles la que sus pies decidían. A lo mejor llevaban tiempo practicando ese limitado ejercicio de autonomía y ella no se había dado cuenta, porque caminaba ensimismada en tantos y tontos pensamientos. La primera vez fue una mañana; como todas, hacía el recorrido desde la parada hacia la oficina, un paseo de tres cuadras por una única calle que, en algún momento, exigía cambiar de acera. Sin que ella prestara atención, los pies giraron para cruzar la calzada y de pronto, al notarse cambiando de orientación, pensó que quería seguir unos pasos más por ese lado. El cerebro, sin casi esfuerzo, como corresponde a un acto que se asume como natural, ordenó a los pies el cambio de rumbo, pero los pies, sorprendentemente, siguieron cruzando la calle y en un momento estaba caminando por la otra acera.
Desconcertada, se dio cuenta de que seguía caminando, a pesar de que no estaba queriendo caminar. Más bien, lo que sentía es que había dejado de ordenar a sus músculos que se movieran, concentrando su atención en el extraño incidente, pero éstos seguían a su ritmo, como si gozaran de voluntad propia o al menos les durara una inercia derivada del impulso inicial. Desde luego, no podía decirse que estuviera muy ágil de reflejos sino todo lo contrario. Pero mientras sus pensamientos se le presentaban aturullados, lo cierto es que seguía andando. De pronto, ya a pocos pasos de la oficina, ser consciente de eso le produjo una tremenda sensación de angustia y quiso pararse. Entonces, no es que dejara de ordenar a sus piernas que caminaran, sino que se concentró, con la voluntad de un desesperado, en exigirles que se pararan, transmitió desde sus neuronas mensajes de freno y sintió el esfuerzo de los músculos tensándose progresivamente hasta la máxima resistencia justo en los pies. Y al detenerse (porque sí, se detuvo) volvió de pronto el dolor intenso, de aguja atravesadora y ardiente desde el centro de ambas plantas. Se quedó quieta unos segundos, sin saber qué pensar, sin saber qué hacer. Luego se dijo que bueno, que qué cosa más rara, que ya tendría que estar en el trabajo. Y según lo pensaba, los pies se pusieron en movimiento sin que le quedara nada claro si era ella quien había decidido reanudar la marcha.
Pasó casi toda la mañana embargada por una incómoda sensación mezcla de un miedo difuso, torpeza mental (parecida a la del principio de una borrachera) e intriga. Trató de concentrarse en el trabajo y, aunque sus errores fueron bastantes más de los habituales, el esfuerzo autoimpuesto fue paulatinamente disolviendo la preocupación por el comportamiento de sus pies. De hecho, pese al desconcierto y sin necesidad de meditarlo mucho (tampoco es que ella fuera de largas reflexiones), había optado por tratar de olvidarse. Lo ocurrido no podía haber sido sino una especie de alucinación, llevaba una temporada con mucho estrés, estaba cansada. Procurar pues relajarse para que su cuerpo no volviera a gastarle nuevas bromas de tan poco gusto; ir al médico y hablarle de su agotamiento, del dolor de pies. Nada más, que tampoco es que se estuviera volviendo majara.
Hacia el final de esa jornada, sin embargo, los pies volvieron a hacer de las suyas y esta vez ni siquiera se dio cuenta hasta que Polo le pidió que parara ya, que hacía demasiado ruido. Llevaba, eso le dijo, un buen rato zapateando frenéticamente como si los pies se creyeran baquetas de un batería de rock entregado a un solo delirante. Se disculpó azorada y detuvo el bailoteo, ahora con mucho más esfuerzo, tanto que, por unas décimas de segundo, mientras percibía (casi como si lo estuviera viendo) el vertiginoso intercambio de mensajes, órdenes y réplicas, dudó de la capacidad de su cerebro para obligar a sus pies rebeldes a que se estuvieran quietos. Pero lo logró, a costa, eso sí, de un nuevo y más intenso pinchazo en las plantas y, sobre todo, del miedo que volvió a imponerse, a paralizar casi todos sus pensamientos. Entendió enseguida que ésta había sido una concesión de sus pies, quizá para no avergonzarla en público; sintió con la evidencia con que se sienten algunos procesos orgánicos que los pies reivindicaban su autonomía, que esta singular revolución no había hecho más que empezar. Asustada, le pidió a Polo que la llevara en coche hasta su casa; me duelen mucho los pies, le dijo.
La tarde, la que luego recordaría como la del primer día (si bien hay que insistir en que los primeros dolores, esos que pensó que eran fascitis, los tenía desde una semana antes), la pasó acostada. Casi todo el rato estuvo mirándose los pies, vigilándolos a la espera de que hicieran algo raro, de descubrir cualquier signo que le permitiera entender lo que pasaba. Pero sólo hubo ligeros balanceos como temblores de hojas, nada que pudiera distinguirse de movimientos reflejos; ¿o acaso eran guiños irónicos de los pies? Luego, esa misma noche, aparecieron los sueños.
Sin embargo, no tenía tiempo de atender mensajes quejosos, y menos desde tan abajo. Ella seguía caminando rápido cuando caminaba y, entre medias, mucho tiempo sentada. Llevaría ya una semana cuando se dio cuenta de que eran sus pies quienes elegían el camino. No es que la llevaran por una ruta distinta a la que quería; digamos que su voluntad había marcado un recorrido que sería una banda dentro de la cual caben muchos itinerarios precisos y era la línea concreta entre todas las posibles la que sus pies decidían. A lo mejor llevaban tiempo practicando ese limitado ejercicio de autonomía y ella no se había dado cuenta, porque caminaba ensimismada en tantos y tontos pensamientos. La primera vez fue una mañana; como todas, hacía el recorrido desde la parada hacia la oficina, un paseo de tres cuadras por una única calle que, en algún momento, exigía cambiar de acera. Sin que ella prestara atención, los pies giraron para cruzar la calzada y de pronto, al notarse cambiando de orientación, pensó que quería seguir unos pasos más por ese lado. El cerebro, sin casi esfuerzo, como corresponde a un acto que se asume como natural, ordenó a los pies el cambio de rumbo, pero los pies, sorprendentemente, siguieron cruzando la calle y en un momento estaba caminando por la otra acera.
Desconcertada, se dio cuenta de que seguía caminando, a pesar de que no estaba queriendo caminar. Más bien, lo que sentía es que había dejado de ordenar a sus músculos que se movieran, concentrando su atención en el extraño incidente, pero éstos seguían a su ritmo, como si gozaran de voluntad propia o al menos les durara una inercia derivada del impulso inicial. Desde luego, no podía decirse que estuviera muy ágil de reflejos sino todo lo contrario. Pero mientras sus pensamientos se le presentaban aturullados, lo cierto es que seguía andando. De pronto, ya a pocos pasos de la oficina, ser consciente de eso le produjo una tremenda sensación de angustia y quiso pararse. Entonces, no es que dejara de ordenar a sus piernas que caminaran, sino que se concentró, con la voluntad de un desesperado, en exigirles que se pararan, transmitió desde sus neuronas mensajes de freno y sintió el esfuerzo de los músculos tensándose progresivamente hasta la máxima resistencia justo en los pies. Y al detenerse (porque sí, se detuvo) volvió de pronto el dolor intenso, de aguja atravesadora y ardiente desde el centro de ambas plantas. Se quedó quieta unos segundos, sin saber qué pensar, sin saber qué hacer. Luego se dijo que bueno, que qué cosa más rara, que ya tendría que estar en el trabajo. Y según lo pensaba, los pies se pusieron en movimiento sin que le quedara nada claro si era ella quien había decidido reanudar la marcha.
Pasó casi toda la mañana embargada por una incómoda sensación mezcla de un miedo difuso, torpeza mental (parecida a la del principio de una borrachera) e intriga. Trató de concentrarse en el trabajo y, aunque sus errores fueron bastantes más de los habituales, el esfuerzo autoimpuesto fue paulatinamente disolviendo la preocupación por el comportamiento de sus pies. De hecho, pese al desconcierto y sin necesidad de meditarlo mucho (tampoco es que ella fuera de largas reflexiones), había optado por tratar de olvidarse. Lo ocurrido no podía haber sido sino una especie de alucinación, llevaba una temporada con mucho estrés, estaba cansada. Procurar pues relajarse para que su cuerpo no volviera a gastarle nuevas bromas de tan poco gusto; ir al médico y hablarle de su agotamiento, del dolor de pies. Nada más, que tampoco es que se estuviera volviendo majara.
Hacia el final de esa jornada, sin embargo, los pies volvieron a hacer de las suyas y esta vez ni siquiera se dio cuenta hasta que Polo le pidió que parara ya, que hacía demasiado ruido. Llevaba, eso le dijo, un buen rato zapateando frenéticamente como si los pies se creyeran baquetas de un batería de rock entregado a un solo delirante. Se disculpó azorada y detuvo el bailoteo, ahora con mucho más esfuerzo, tanto que, por unas décimas de segundo, mientras percibía (casi como si lo estuviera viendo) el vertiginoso intercambio de mensajes, órdenes y réplicas, dudó de la capacidad de su cerebro para obligar a sus pies rebeldes a que se estuvieran quietos. Pero lo logró, a costa, eso sí, de un nuevo y más intenso pinchazo en las plantas y, sobre todo, del miedo que volvió a imponerse, a paralizar casi todos sus pensamientos. Entendió enseguida que ésta había sido una concesión de sus pies, quizá para no avergonzarla en público; sintió con la evidencia con que se sienten algunos procesos orgánicos que los pies reivindicaban su autonomía, que esta singular revolución no había hecho más que empezar. Asustada, le pidió a Polo que la llevara en coche hasta su casa; me duelen mucho los pies, le dijo.
La tarde, la que luego recordaría como la del primer día (si bien hay que insistir en que los primeros dolores, esos que pensó que eran fascitis, los tenía desde una semana antes), la pasó acostada. Casi todo el rato estuvo mirándose los pies, vigilándolos a la espera de que hicieran algo raro, de descubrir cualquier signo que le permitiera entender lo que pasaba. Pero sólo hubo ligeros balanceos como temblores de hojas, nada que pudiera distinguirse de movimientos reflejos; ¿o acaso eran guiños irónicos de los pies? Luego, esa misma noche, aparecieron los sueños.
Let Me Die in My Footsteps. Bob Dylan (The Bootleg Series_ Rare And Unreleased, 1961-1991)
CATEGORÍA: Ficciones
¡Cielos! y yo que creía que los espolones del calcáneo eran lo peor que me había pasado en los pies, me has metido el temor en el cuerpo. ¿Y si les da por acelerar cuando estoy llegando a un cruce peligroso? Me dejas en un sinvivir.
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ResponderEliminarHe suprimido la segunda entrada, porque le había dado dos veces a la tecla, sin querer.
ResponderEliminar¿Y ahora? ¿Adónde seremos conducidos? :-) Un beso
ResponderEliminarMe has hecho pensar mientras te leía en eso de que no somos un cuerpo, una mente y un alma sino que somos un todo que funciona interelacionado y que requiere de un equilibrio. Nuestra mente, ese gran desconocido, en momentos de estrés o de alteración puede repecutirnos delirantemente en el cuerpo. ¿Tener vida propia? No creo.
ResponderEliminarBesos,
Mente y cuerpo es una de esas falsas dicotomías del mecanicismo temprano que la moderna neeurobiología está haciendo desaparecer: el fantasma (mente) de la máquina (cuerpo).
ResponderEliminarDe todas formas, ese pie es un consentido
Creo que ya te lo han dicho en otra ocasión, pero es que es verdad: te veo muy cortazariano.
ResponderEliminarPor un lado me intriga qué va a pasarle a esta pobre mujer con sus pies, y deseo que nos lo cuentes. Pero por otro le veo muy mal futuro a la pobre, no sé si no sería mejor dejarla ahí.Perdería la literatura pero ganaría nuestra paz de espíritu.
Jubilo: lo sé (lo de las influencias cortazarianas) pero, qué se le va a hacer, uno da de si lo que puede. En cuanto a tus predicciones, me temo que las comparto. Con tu permiso, me he atrevido a continuar un poco más la historia, a ver si me entero de cómo acaba (mal, claro).
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