Cruzando el Río de La Plata
Aguas sucias, parduzcas, opacas. Olas rítmicas, ligeras, diagonales a la dirección del barco. La superficie de este río que parece un mar extraño me recuerda las chapas onduladas de zinc de las viviendas de La Boca. Oteo hacia el frente, pero la costa uruguaya aún sigue invisible. Me dijeron ayer que éste es el río más ancho del mundo. Pero aquí, ¿sigue siendo un río? A la vista, desde luego, no es dulce el adjetivo que uno atribuiría a sus aguas.
Viajo en el “buque rápido” (35 nudos de velocidad de crucero, eso han dicho por megafonía). Uno de estos barcos grandes de nueva generación para cruzar franjas marinas (o fluviales) con coches y pasajeros. Muy parecido, por ejemplo, a los que unen Tenerife y Gran Canaria. Interior amplio con asientos tipo avión, tienda duty-free, local con maquinitas para juego, bar-cafetería … Una hora de viaje hasta Colonia, aunque ha salido con diez minutos de retraso.
Voy sentado en la cubierta central de turista, a estribor. Me rodea un grupo de matrimonios mexicanos, bulliciosos, bromistas. Por lo que les he oído, están en viaje de empresa, algún congreso que hoy se clausura en Punta del Este. Uno de ellos, el más graciosillo, comentó en voz alta que había perdido la conexión a internet por el celular, y levantaba ostentosamente el móvil, moviéndolo como quien prueba la orientación de una antena. En medio de esos aspavientos, noto que me está mirando, y entonces dice, voy hacia la cafetería a ver si ahí agarro señal.
Naturalmente, no son más que figuraciones mías. Mi contacto no me conoce y, además, hasta las diez menos cuarto no he de activar el bluetooth. El mexicano, en todo caso, ha vuelto hace un ratillo (ya me he enterado de que son de Guadalajara) y todavía sigue sin alcanzarse a ver la costa uruguaya. Voy a apagar el ordenador y a ir preparándome, aunque falten quince minutos para la hora fijada.
Ya está hecho. Fui a los sillones que hay junto a la cafetería del barco y activé el bluetooth. En la pantalla apareció una lista de catorce dispositivos, pero ninguno se llamaba Aleph. Por unos momentos pensé si el viaje sería en vano. Me impuse calma; entré al bar y pedí un cortado. Cuando me lo sirvieron, volví a “buscar dispositivos”. En la nueva lista seguía habiendo catorce, pero uno de ellos era Aleph (¿a cuál habría sustituido?). Seleccioné “sincronizar” y me apareció la petición de pin. Tecleé los cuatro dígitos pactados y en unos segundos el mensaje de “sincronización aceptada”. Miré a mi alrededor mientras bebía un sorbo de café; nadie a la vista manipulando un móvil. Entonces envié el mensaje que ya traía guardado, los tres IPs, las tres fechas. Comprobé el aviso de verificación y desconecté el bluetooth.
Estoy de vuelta en mi asiento. Ya se ve la costa uruguaya. Un espigón de piedra que delimita el acceso al puerto de Colonia. Detrás una línea de árboles de copas verdes y frondosas. Tengo ganas de pasear por esta antigua ciudad portuguesa. En cuanto desembarque, llamaré al arquitecto municipal, que se ha ofrecido a hacerme de guía. A partir de ahora a olvidarme del encargo y a disfrutar del viaje (a ver si me dejan hacer algo de turismo).
Viajo en el “buque rápido” (35 nudos de velocidad de crucero, eso han dicho por megafonía). Uno de estos barcos grandes de nueva generación para cruzar franjas marinas (o fluviales) con coches y pasajeros. Muy parecido, por ejemplo, a los que unen Tenerife y Gran Canaria. Interior amplio con asientos tipo avión, tienda duty-free, local con maquinitas para juego, bar-cafetería … Una hora de viaje hasta Colonia, aunque ha salido con diez minutos de retraso.
Voy sentado en la cubierta central de turista, a estribor. Me rodea un grupo de matrimonios mexicanos, bulliciosos, bromistas. Por lo que les he oído, están en viaje de empresa, algún congreso que hoy se clausura en Punta del Este. Uno de ellos, el más graciosillo, comentó en voz alta que había perdido la conexión a internet por el celular, y levantaba ostentosamente el móvil, moviéndolo como quien prueba la orientación de una antena. En medio de esos aspavientos, noto que me está mirando, y entonces dice, voy hacia la cafetería a ver si ahí agarro señal.
Naturalmente, no son más que figuraciones mías. Mi contacto no me conoce y, además, hasta las diez menos cuarto no he de activar el bluetooth. El mexicano, en todo caso, ha vuelto hace un ratillo (ya me he enterado de que son de Guadalajara) y todavía sigue sin alcanzarse a ver la costa uruguaya. Voy a apagar el ordenador y a ir preparándome, aunque falten quince minutos para la hora fijada.
Ya está hecho. Fui a los sillones que hay junto a la cafetería del barco y activé el bluetooth. En la pantalla apareció una lista de catorce dispositivos, pero ninguno se llamaba Aleph. Por unos momentos pensé si el viaje sería en vano. Me impuse calma; entré al bar y pedí un cortado. Cuando me lo sirvieron, volví a “buscar dispositivos”. En la nueva lista seguía habiendo catorce, pero uno de ellos era Aleph (¿a cuál habría sustituido?). Seleccioné “sincronizar” y me apareció la petición de pin. Tecleé los cuatro dígitos pactados y en unos segundos el mensaje de “sincronización aceptada”. Miré a mi alrededor mientras bebía un sorbo de café; nadie a la vista manipulando un móvil. Entonces envié el mensaje que ya traía guardado, los tres IPs, las tres fechas. Comprobé el aviso de verificación y desconecté el bluetooth.
Estoy de vuelta en mi asiento. Ya se ve la costa uruguaya. Un espigón de piedra que delimita el acceso al puerto de Colonia. Detrás una línea de árboles de copas verdes y frondosas. Tengo ganas de pasear por esta antigua ciudad portuguesa. En cuanto desembarque, llamaré al arquitecto municipal, que se ha ofrecido a hacerme de guía. A partir de ahora a olvidarme del encargo y a disfrutar del viaje (a ver si me dejan hacer algo de turismo).
CATEGORÍA: (semi)Ficciones
Dos veces se me ha frustrado esa travesía, una de ida y otra de vuelta (o viceversa) de Colonia a BB.AA. y de BB.AA. a Colonia. Parece una tontería pero esa frustración me persigue y tendré que volver alguna vez a cualquiera de los dos puertos para hacerla. Por eso he sentido un extraño desasosiego al leerte, Miroslav.
ResponderEliminarSalvo por lo del fútbol te mando mucho envidia.
Ños, que intriga. Es como en Misión imposible II.
ResponderEliminarChungo que el tal Panciutti no sea Tom Cruise.
El anagrama de Aleph es A help, querido agente secreto. Así que no te olvides del encargo. Por si acaso...
ResponderEliminarFeliz misión!
Espero que no hagas turismo -ya sé que es como todo un asunto de definiciones-, sino que estés viajando (y 'estando'). Disfruta en cualquier caso.
ResponderEliminarayer vi una película que transcurre en parte por allí, al costado de ese río color de león; uno dice "esta casa está al borde del mar" y el otro le corrige: "río, Susana, río".
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