Buena noche en la estupenda cama del hotel eslovaco y un desayuno más que aceptable; descansados y bajo un sol radiante salimos a conocer la ciudad. Bratislava tiene un pequeño casco de trazo medieval (porque arquitectura tan vieja apenas queda) que han peatonalizado, rehabilitado, limpiado y colmado de comercios y restaurantes; en suma, han invertido bastante pasta (que probablemente en su mayoría no sea eslovaca) para disponer de un pequeño pero intensivo centro turístico; y lo cierto es que funciona porque las callejuelas están absolutamente repletas de turistas de todas las nacionalidades, predominando alemanes e italianos, pero también japoneses, yanquis y hasta algunos argentinos. Ahora, en cuanto te sales de los precisos límites del perímetro turístico (que no es que estén señalados, pero parece que todos los turistas los conocen porque ni se les ocurre cruzarlos), te encuentras con una ciudad antiética: edificios sucios y deteriorados, calles mal urbanizadas y casi sin ninguna actividad comercial. Y eso en lo que sigue siendo el centro de Bratislava, porque, como ya dije ayer, la ciudad es inmensa y las extensas periferias son un tapiz interminable de bloques de vivienda colectiva de arquitectura deprimentemente indiferenciada.
En todo caso, aunque no se pueda evitar una sensación de Disneylandia, el centro histórico es muy agradable, lleno de espacios que transmiten relajación y en los que apetece pasear o sentarse a tomar una cerveza y unas tapas. La antigua puerta por la que se entraba a la ciudad, la Michaelistor, es una monada muy en el estilo de las de otros pueblos del Imperio (adosada a esta torre, en el breve espacio por el que antiguamente discurría el pasillo de ronda para los vigilantes de la muralla, se ha levantado una casa de tres plantas que dicen que es la más estrecha de Europa, con sólo 130 centímetros de ancho). Desde esa puerta sale la calle principal (en cuanto al turismo y el comercio), la Venturska Michalska, que discurre hacia el sur, en dirección al Danubio pero sin llegar a éste ya que, seguramente, la trama urbana se amurallaba antes del río. Tampoco Bratislava aprovecha urbanísticamente la potente presencia del Dunaj, por cuya ribera corre una casi autopista acompañada de un parque nada generoso y poco atractivo. En las callejuelas interiores, en cambio, abundan edificaciones de muy buena calidad, sobre todo de finales del XVIII y principios del XIX que fue, según parece, el periodo de mayor prosperidad de la ciudad, gracias a la emperatriz María Teresa que aquí fue coronada reina de Hungría.
En resumen, una visita muy recomendable y cómoda, ya que el casco puede pasearse calmadamente en una mañana. Almorzamos en un restaurante cubano (la experiencia de la cena eslovaca no había sido de nuestro gusto) y volvimos hacia el hotel para recuperar las maletas y el coche. La recepcionista nos preguntó si nos había gustado la ciudad y, cortesía obliga, elogiamos el centro; nos contestó que sí, pero que el resto era horrible, todo ello con cara de tristeza (que a lo mejor no es tal, pero esa expresión entre seria y melancólica la veíamos en la mayoría de los eslovacos con los que nos cruzábamos). Arrancamos, pero antes de salir de Bratislava, subimos a la colina que flanquea la ciudad, para ver el famoso castillo que, la verdad, nos defraudó un poco; seguro que en sus orígenes medievales tuvo que ser magnífico, pero tantas restauraciones y ampliaciones (incluso ventanas barrocas tapando vanos góticos) lo han echado a perder, siendo el remate la manía de pintarlo todo de blanco, lo cual, en vez de dejar ver el precioso acabado de la piedra, le da una apariencia de tarta de crema.
Pocos kilómetros hicimos por Eslovaquia porque enseguida nos encontramos con las “ruinas” de la antigua frontera con Hungría, unas barreras rojas y blancas acompañadas de barracones, que evocaban antiguas épocas comunistas; pero sólo queda el recordatorio porque también Hungría ha debido firmar Schengen. Íbamos por la carretera 1 húngara, paralela al Danubio, pero metida unos kilómetros hacia el sur, por lo que no pudimos ver el río durante todo el viaje. Deberíamos haber cogido la que discurría por la otra orilla, mucho más pegada al río aunque en territorio eslovaco; pero para cuando nos dimos cuenta ya habíamos avanzado demasiado trecho como para retroceder. También es que, a partir de Viena, no nos dio tiempo a preparar las etapas del viaje, así que la noche previa decidimos a dónde dirigirnos, un poco al albur de lo que nos depare el trayecto, sin más requisito que seguir el curso danubiano. La idea es acabar en Budapest pero pensamos que nos quedaba un poco lejos de Bratislava (a unos 225 kilómetros) y que convendría hacer noche en Gyor, más o menos a la mitad de camino. Hasta esta ciudad de provincias lo que hay es una inmensa llanura de tierras agrícolas (impresiona la magna extensión de la planicie) con algunos pueblos poco interesantes a primera vista, que dan una sensación de pobreza y de atraso.
Llegados a Gyor logramos encontrar el hotel sin demasiadas dificultades, pese a que no estaba en una zona céntrica y a que el idioma es todavía más incomprensible que el eslovaco, lo que ya es decir (el húngaro, con el finés y el euskera, es una de las tres lenguas del continente no indoeuropea). Depositado el equipaje en una habitación bastante agradable, dimos una caminata hacia el centro, cruzando el río Rába y varios establecimientos termales. No está mal: algunos edificios de cierta calidad y un ambiente urbano agradable, pero nada del otro mundo. Cenamos en una de las calles principales en la que había bastante marcha y nos regresamos cuando ya estaba anocheciendo. Hoy habremos de cambiar algo de euros (en Hungría siguen con la moneda local, los florines) y, urgentemente, he de conseguir una crema para calmar los ardores de las cuatro cinco picaduras con que los mosquitos han sembrado mis piernas. Luego, a Budapest, donde pasaremos dos noches.
En todo caso, aunque no se pueda evitar una sensación de Disneylandia, el centro histórico es muy agradable, lleno de espacios que transmiten relajación y en los que apetece pasear o sentarse a tomar una cerveza y unas tapas. La antigua puerta por la que se entraba a la ciudad, la Michaelistor, es una monada muy en el estilo de las de otros pueblos del Imperio (adosada a esta torre, en el breve espacio por el que antiguamente discurría el pasillo de ronda para los vigilantes de la muralla, se ha levantado una casa de tres plantas que dicen que es la más estrecha de Europa, con sólo 130 centímetros de ancho). Desde esa puerta sale la calle principal (en cuanto al turismo y el comercio), la Venturska Michalska, que discurre hacia el sur, en dirección al Danubio pero sin llegar a éste ya que, seguramente, la trama urbana se amurallaba antes del río. Tampoco Bratislava aprovecha urbanísticamente la potente presencia del Dunaj, por cuya ribera corre una casi autopista acompañada de un parque nada generoso y poco atractivo. En las callejuelas interiores, en cambio, abundan edificaciones de muy buena calidad, sobre todo de finales del XVIII y principios del XIX que fue, según parece, el periodo de mayor prosperidad de la ciudad, gracias a la emperatriz María Teresa que aquí fue coronada reina de Hungría.
En resumen, una visita muy recomendable y cómoda, ya que el casco puede pasearse calmadamente en una mañana. Almorzamos en un restaurante cubano (la experiencia de la cena eslovaca no había sido de nuestro gusto) y volvimos hacia el hotel para recuperar las maletas y el coche. La recepcionista nos preguntó si nos había gustado la ciudad y, cortesía obliga, elogiamos el centro; nos contestó que sí, pero que el resto era horrible, todo ello con cara de tristeza (que a lo mejor no es tal, pero esa expresión entre seria y melancólica la veíamos en la mayoría de los eslovacos con los que nos cruzábamos). Arrancamos, pero antes de salir de Bratislava, subimos a la colina que flanquea la ciudad, para ver el famoso castillo que, la verdad, nos defraudó un poco; seguro que en sus orígenes medievales tuvo que ser magnífico, pero tantas restauraciones y ampliaciones (incluso ventanas barrocas tapando vanos góticos) lo han echado a perder, siendo el remate la manía de pintarlo todo de blanco, lo cual, en vez de dejar ver el precioso acabado de la piedra, le da una apariencia de tarta de crema.
Pocos kilómetros hicimos por Eslovaquia porque enseguida nos encontramos con las “ruinas” de la antigua frontera con Hungría, unas barreras rojas y blancas acompañadas de barracones, que evocaban antiguas épocas comunistas; pero sólo queda el recordatorio porque también Hungría ha debido firmar Schengen. Íbamos por la carretera 1 húngara, paralela al Danubio, pero metida unos kilómetros hacia el sur, por lo que no pudimos ver el río durante todo el viaje. Deberíamos haber cogido la que discurría por la otra orilla, mucho más pegada al río aunque en territorio eslovaco; pero para cuando nos dimos cuenta ya habíamos avanzado demasiado trecho como para retroceder. También es que, a partir de Viena, no nos dio tiempo a preparar las etapas del viaje, así que la noche previa decidimos a dónde dirigirnos, un poco al albur de lo que nos depare el trayecto, sin más requisito que seguir el curso danubiano. La idea es acabar en Budapest pero pensamos que nos quedaba un poco lejos de Bratislava (a unos 225 kilómetros) y que convendría hacer noche en Gyor, más o menos a la mitad de camino. Hasta esta ciudad de provincias lo que hay es una inmensa llanura de tierras agrícolas (impresiona la magna extensión de la planicie) con algunos pueblos poco interesantes a primera vista, que dan una sensación de pobreza y de atraso.
Llegados a Gyor logramos encontrar el hotel sin demasiadas dificultades, pese a que no estaba en una zona céntrica y a que el idioma es todavía más incomprensible que el eslovaco, lo que ya es decir (el húngaro, con el finés y el euskera, es una de las tres lenguas del continente no indoeuropea). Depositado el equipaje en una habitación bastante agradable, dimos una caminata hacia el centro, cruzando el río Rába y varios establecimientos termales. No está mal: algunos edificios de cierta calidad y un ambiente urbano agradable, pero nada del otro mundo. Cenamos en una de las calles principales en la que había bastante marcha y nos regresamos cuando ya estaba anocheciendo. Hoy habremos de cambiar algo de euros (en Hungría siguen con la moneda local, los florines) y, urgentemente, he de conseguir una crema para calmar los ardores de las cuatro cinco picaduras con que los mosquitos han sembrado mis piernas. Luego, a Budapest, donde pasaremos dos noches.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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