Amanece feo el día, como si fuera a llover, pero no dispuestos a caer en las engañosas trampas del clima vienés decidimos vestirnos de verano, que luego va y sale un sol que abrasa; la única concesión a la prudencia es llevarnos el paraguas, por si acaso. Y hacemos bien, porque por una vez el cielo de Austria cumple lo que anuncia, y no sólo se pone a llover sino que sopla un viento helador contra el que no tenemos defensas. La mañana se nos va paseando por calles comerciales (hay que hacer compras, me recuerda K) y comprobando que, salvo pocas excepciones, Austria y España pertenecen al mercado global de las mismas marcas. Daría igual estar en Viena o en cualquier otro sitio (del primer mundo, claro), aunque cuando se alza la vista se imponen las moles edificadas en la estética habsbúrgica.
Tras una comida nada memorable, caminata hacia el centro con parada por exigencias del aguacero en la cafetería montada en la Glashaus del Hofburg (¿sería éste el invernadero de Sissí?) donde K, por fin, se zampó un demoledor trozo de la famosa sacher. Nos llegamos hasta la Michaelerplatz para fotografiar el edificio que, frente al palacio imperial, construyó Adolf Loos en 1911 para escándalo de los príncipes vecinos. Lo cierto es que no había visto nada de este arquitecto, verdadero precursor del movimiento moderno (en realidad, ya había pasado por ese edificio, pero creo que ni me había fijado, craso pecado) pues me había centrado más en los miembros de la Sezession (esa misma mañana fui a visitar los dos magníficos edificios adyacentes de la Linze Weinzeile). Pero, en fin, ésta ha sido sólo una visita rápida a Viena, apenas para tener una primera impresión y en la que dejamos muchas cosas en el tintero (la obra de Loos, una de ellas); ya volveré.
Salimos hacia las cinco en dirección a Bratislava, siguiente etapa danubiana. Antes de llegar, sin embargo, nos desviamos un rato para ver el pueblo de Petronel-Carnuntum, donde hay unas excavaciones del asentamiento romano de los tiempos de Marco Aurelio y un schloss en obras de restauración, pero, sobre todo, una sorprendentemente preciosa iglesilla románica que me recordó algo a las maravillas asturianas (a las prerrománicas, más bien). Se conforma por dos volúmenes circulares, el menor (el ábside, imagino) semiembutido en el mayor y con cubiertas troncocónicas; en regular estado de conservación, se erige en un prado verdísimo y, aunque se puede llegar hasta ella (pisando la hierba porque no hay ningún sendero), está cerrada porque es de propiedad privada. Ya digo: una maravilla inesperada esta iglesia de Santa Petronila.
Pocos kilómetros después llegábamos a la frontera con Eslovaquia que tampoco existe como tal (Schengen) pero sí en el brusco cambio idiomático. Nos quejábamos de la dificultad del alemán, pero al menos en esa lengua teníamos referencias que nos permitían unos mínimos de comprensión. Ahora estamos en el reino lingüístico eslavo y éste sí que e ininteligible. Menos mal que centro se dice centrum, porque del resto de las señales no entendíamos ni una. Y aún así, nos equivocamos de salida en el inmenso enlace de la autopista que rodea Bratislava y pasamos un buen rato circulando entre bloques de seis plantas todos iguales (aunque, seguramente en los últimos tiempos, los han pintado de distintos colores) dispuestos transversalmente a los viarios, típica muestra del “urbanismo socialista”. La periferia de Bratislava parece inmensa y es fea, sin elementos urbanos reconocibles, ésos que dan la escala de la ciudad y permiten la relación e identificación con ella. En un golpe de suerte volvimos a ver otra señal de centrum y esta vez sí la seguimos correctamente hasta que pasamos junto a un palacio que dedujimos que había de ser el presidencial; así que subí el coche a la acera (se suponía que nuestro hotel estaba casi al lado de dicho palacio) y bajé a preguntar en un hotel que había a treinta metros y que, en vez de nombre, se llamaba Hotel 16. Resultó que era el nuestro, un inmenso edificio de grandes espacios que tiene toda la pinta de haber albergado a los visitantes de la nomenklatura durante épocas pasadas. En todo caso, es de muy buena calidad: parking incluido en el precio (no como en Viena), una habitación espaciosa y amoblada con buen gusto, unas camas amplias y comodísimas, Internet que va a toda leche …
Ya casi anocheciendo (cada vez estamos más al este), cruzamos la avenida del hotel y entramos en el casco más viejo, peatonalizado y con un montón de edificios modernos de multinacionales. Avanzando un poco más, llegamos a una puerta medieval con su correspondiente torre (muy en el estilo austriaco; al fin y al cabo, seguimos en el imperio de los Habsburgo) que marca la entrada al centro histórico. Una calle principal llenísima de restaurantes de todos los estilos y con muchísima marcha; elegimos uno de comida típica eslovaca claramente orientado al turismo y cenamos unas extrañas sopas de cebolla con carne y un plato moravo con varios ingredientes de los cuales sólo identificamos pollo y col demasiado ácida. No nos gustó demasiado la experiencia, pero hay que probar de todo. Volvimos al hotel dejando para el día siguiente el paseo por ese casco pequeñito pero que parece bastante atractivo.
Tras una comida nada memorable, caminata hacia el centro con parada por exigencias del aguacero en la cafetería montada en la Glashaus del Hofburg (¿sería éste el invernadero de Sissí?) donde K, por fin, se zampó un demoledor trozo de la famosa sacher. Nos llegamos hasta la Michaelerplatz para fotografiar el edificio que, frente al palacio imperial, construyó Adolf Loos en 1911 para escándalo de los príncipes vecinos. Lo cierto es que no había visto nada de este arquitecto, verdadero precursor del movimiento moderno (en realidad, ya había pasado por ese edificio, pero creo que ni me había fijado, craso pecado) pues me había centrado más en los miembros de la Sezession (esa misma mañana fui a visitar los dos magníficos edificios adyacentes de la Linze Weinzeile). Pero, en fin, ésta ha sido sólo una visita rápida a Viena, apenas para tener una primera impresión y en la que dejamos muchas cosas en el tintero (la obra de Loos, una de ellas); ya volveré.
Salimos hacia las cinco en dirección a Bratislava, siguiente etapa danubiana. Antes de llegar, sin embargo, nos desviamos un rato para ver el pueblo de Petronel-Carnuntum, donde hay unas excavaciones del asentamiento romano de los tiempos de Marco Aurelio y un schloss en obras de restauración, pero, sobre todo, una sorprendentemente preciosa iglesilla románica que me recordó algo a las maravillas asturianas (a las prerrománicas, más bien). Se conforma por dos volúmenes circulares, el menor (el ábside, imagino) semiembutido en el mayor y con cubiertas troncocónicas; en regular estado de conservación, se erige en un prado verdísimo y, aunque se puede llegar hasta ella (pisando la hierba porque no hay ningún sendero), está cerrada porque es de propiedad privada. Ya digo: una maravilla inesperada esta iglesia de Santa Petronila.
Pocos kilómetros después llegábamos a la frontera con Eslovaquia que tampoco existe como tal (Schengen) pero sí en el brusco cambio idiomático. Nos quejábamos de la dificultad del alemán, pero al menos en esa lengua teníamos referencias que nos permitían unos mínimos de comprensión. Ahora estamos en el reino lingüístico eslavo y éste sí que e ininteligible. Menos mal que centro se dice centrum, porque del resto de las señales no entendíamos ni una. Y aún así, nos equivocamos de salida en el inmenso enlace de la autopista que rodea Bratislava y pasamos un buen rato circulando entre bloques de seis plantas todos iguales (aunque, seguramente en los últimos tiempos, los han pintado de distintos colores) dispuestos transversalmente a los viarios, típica muestra del “urbanismo socialista”. La periferia de Bratislava parece inmensa y es fea, sin elementos urbanos reconocibles, ésos que dan la escala de la ciudad y permiten la relación e identificación con ella. En un golpe de suerte volvimos a ver otra señal de centrum y esta vez sí la seguimos correctamente hasta que pasamos junto a un palacio que dedujimos que había de ser el presidencial; así que subí el coche a la acera (se suponía que nuestro hotel estaba casi al lado de dicho palacio) y bajé a preguntar en un hotel que había a treinta metros y que, en vez de nombre, se llamaba Hotel 16. Resultó que era el nuestro, un inmenso edificio de grandes espacios que tiene toda la pinta de haber albergado a los visitantes de la nomenklatura durante épocas pasadas. En todo caso, es de muy buena calidad: parking incluido en el precio (no como en Viena), una habitación espaciosa y amoblada con buen gusto, unas camas amplias y comodísimas, Internet que va a toda leche …
Ya casi anocheciendo (cada vez estamos más al este), cruzamos la avenida del hotel y entramos en el casco más viejo, peatonalizado y con un montón de edificios modernos de multinacionales. Avanzando un poco más, llegamos a una puerta medieval con su correspondiente torre (muy en el estilo austriaco; al fin y al cabo, seguimos en el imperio de los Habsburgo) que marca la entrada al centro histórico. Una calle principal llenísima de restaurantes de todos los estilos y con muchísima marcha; elegimos uno de comida típica eslovaca claramente orientado al turismo y cenamos unas extrañas sopas de cebolla con carne y un plato moravo con varios ingredientes de los cuales sólo identificamos pollo y col demasiado ácida. No nos gustó demasiado la experiencia, pero hay que probar de todo. Volvimos al hotel dejando para el día siguiente el paseo por ese casco pequeñito pero que parece bastante atractivo.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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