Van ahora dos días en un solo post, para intentar ponerme al día y porque de Viena poco me atrevo a contar, de lo apabullante que esta ciudad. Todo es monumental, con cierto aire de solemnidad, de consciencia de ser una capital, la capital de un imperio, aunque éste ya no exista. Edificios de proporciones macizas y mayoritariamente monocromos (cada uno de ellos), escritos mayoritariamente con la grafía presuntuosa del neoclásico, manteniendo las continuidades de sus cornisas y otras líneas horizontales y pautando con sus paños verticales un ritmo de desfile ceremonioso. El extremo de esta intencionalidad significante es el entorno del Ring, la gran operación de ampliación de la capital acometida mayoritariamente durante el reinado de Francisco José (sí, el de Sissí): la Ópera, la plaza de María Teresa y los dos grandes museos que la flanquean, el Parlamento, el nuevo Rathaus, el Burgtheater, la Universidad …
Con una sensación de respeto algo temeroso que rara vez he sentido en otra ciudad (incluso París, modelo en tantos sentidos para los Habsburgo, combina la monumentalidad con guiños cómplices a otras escalas) nos adentramos en el Hofburg, la residencia de los Habsburgo, el summum de la magnificencia, del peso absoluto del imperio. Entre paseos por el enorme complejo, de patio en patio y de jardín en jardín (porque no teníamos tiempo para visitar los interiores) echamos casi dos horas. La tarde la dedicamos a recorrer la ciudad vieja que, con toda seguridad, tuvo que ser mucho más hermosa durante la Edad Media y Moderna, cuando su callejero estuviera acompañado del caserío gótico o renacentista, antes de que el barroco se impusiera y los burgueses emularan en sus residencias los dictámenes estéticos del Imperio. Hay, no obstante, rincones preciosos y, sobre todo, queda la maravilla gótica de San Esteban, con su originales peculiaridades, de la que no es la menor la inmensa cubierta inclinada y colorista, con el águila de los Habsburgo. Por cierto, cuesta entender cómo se permitió construir un espantoso edificio moderno (en parte del cual está Zara) en la misma esquina del Graben con la Stephanplatz.
En fin, que el undécimo día del viaje se nos fue pateando hasta el agotamiento la ciudad de Viena, con apenas descansos, salvo los obligados de reportaje, entre los que hay que destacar la degustación de tarta y una original composición a base de café, helados, caramelos y crema en el famoso Café Central. Llegamos al hotel a horas más tardías y oscuras de las habituales y ambos lo bastante cansados como para caer rendidos en la cama.
El día duodécimo (este lunes pasado) amaneció lluvioso, contrastando con el sol radiante y calorazo de la víspera. Decidimos que visitaríamos el Belvedere, los magníficos palacios barrocos que los Habsburgo construyeron para el príncipe Eugenio de Saboya en agradecimiento por derrotar, al frente de los ejércitos imperiales, a los turcos. El museo realmente importante es el Belvedere Superior, en cuya planta baja tienen unas cuantas pinturas y retablos mayoritariamente del siglo XV muy interesantes. Por supuesto, se trata de obras del entorno del Imperio austriaco, en cuyos territorios, por esas fechas bajomedievales, las técnicas artísticas estaban mucho menos desarrolladas que en Italia; pero justamente ese primitivismo les daba un enorme atractivo. Hay muchas obras del XVIII y primera mitad del XIX que rezuman academicismo, historicismo y cierto aire rancio, y que salvo algunas excepción (Franz Xaver Messerschmidt, por ejemplo) son prescindibles a no ser que se sea un apasionado de esa etapa de la pintura que, para mi gusto, resultó bastante sosa en términos globales. Pero luego, te muestran las últimas décadas del XIX y las dos primeras del XX, el periodo en que Viena fue ciertamente vanguardia artística, y uno se queda embelesado, descubriendo algunos nombres (Anselm Feuerbach, Ludwig von Hofmann, Carl Moll, Giovanni Segantini, Albin Egger-Lienz) de los que apenas sabía algo y, sobre todo, con las obras de las dos estrellas de la colección permanente: Gustav Klimt y Egon Schiele. Fantásticas dos horas largas que rematamos con un almuerzo a base de capuchinos y tartas en el propio bar del museo (una clavada) para enseguida bajar a través de los jardines al Belvedere Inferior, en el que nos tocó una exposición sobre la pintura victoriana y, especialmente, los prerrafaelistas, con obras provenientes del Museo de Ponce, en Puerto Rico. Así pude ver a un pintor que conocía pero nunca originales y que tiene su interés, Edward Burne-Jones; allí estaba, con varios bocetos incluidos, la que él mismo consideraba su obra maestra, el Sueño de Arturo, un enorme cuadro para pasar largo rato barriéndolo detalladamente.
Salimos del complejo y echamos a caminar hacia el norte siguiendo el canaleto que atraviesa el Stadtpark hasta llegar al Altes Donau, cruzarlo y llegar hasta el Prater. Desde que vi El Tercer Hombre (más de treinta años) tenía ganas de subirme a la famosísima noria, tantas que K no opuso resistencia, pese a que no le gustan nada los parques de atracciones. La entrada a la Noria está precedida de una exposición sobre la historia vienesa representada mediante escenas con muñequitos en sus correspondientes ambientes, cada cuadro contenido en una cabina de la noria. Una vez que se hace el recorrido circular, desde el primer asentamiento romano hasta la ciudad arrasada por las bombas durante la segunda guerra mundial, toca la cola para meterse en la cabina e iniciar el lento viaje de una única vuelta, con vistas (tampoco excesivamente espectaculares) sobre la capital austriaca. Como compañía no demasiado agradable nos tocó un grupo de seis moteros italianos que hablaban demasiado alto para mi gusto. De regreso al suelo, recorrimos el parque de atracciones aunque no subimos a ningún otro cacharro. Ya anochecía cuando salimos y, justo a la entrada de la boca de metro que tomaríamos para volver al hotel, cenamos unos platos inmensos e impronunciables en un restaurante balcánico.
Con una sensación de respeto algo temeroso que rara vez he sentido en otra ciudad (incluso París, modelo en tantos sentidos para los Habsburgo, combina la monumentalidad con guiños cómplices a otras escalas) nos adentramos en el Hofburg, la residencia de los Habsburgo, el summum de la magnificencia, del peso absoluto del imperio. Entre paseos por el enorme complejo, de patio en patio y de jardín en jardín (porque no teníamos tiempo para visitar los interiores) echamos casi dos horas. La tarde la dedicamos a recorrer la ciudad vieja que, con toda seguridad, tuvo que ser mucho más hermosa durante la Edad Media y Moderna, cuando su callejero estuviera acompañado del caserío gótico o renacentista, antes de que el barroco se impusiera y los burgueses emularan en sus residencias los dictámenes estéticos del Imperio. Hay, no obstante, rincones preciosos y, sobre todo, queda la maravilla gótica de San Esteban, con su originales peculiaridades, de la que no es la menor la inmensa cubierta inclinada y colorista, con el águila de los Habsburgo. Por cierto, cuesta entender cómo se permitió construir un espantoso edificio moderno (en parte del cual está Zara) en la misma esquina del Graben con la Stephanplatz.
En fin, que el undécimo día del viaje se nos fue pateando hasta el agotamiento la ciudad de Viena, con apenas descansos, salvo los obligados de reportaje, entre los que hay que destacar la degustación de tarta y una original composición a base de café, helados, caramelos y crema en el famoso Café Central. Llegamos al hotel a horas más tardías y oscuras de las habituales y ambos lo bastante cansados como para caer rendidos en la cama.
El día duodécimo (este lunes pasado) amaneció lluvioso, contrastando con el sol radiante y calorazo de la víspera. Decidimos que visitaríamos el Belvedere, los magníficos palacios barrocos que los Habsburgo construyeron para el príncipe Eugenio de Saboya en agradecimiento por derrotar, al frente de los ejércitos imperiales, a los turcos. El museo realmente importante es el Belvedere Superior, en cuya planta baja tienen unas cuantas pinturas y retablos mayoritariamente del siglo XV muy interesantes. Por supuesto, se trata de obras del entorno del Imperio austriaco, en cuyos territorios, por esas fechas bajomedievales, las técnicas artísticas estaban mucho menos desarrolladas que en Italia; pero justamente ese primitivismo les daba un enorme atractivo. Hay muchas obras del XVIII y primera mitad del XIX que rezuman academicismo, historicismo y cierto aire rancio, y que salvo algunas excepción (Franz Xaver Messerschmidt, por ejemplo) son prescindibles a no ser que se sea un apasionado de esa etapa de la pintura que, para mi gusto, resultó bastante sosa en términos globales. Pero luego, te muestran las últimas décadas del XIX y las dos primeras del XX, el periodo en que Viena fue ciertamente vanguardia artística, y uno se queda embelesado, descubriendo algunos nombres (Anselm Feuerbach, Ludwig von Hofmann, Carl Moll, Giovanni Segantini, Albin Egger-Lienz) de los que apenas sabía algo y, sobre todo, con las obras de las dos estrellas de la colección permanente: Gustav Klimt y Egon Schiele. Fantásticas dos horas largas que rematamos con un almuerzo a base de capuchinos y tartas en el propio bar del museo (una clavada) para enseguida bajar a través de los jardines al Belvedere Inferior, en el que nos tocó una exposición sobre la pintura victoriana y, especialmente, los prerrafaelistas, con obras provenientes del Museo de Ponce, en Puerto Rico. Así pude ver a un pintor que conocía pero nunca originales y que tiene su interés, Edward Burne-Jones; allí estaba, con varios bocetos incluidos, la que él mismo consideraba su obra maestra, el Sueño de Arturo, un enorme cuadro para pasar largo rato barriéndolo detalladamente.
Salimos del complejo y echamos a caminar hacia el norte siguiendo el canaleto que atraviesa el Stadtpark hasta llegar al Altes Donau, cruzarlo y llegar hasta el Prater. Desde que vi El Tercer Hombre (más de treinta años) tenía ganas de subirme a la famosísima noria, tantas que K no opuso resistencia, pese a que no le gustan nada los parques de atracciones. La entrada a la Noria está precedida de una exposición sobre la historia vienesa representada mediante escenas con muñequitos en sus correspondientes ambientes, cada cuadro contenido en una cabina de la noria. Una vez que se hace el recorrido circular, desde el primer asentamiento romano hasta la ciudad arrasada por las bombas durante la segunda guerra mundial, toca la cola para meterse en la cabina e iniciar el lento viaje de una única vuelta, con vistas (tampoco excesivamente espectaculares) sobre la capital austriaca. Como compañía no demasiado agradable nos tocó un grupo de seis moteros italianos que hablaban demasiado alto para mi gusto. De regreso al suelo, recorrimos el parque de atracciones aunque no subimos a ningún otro cacharro. Ya anochecía cuando salimos y, justo a la entrada de la boca de metro que tomaríamos para volver al hotel, cenamos unos platos inmensos e impronunciables en un restaurante balcánico.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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