Se acaba ya el viaje (en realidad, desde ayer tarde estoy en Tenerife). Por la mañana, antes de salir del hotel, reservamos otro en Munich para esa misma noche. Luego a caminar por Linzergasse y descubrir unas tiendas preciosas (aunque el presupuesto ya está casi agotado), girar a la derecha hacia el Mirabell (el "discreto" schloss y sus jardines) y, por fin, cruzar de nuevo el Salzach, pero esta vez por la pasarela peatonal. Ya en el casco viejo, volvimos prácticamente a repetir el paseo de la víspera a paso más relajado y con una parada para que K disfrutara de la última porción de tarta sacher del viaje. Pasamos por la casa natal de Mozart y pasamos de entrar, siguiendo en dirección sureste. De nuevo atravesamos la plaza del Dom (mucho menos interesante que la iglesia de los franciscanos) y, poco antes de llegar al edificio del funicular, nos encontramos con el delicioso cementerio de San Pedro, uno de los más bonitos que pueden verse por el mundo. Después, a hacer la cola para pagar la pasta que cuesta subir en funicular hasta la fortaleza (festung) Hohensalzburg, la que fue el bastión de los príncipes-arzobispos que gobernaron esta ciudad hasta el XIX.
La otra vez, hará quince años, que estuve en Salzburgo no había subido a la fortaleza y debo decir que la visita fue probablemente lo más interesante de la mañana. Tampoco es que el castillo sea nada del otro mundo (en Europa hay muchos otros tan o más atractivos), pero se lo tienen bien montado haciéndote seguir un recorrido que te van explicando con audioguía de modo que te quedas con la impresión de que te enteras de muchas cosas. En realidad, lo que se enseña es una ínfima parte de la fortaleza, pero en fin. Previamente, uno se lo pasa bien en el pequeño museo de marionetas, las del famoso teatro salzburgués. Pero lo ciertamente excepcional son las fantásticas vistas desde lo alto: la ciudad y su entorno, con las impresionantes presencias de las montañas alpinas hacia el sur. En fin, que un par de horitas largas que transcurren bastante agradablemente, casi sin darse cuenta de que está siendo conducido dentro de un rebaño de muchísimos otros turistas. Y es que la más destacable impresión que nos llevamos de Salzburgo es la multitud de gente que colma sus calles, cualquier rincón. Habrá que volver en temporada menos turística.
A lo tonto se acercaba la hora límite del aparcamiento que habíamos pagado y ni siquiera habíamos almorzado (¿dónde encontrar un sitio libre?), así que iniciamos la vuelta comiéndonos entre los dos un pretzel, ese típico pan en forma de lazo horneado con pepitas de sal gorda; engañamos el hambre pero, por supuesto, al llegar al coche teníamos tremenda sed. Nos metimos en la autopista y nada más entrar en Baviera (la frontera está en cuanto sales de la ciudad hacia el oeste) empezó a llover y así, con descargas y breves escampadas, se mantuvo el clima hasta que llegamos a Munich, momento en que, amablemente, el cielo se abrió como dándonos la bienvenida a la capital bávara. Esta vez K mostró una gran pericia en sus poco gratas tareas de copiloto y en un periquete, acertando a la primera con el ring del casco viejo, descubrimos la Hauptbahnhof, en cuyas inmediaciones estaba nuestro hotel. Por primera vez en todo el viaje descargamos todas nuestras pertenencias para evaluar si, con las adquisiciones inevitables de este tipo de vacaciones, el equipaje podía meterse en las dos maletas que habíamos traído. La respuesta, como era de esperar, fue negativa: tendríamos que comprar una bolsa o similar al día siguiente.
Ya la tarde estaba avanzada cuando salimos caminando hacia el centro. Entramos por la Karlsplatz y seguimos la supercomercial Kaufingerstrasse hasta la maravillosa Marienplatz y el espectacular ayuntamiento neogótico. Luego, girando hacia el noeste, encontramos enseguida el Hard Rock Cafe, pues uno de los encargos de K era comprarle a su hija una camiseta de esa célebre cadena. Cumplida la misión, más callejeos, deteniéndonos de vez en cuando a escuchar a distintos "artistas callejeros", desde un trío de chavales que cantaban temas de Paul Simon hasta otro que interpretaba maravillosamente piezas clásicas en un enorme xilofón que tocaba con cuatro baquetas (dos en cada mano). A pasos ya muy cansados dejamos el centro sin encontrar ningún sitio en el que nos apeteciera cenar y, al final, lo hicimos en un bar de la estación. Luego, cruzar la calle, y caer derrengados en la cama. Esa noche no escribí.
La otra vez, hará quince años, que estuve en Salzburgo no había subido a la fortaleza y debo decir que la visita fue probablemente lo más interesante de la mañana. Tampoco es que el castillo sea nada del otro mundo (en Europa hay muchos otros tan o más atractivos), pero se lo tienen bien montado haciéndote seguir un recorrido que te van explicando con audioguía de modo que te quedas con la impresión de que te enteras de muchas cosas. En realidad, lo que se enseña es una ínfima parte de la fortaleza, pero en fin. Previamente, uno se lo pasa bien en el pequeño museo de marionetas, las del famoso teatro salzburgués. Pero lo ciertamente excepcional son las fantásticas vistas desde lo alto: la ciudad y su entorno, con las impresionantes presencias de las montañas alpinas hacia el sur. En fin, que un par de horitas largas que transcurren bastante agradablemente, casi sin darse cuenta de que está siendo conducido dentro de un rebaño de muchísimos otros turistas. Y es que la más destacable impresión que nos llevamos de Salzburgo es la multitud de gente que colma sus calles, cualquier rincón. Habrá que volver en temporada menos turística.
A lo tonto se acercaba la hora límite del aparcamiento que habíamos pagado y ni siquiera habíamos almorzado (¿dónde encontrar un sitio libre?), así que iniciamos la vuelta comiéndonos entre los dos un pretzel, ese típico pan en forma de lazo horneado con pepitas de sal gorda; engañamos el hambre pero, por supuesto, al llegar al coche teníamos tremenda sed. Nos metimos en la autopista y nada más entrar en Baviera (la frontera está en cuanto sales de la ciudad hacia el oeste) empezó a llover y así, con descargas y breves escampadas, se mantuvo el clima hasta que llegamos a Munich, momento en que, amablemente, el cielo se abrió como dándonos la bienvenida a la capital bávara. Esta vez K mostró una gran pericia en sus poco gratas tareas de copiloto y en un periquete, acertando a la primera con el ring del casco viejo, descubrimos la Hauptbahnhof, en cuyas inmediaciones estaba nuestro hotel. Por primera vez en todo el viaje descargamos todas nuestras pertenencias para evaluar si, con las adquisiciones inevitables de este tipo de vacaciones, el equipaje podía meterse en las dos maletas que habíamos traído. La respuesta, como era de esperar, fue negativa: tendríamos que comprar una bolsa o similar al día siguiente.
Ya la tarde estaba avanzada cuando salimos caminando hacia el centro. Entramos por la Karlsplatz y seguimos la supercomercial Kaufingerstrasse hasta la maravillosa Marienplatz y el espectacular ayuntamiento neogótico. Luego, girando hacia el noeste, encontramos enseguida el Hard Rock Cafe, pues uno de los encargos de K era comprarle a su hija una camiseta de esa célebre cadena. Cumplida la misión, más callejeos, deteniéndonos de vez en cuando a escuchar a distintos "artistas callejeros", desde un trío de chavales que cantaban temas de Paul Simon hasta otro que interpretaba maravillosamente piezas clásicas en un enorme xilofón que tocaba con cuatro baquetas (dos en cada mano). A pasos ya muy cansados dejamos el centro sin encontrar ningún sitio en el que nos apeteciera cenar y, al final, lo hicimos en un bar de la estación. Luego, cruzar la calle, y caer derrengados en la cama. Esa noche no escribí.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
Me da gusto que te la hayas pasado tan bien en tu periplo danubiano. Se antoja mucho.
ResponderEliminarUn beso