El hotelito de Estrasburgo no estaba nada mal y, desde luego, el desayuno era el mejor de los que nos han dado hasta la fecha: zumo de naranja natural, mini-croissants, buen café … Como habíamos dormido más de la cuenta (se van notando las pateadas al llegar la noche) salimos después de lo previsto; sacamos el coche del parking frente a la Gare y nos acercamos a ver la “casa egipcia”, un edificio de pisos de principios del XX con ligeros toques art-nouveau, y la monumental Plaza de la República. Luego hasta el área de las instituciones europeas: el Parlamento, el Palacio de los Derechos del Hombre … Pero para entonces ya se había puesto a llover, así que visita prácticamente sin bajar del coche (de todos modos es domingo y está todo cerrado).
Bajo una lluvia torrencial hacemos el trayecto por la autopista alemana que va paralela al Rhin hasta llegar a Friburgo. Como ya es la una, y por estas tierras los horarios de las comidas son bastante más tempranos que los nuestros, nos sentamos en una terraza bajo un toldo protector (no precisamente del sol) para almorzar. Pedimos sendas sopas sin estar muy seguros de sus contenidos y nos traen dos enormes boles, uno con crema de brócoli y otro de ingredientes más enigmáticos (y algo picantes). Se supone que eran sopas típicas de la Selva Negra; como fuera, ambas estaban muy buenas. Luego, una ciavatta con bacon, cebolla, pimientos y queso fundido. Lo único malo, el espantoso café alemán. Cuando ya estábamos acabando, se oyó un estruendo de banda de música y, para nuestra sorpresa, por la calle apareció un mogollón de paisanos vestidos con trajes regionales. El desfile era interminable: iban pasando sucesivamente varios grupos, diferenciados por sus trajes o uniformes específicos, cada uno de veinte o treinta personas y precedidos por su portaestandarte. Lo curioso es que prácticamente la totalidad de los participantes eran viejetes de setenta para arriba, algunos con unas facciones que parecían sacadas de un pintor flamenco o de los cuentos de los Grimm. Parece que este domingo se reunían en Friburgo no sé cuantos clubes de excursionistas (de amantes de la naturaleza) de toda Alemania y lo cierto es que la ciudad estaba tomada por estos tipos coloradotes y sanotes pese a sus longevas edades, que se veían felices desfilando y cantando y saludando a los transeúntes y, por supuesto, bebiendo enormes jarras de cerveza en el típico comedero de mesas y bancos corridos que se había montado en la misma plaza de la preciosa catedral gótica de Friburgo (aunque no llegue a ser la de Estrasburgo).
En fin, que habría sido la típica visita turística a una ciudad pequeña de cierto encanto, si no hubiera estado animada por la bulliciosa invasión de alemanes de la tercera edad. Hacia las cinco decidimos arrancar y, como íbamos bien de tiempo, se nos ocurrió desviarnos de la ruta prevista para conocer el Titisee, una localidad turística junto a un bonito lago en la Selva Negra. El paisaje de la Schwarwald, que se empieza a disfrutar desde que se atraviesan los túneles a la salida de Friburgo, es fantástico: zona de montañas no muy altas y valles angostos, con prados de verdes brillantes y masas boscosas oscuramente apiñadas. El lago también precioso, pero la pequeña ciudad no es más que un enclave turístico absolutamente masificado (turismo alemán, mayoritariamente) que, entorno aparte, no nos dijo nada. Así que, tras un breve paseo por la orilla del lago porque K no quiso que alquiláramos una barquita a pedales y tampoco estaba la tarde para bañarse, arrancamos en dirección a Furtwangen, que era donde habíamos reservado hotel.
Y aquí estamos en este pueblo silencioso, en una amplia habitación, cada uno escribiendo en la cama bajo el inevitable edredón. Hemos cenado en el mismo hotel (no parecía haber nada más abierto) platos suabos, que estamos en Suabia, pero también en la Selva Negra. También nos hemos acercado a ver el Breg, pequeño río de aguas veloces. Mañana subiremos hasta sus fuentes y luego seguiremos hasta Donaueschingen, donde se junta con el Brigach y de la confluencia sale el Danubio. Hoy ha acabado el prólogo y mañana empieza propiamente el viaje danubiano.
Bajo una lluvia torrencial hacemos el trayecto por la autopista alemana que va paralela al Rhin hasta llegar a Friburgo. Como ya es la una, y por estas tierras los horarios de las comidas son bastante más tempranos que los nuestros, nos sentamos en una terraza bajo un toldo protector (no precisamente del sol) para almorzar. Pedimos sendas sopas sin estar muy seguros de sus contenidos y nos traen dos enormes boles, uno con crema de brócoli y otro de ingredientes más enigmáticos (y algo picantes). Se supone que eran sopas típicas de la Selva Negra; como fuera, ambas estaban muy buenas. Luego, una ciavatta con bacon, cebolla, pimientos y queso fundido. Lo único malo, el espantoso café alemán. Cuando ya estábamos acabando, se oyó un estruendo de banda de música y, para nuestra sorpresa, por la calle apareció un mogollón de paisanos vestidos con trajes regionales. El desfile era interminable: iban pasando sucesivamente varios grupos, diferenciados por sus trajes o uniformes específicos, cada uno de veinte o treinta personas y precedidos por su portaestandarte. Lo curioso es que prácticamente la totalidad de los participantes eran viejetes de setenta para arriba, algunos con unas facciones que parecían sacadas de un pintor flamenco o de los cuentos de los Grimm. Parece que este domingo se reunían en Friburgo no sé cuantos clubes de excursionistas (de amantes de la naturaleza) de toda Alemania y lo cierto es que la ciudad estaba tomada por estos tipos coloradotes y sanotes pese a sus longevas edades, que se veían felices desfilando y cantando y saludando a los transeúntes y, por supuesto, bebiendo enormes jarras de cerveza en el típico comedero de mesas y bancos corridos que se había montado en la misma plaza de la preciosa catedral gótica de Friburgo (aunque no llegue a ser la de Estrasburgo).
En fin, que habría sido la típica visita turística a una ciudad pequeña de cierto encanto, si no hubiera estado animada por la bulliciosa invasión de alemanes de la tercera edad. Hacia las cinco decidimos arrancar y, como íbamos bien de tiempo, se nos ocurrió desviarnos de la ruta prevista para conocer el Titisee, una localidad turística junto a un bonito lago en la Selva Negra. El paisaje de la Schwarwald, que se empieza a disfrutar desde que se atraviesan los túneles a la salida de Friburgo, es fantástico: zona de montañas no muy altas y valles angostos, con prados de verdes brillantes y masas boscosas oscuramente apiñadas. El lago también precioso, pero la pequeña ciudad no es más que un enclave turístico absolutamente masificado (turismo alemán, mayoritariamente) que, entorno aparte, no nos dijo nada. Así que, tras un breve paseo por la orilla del lago porque K no quiso que alquiláramos una barquita a pedales y tampoco estaba la tarde para bañarse, arrancamos en dirección a Furtwangen, que era donde habíamos reservado hotel.
Y aquí estamos en este pueblo silencioso, en una amplia habitación, cada uno escribiendo en la cama bajo el inevitable edredón. Hemos cenado en el mismo hotel (no parecía haber nada más abierto) platos suabos, que estamos en Suabia, pero también en la Selva Negra. También nos hemos acercado a ver el Breg, pequeño río de aguas veloces. Mañana subiremos hasta sus fuentes y luego seguiremos hasta Donaueschingen, donde se junta con el Brigach y de la confluencia sale el Danubio. Hoy ha acabado el prólogo y mañana empieza propiamente el viaje danubiano.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
Buena suerte para mañana :)
ResponderEliminarSe dice Schwarzwald, Sr. Panciutti.
ResponderEliminarCon z.
A ver si en la próxima reencarnación estudia idiomas.