Furtwangen, como otros pueblos de la Selva Negra, tiene una larga tradición relojera y por eso alberga el Museo Alemán del Reloj (deutsches uhrenmuseum) al que llegamos después de caminar casi media hora dando un largo rodeo, pese a que estaba apenas a cien metros del hotel. Viendo la cantidad de mecanismos que el hombre ha fabricado se comprueba que la obsesión por la medición del tiempo, por segmentar ese fluido incesante en unidades conmensurables en el vano intento de dominarlo, viene de antiguo. Lo cierto es que había relojes preciosos, y también horteras a más no poder.
Acabada la visita cultural arrancamos a remontar el Breg hasta su nacimiento, al lado de la capilla de San Martín. El lugar es tal como lo describe Magris en el libro que motiva este viaje, aunque él no se refiere (creo) a la Gasthaus que hay a unos cincuenta metros y que, al menos en estas fechas, está llena de alemanes turisteando. Respetando una de mis tradiciones personales, bajé hasta el arroyuelo recién nacido y me mojé las manos y la cabeza: voy acumulando bautismos fluviales. Luego se nos ocurrió seguir hacia arriba por una pista forestal con la esperanza de encontrar, tal como vimos en un plano zonal que estaba junto a la Gasthaus, otra que en dirección este nos llevara a Triberg para ver las cataratas del Gutach que son las más altas del país. Pero, tras circular durante casi una hora por unos paisajes boscosos preciosos (la Selva Negra, recuerdo) se acabó la pista sin que hubiéramos visto ninguna transitable con coche hacia la derecha. Así que dimos la vuelta, pasamos por Furtwangen como una exhalación (volvíamos a ir tarde según el horario de la organización) y pusimos rumbo hacia Donaueschingen, lugar del nacimiento oficial del Danubio.
Para contribuir a incrementar nuestro retraso, la carretera estaba cortada, así que, sin hacer caso a las señales alemanas (que nos habrían obligado a un rodeo excesivo) nos metimos por carreteritas terciarias que subían montes y cruzaban prados para salir al final, pese al escepticismo de K, a Donaueschingen. El pueblito es una monada, con unos caserones decimonónicos de distintos colores que dan una imagen urbana muy relajada. Sin embargo, la oferta hostelera no parece excesiva (eso sí, heladerías hay de sobra), lo que nos obligó a comer en un barucho sendas hamburguesas de mala carne y en panes resecos, acompañadas de claras embotelladas de la marca Fürstenberg que resulta que es el apellido del que fuera el señor feudal del lugar (la fábrica de la cerveza Fürstenberg está en la localidad). Tras almorzar (si así se le puede llamar) nos acercamos a la fuentita redonda junto al Schloss que es el punto donde oficialmente nace el gran río europeo. El monumento no está mal, pero lo han separado del conjunto palaciego (Schloss y jardines) y queda bastante cutre. Por supuesto, ahí no nace el Danubio; no sé de dónde saldrá el agua que llena la fuente y que luego rebosa hacia los jardines del palacio, pero desde luego no proviene ni del Brigach ni del Breg, los dos ríos que confluyen a un kilómetro y medio al este de ese punto. Hasta allí fuimos por un bonito y oloroso sendero (una mezcla de hierba recién cortada y caca de vaca) y vimos ambos ríos confluyendo y una placa conmemorativa que naturalmente no entendimos.
La siguiente etapa era Sigmaringen, la capital de uno de los condados originarios de los Hohenzollern, la dinastía que reinaría en Prusia (aunque los de aquí eran una rama católica y secundaria). El castillo de estos nobles es imponente en tamaño y en estilos arquitectónicos que acumula. Además, como puede comprobar cualquiera consultando la Wiki, ha albergado no pocos acontecimientos históricos, siendo de los últimos el ser refugio del gobierno de Vichy que escapaba de los aliados. Entre los colaboracionistas que pararon en este castillo a orillas del Danubio cuenta Magris que estaba Celine, el autor de la estremecedora Viaje al fin de la noche; pero no vi ninguna referencia a la estancia del escritor. Por lo demás, el pueblo muy agradable, en la línea de tantos otros de esta región de la Selva Negra. Cuidan su entorno, estos alemanes.
Me he olvidado comentar que, para ir de Donaueschingen a Sigmaringen, en vez de seguir la ruta recomendada por Google maps (la carretera 311 y 313 desde Tuttlingen), decidimos desviarnos en este último pueblo (que como también era muy pintoresco mereció una parada para unos cafés con pastelitos) siguiendo el río a través del Parque Natural del Alto Danubio. Desde luego, aunque seguramente se tarda más, el paisaje bien merece la pena. Además tuvimos el regalo inesperado de descubrir un pueblito precioso (Mühlheilm am der Donau), que ni siquiera aparece señalado en el mapa Michelín ni parecía tener turismo: muy recomendable que quien viaje por estos lares se desvíe para visitarlo. Unos kilómetros más allá, bajando la carretera hacia el río, se aparece de pronto, tras una curva cerrada, el Kloster Beuron, un tremendo edificio monacal contra los escarpes pétreos que cierran el valle hacia el sureste: im-presionante.
Cuando acabamos de ver Sigmaringen el retraso era ya significativo: teníamos previsto llegar a Tubinga a las cinco y eran las seis de la tarde. Así que a correr en dirección norte, abandonando el Danubio recién iniciado y cambiándonos, de nuevo, a la cuenca del Rhin, del cual es afluente el Neckar. Llegamos hacia las siete y media, con muy poco tiempo ya de luz; una pena porque esta antiquísima ciudad universitaria es una preciosidad que habría merecido una visita bastante más larga y calmada. Las calles medievales y las enormes casas con inmensos tejados son espectaculares y ya el summum es la maravillosa plaza del Rathaus, una de las más bonitas que pueden imaginarse. Habrá que volver para pasear a la orilla del Neckar o montar en las barcas que parecen góndolas; esta vez no hemos tenido tiempo más que para un breve paladeo.
Mañana regresamos al redil danubiano, tras este breve desvío del final del día. Ahora estamos en una villa de principios de siglo acondicionada como hotel, en el pequeño pueblo balneario de Bad Urach. Una habitación enorme con Internet que funciona a buena velocidad; felices sueños.
Acabada la visita cultural arrancamos a remontar el Breg hasta su nacimiento, al lado de la capilla de San Martín. El lugar es tal como lo describe Magris en el libro que motiva este viaje, aunque él no se refiere (creo) a la Gasthaus que hay a unos cincuenta metros y que, al menos en estas fechas, está llena de alemanes turisteando. Respetando una de mis tradiciones personales, bajé hasta el arroyuelo recién nacido y me mojé las manos y la cabeza: voy acumulando bautismos fluviales. Luego se nos ocurrió seguir hacia arriba por una pista forestal con la esperanza de encontrar, tal como vimos en un plano zonal que estaba junto a la Gasthaus, otra que en dirección este nos llevara a Triberg para ver las cataratas del Gutach que son las más altas del país. Pero, tras circular durante casi una hora por unos paisajes boscosos preciosos (la Selva Negra, recuerdo) se acabó la pista sin que hubiéramos visto ninguna transitable con coche hacia la derecha. Así que dimos la vuelta, pasamos por Furtwangen como una exhalación (volvíamos a ir tarde según el horario de la organización) y pusimos rumbo hacia Donaueschingen, lugar del nacimiento oficial del Danubio.
Para contribuir a incrementar nuestro retraso, la carretera estaba cortada, así que, sin hacer caso a las señales alemanas (que nos habrían obligado a un rodeo excesivo) nos metimos por carreteritas terciarias que subían montes y cruzaban prados para salir al final, pese al escepticismo de K, a Donaueschingen. El pueblito es una monada, con unos caserones decimonónicos de distintos colores que dan una imagen urbana muy relajada. Sin embargo, la oferta hostelera no parece excesiva (eso sí, heladerías hay de sobra), lo que nos obligó a comer en un barucho sendas hamburguesas de mala carne y en panes resecos, acompañadas de claras embotelladas de la marca Fürstenberg que resulta que es el apellido del que fuera el señor feudal del lugar (la fábrica de la cerveza Fürstenberg está en la localidad). Tras almorzar (si así se le puede llamar) nos acercamos a la fuentita redonda junto al Schloss que es el punto donde oficialmente nace el gran río europeo. El monumento no está mal, pero lo han separado del conjunto palaciego (Schloss y jardines) y queda bastante cutre. Por supuesto, ahí no nace el Danubio; no sé de dónde saldrá el agua que llena la fuente y que luego rebosa hacia los jardines del palacio, pero desde luego no proviene ni del Brigach ni del Breg, los dos ríos que confluyen a un kilómetro y medio al este de ese punto. Hasta allí fuimos por un bonito y oloroso sendero (una mezcla de hierba recién cortada y caca de vaca) y vimos ambos ríos confluyendo y una placa conmemorativa que naturalmente no entendimos.
La siguiente etapa era Sigmaringen, la capital de uno de los condados originarios de los Hohenzollern, la dinastía que reinaría en Prusia (aunque los de aquí eran una rama católica y secundaria). El castillo de estos nobles es imponente en tamaño y en estilos arquitectónicos que acumula. Además, como puede comprobar cualquiera consultando la Wiki, ha albergado no pocos acontecimientos históricos, siendo de los últimos el ser refugio del gobierno de Vichy que escapaba de los aliados. Entre los colaboracionistas que pararon en este castillo a orillas del Danubio cuenta Magris que estaba Celine, el autor de la estremecedora Viaje al fin de la noche; pero no vi ninguna referencia a la estancia del escritor. Por lo demás, el pueblo muy agradable, en la línea de tantos otros de esta región de la Selva Negra. Cuidan su entorno, estos alemanes.
Me he olvidado comentar que, para ir de Donaueschingen a Sigmaringen, en vez de seguir la ruta recomendada por Google maps (la carretera 311 y 313 desde Tuttlingen), decidimos desviarnos en este último pueblo (que como también era muy pintoresco mereció una parada para unos cafés con pastelitos) siguiendo el río a través del Parque Natural del Alto Danubio. Desde luego, aunque seguramente se tarda más, el paisaje bien merece la pena. Además tuvimos el regalo inesperado de descubrir un pueblito precioso (Mühlheilm am der Donau), que ni siquiera aparece señalado en el mapa Michelín ni parecía tener turismo: muy recomendable que quien viaje por estos lares se desvíe para visitarlo. Unos kilómetros más allá, bajando la carretera hacia el río, se aparece de pronto, tras una curva cerrada, el Kloster Beuron, un tremendo edificio monacal contra los escarpes pétreos que cierran el valle hacia el sureste: im-presionante.
Cuando acabamos de ver Sigmaringen el retraso era ya significativo: teníamos previsto llegar a Tubinga a las cinco y eran las seis de la tarde. Así que a correr en dirección norte, abandonando el Danubio recién iniciado y cambiándonos, de nuevo, a la cuenca del Rhin, del cual es afluente el Neckar. Llegamos hacia las siete y media, con muy poco tiempo ya de luz; una pena porque esta antiquísima ciudad universitaria es una preciosidad que habría merecido una visita bastante más larga y calmada. Las calles medievales y las enormes casas con inmensos tejados son espectaculares y ya el summum es la maravillosa plaza del Rathaus, una de las más bonitas que pueden imaginarse. Habrá que volver para pasear a la orilla del Neckar o montar en las barcas que parecen góndolas; esta vez no hemos tenido tiempo más que para un breve paladeo.
Mañana regresamos al redil danubiano, tras este breve desvío del final del día. Ahora estamos en una villa de principios de siglo acondicionada como hotel, en el pequeño pueblo balneario de Bad Urach. Una habitación enorme con Internet que funciona a buena velocidad; felices sueños.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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