Pilar, la madre de mi amiga Eva, vivió sus últimos años en una residencia de ancianos en el pueblo tinerfeño de El Sauzal. Sus hijos la ingresaron allí cuando los síntomas del progresivo debilitamiento mental desaconsejaron que siguiera viviendo en su casa chicharrera, demasiado grande para una mujer mayor y sola. También influyó, me reconoció Eva, el interés de los hermanos por vender esa casona cuyas dimensiones y pomposa arquitectura de principios del XX la habían hecho atractiva para un banco holandés que andaba buscando una sede social para implantarse en la Isla. Era esa la casa de su tía Marisa, en la que Pilar había vivido su juventud desde que se mudó a Tenerife inmediatamente después de aquella conversación con su padre, en la que él, con una tristeza y resignación desconocidas, cedió ante el chantaje de su única hija. Allí, en esa casa, hizo el amor por primera vez y fue con Pablo, el rubito a quien no llegó a besar en la que no llegó a ser su fiesta de dieciséis años, pero con el que empezó a salir al poco de empezar la carrera de Letras en la Universidad de La Laguna, tres años después. Nunca podría olvidar esa tarde de la primavera del 48, sus tíos y sus primas de viaje en la Península y la llamada telefónica, quebrando el letargo laxo del amor, para escupir la brutal noticia: accidente en una carretera de montaña, los cuatro muertos en el acto.
El entierro fue en La Palma y Pilar se refugió en sus abuelos, ya muy mayores pero siempre con los brazos abiertos, sin preguntarle por qué no se alojaba con su padre, como si intuyeran la magnitud del odio doloroso que embargaba a la chica. Apenas hubo unas mínimas conversaciones entre padre e hija para arreglar los asuntos prácticos. Pilar era menor de edad y, además, mujer soltera; doblemente incapaz en la España de la posguerra para ser dueña de su vida y menos aun de ningún patrimonio. Sin embargo, aunque su padre fue designado el tutor legal, quedó claro en la familia que la casona santacrucera era propiedad de la joven. Al fin y al cabo había sido adquirida por los abuelos palmeros como regalo de bodas de su hija mayor, de la misma forma que pocos años después le habían regalado a la pequeña la de la calle Real en la que viviría y moriría con ese hombre que Pilar tenía que aceptar como padre. Justo era pues que, ya que no sería decoroso expulsar al vasco y su segunda mujer (como a veces fantaseaba la imaginación vengativa de Pilar), ella obtuviera la propiedad de la vivienda tinerfeña. Y para acallar murmuraciones inconvenientes, pidió a sus abuelos que fueran a vivir con ella los meses que faltaban para la boda con Pablo, un chico de una excelente familia chicharrera (su padre había sido uno de los primeros en apoyar el Alzamiento y gozaba en esos años de varios cargos oficiales que no le quitaban casi tiempo para llevar sus diversos y florecientes negocios) que estaba a punto de licenciarse de abogado.
–Tu padre se casó conmigo porque así lo decidí yo y porque no tenía carácter para enfrentárseme; mi amiga Eva recuerda esas palabras que le dijo su madre a sus diecisiete años, cuando sufría el abandono de quien fue su primer novio. Eva, la verdad, recuerda poco a su padre, que murió cuando ella era muy niña; pero sus tres hermanos mayores le confirman que era Pilar quien mandaba en la casa, la que se ocupaba de poner las reglas y sancionar inflexiblemente sus incumplimientos. Pablo, el primogénito, el que además del nombre heredó el bufete, le contó que el padre se metía con los tres niños en el cuarto grande del semisótano a jugar como uno más, a construir la gran maqueta de un país de fantasía que nunca llegaron a acabar por la que discurría un tren eléctrico que sólo pudo realizar unos contados viajes. En esa casa crecieron los cuatro hermanos, tres chicos muy seguidos y luego una niña desparejada, obligada a inventarse su propio mundo y a defenderse de la protección asfixiante de esa madre tan fuerte, tan severa y tan segura de todo. En fechas cercanas murieron su padre y sus bisabuelos, los palmeros, y fue entonces, a mediados de los sesenta cuando Eva fue por primera vez a La Palma y fue besada casi a escondidas por una pareja de señores mayores. Mi amiga no recuerda mucho el incidente, pero se lo han contado sus hermanos: –Mamá prácticamente echó de la casa de sus abuelos a su padre y a su madrastra. Luego nos juntó a todos y nos dijo que nos dirían que esas personas eran nuestros abuelos pero no deberíamos creerlo, pues eran malos.
Eva estaba en el último año del bachillerato, preparando los exámenes finales (así que era hacia mayo de 1976) cuando una tarde apareció una señora mayor a la puerta de La Pureza y le dijo que era su abuela de La Palma y que si podía hablar con ella. Eva, pese al silencio de su madre, sabía quién era y que no debía hablar con ella, pero la prohibición nunca explícita era un motivo más para aceptar tomar un café con esa desconocida, si es que no hubiera bastado con la natural curiosidad de la adolescente. Mercedes le contó que su abuelo, el vasco que se había asentado en La Palma, acababa de morir, que tenía que saber que siempre había querido muchísimo a su hija y que había sufrido muchísimo por el odio de Pilar, por su empeño en apartarlo de su vida, en no dejarle ver a sus nietos. –Nosotros ya no pudimos tener hijos, dijo Mercedes esa tarde, sus ojos llorosos; así que imagínate cuánto nos dolió el odio y el apartamiento de tu madre, sí, a mí también, ya lo entenderás algún día, pequeña ... Y esa señora alargó sus manos huesudas y apretó las de Eva, mientras gruesos lagrimones le corrían el maquillaje. Al final las dos mujeres, la setentona y la dieciseisañera, se abrazaron y se besaron. Eva le prometió que iría a verla a la Palma, dijera su madre lo que dijera, que además ella procuraría mitigar ese odio que duraba ya tantas décadas. Mercedes le dijo que le escribiría su nueva dirección (había de dejar la casa que era propiedad de Pilar y sólo en usufructo la había habitado el matrimonio) y que confiaba en que pudieran tratarse con cierta frecuencia.
No pudo ser, sin embargo. Eva fue a estudiar a Madrid y los veranos apenas encontró tiempo para saltar a La Palma. Curiosamente, durante esos últimos años de la década de los setenta, fue su madre, Pilar, la que pasaba más tiempo en su isla natal con la excusa de reformar y arreglar la vieja casona de la calle Real. Un día, en los primeros meses de 1980, Eva se enteró de que Mercedes había muerto. Fue su hermano Pablo, el mayor, quien se lo contó en Madrid. Parece que Pilar, por fin, había accedido a encontrarse con Mercedes; ambas tenían que hablar de viejos papeles familiares que había guardado el padre y que ahora conservaba su viuda. Cosas muy graves debieron decirse las dos mujeres en esa charla en la vieja casona porque la anciana sufrió un derrame cerebral y Pilar una especie de ataque histérico. Dos días en coma duró Mercedes, y bastantes más, casi tres meses, hubo de estar internada Pilar en una mezcla de hospital y residencia de reposo para trastornos nerviosos, de la provincia de Cuenca. De allí justamente venía Pablo que era el que se había tenido que ocupar de todo: viajar apresuradamente a La Palma a ocuparse de su madre, amparar entre sus brazos a esa mujer siempre tan fuerte que parecía de pronto un pajarillo asustado, alojarla en un hotel porque se negaba a gritos a volver a la casona de la calle Real (que hubo de cerrar a cal y canto, sin poder indagar lo que había ocurrido entre sus paredes) y, en cuanto fue posible y de acuerdo al consejo generalizado de los médicos, llevarla a la Península a que se curase.
El entierro fue en La Palma y Pilar se refugió en sus abuelos, ya muy mayores pero siempre con los brazos abiertos, sin preguntarle por qué no se alojaba con su padre, como si intuyeran la magnitud del odio doloroso que embargaba a la chica. Apenas hubo unas mínimas conversaciones entre padre e hija para arreglar los asuntos prácticos. Pilar era menor de edad y, además, mujer soltera; doblemente incapaz en la España de la posguerra para ser dueña de su vida y menos aun de ningún patrimonio. Sin embargo, aunque su padre fue designado el tutor legal, quedó claro en la familia que la casona santacrucera era propiedad de la joven. Al fin y al cabo había sido adquirida por los abuelos palmeros como regalo de bodas de su hija mayor, de la misma forma que pocos años después le habían regalado a la pequeña la de la calle Real en la que viviría y moriría con ese hombre que Pilar tenía que aceptar como padre. Justo era pues que, ya que no sería decoroso expulsar al vasco y su segunda mujer (como a veces fantaseaba la imaginación vengativa de Pilar), ella obtuviera la propiedad de la vivienda tinerfeña. Y para acallar murmuraciones inconvenientes, pidió a sus abuelos que fueran a vivir con ella los meses que faltaban para la boda con Pablo, un chico de una excelente familia chicharrera (su padre había sido uno de los primeros en apoyar el Alzamiento y gozaba en esos años de varios cargos oficiales que no le quitaban casi tiempo para llevar sus diversos y florecientes negocios) que estaba a punto de licenciarse de abogado.
–Tu padre se casó conmigo porque así lo decidí yo y porque no tenía carácter para enfrentárseme; mi amiga Eva recuerda esas palabras que le dijo su madre a sus diecisiete años, cuando sufría el abandono de quien fue su primer novio. Eva, la verdad, recuerda poco a su padre, que murió cuando ella era muy niña; pero sus tres hermanos mayores le confirman que era Pilar quien mandaba en la casa, la que se ocupaba de poner las reglas y sancionar inflexiblemente sus incumplimientos. Pablo, el primogénito, el que además del nombre heredó el bufete, le contó que el padre se metía con los tres niños en el cuarto grande del semisótano a jugar como uno más, a construir la gran maqueta de un país de fantasía que nunca llegaron a acabar por la que discurría un tren eléctrico que sólo pudo realizar unos contados viajes. En esa casa crecieron los cuatro hermanos, tres chicos muy seguidos y luego una niña desparejada, obligada a inventarse su propio mundo y a defenderse de la protección asfixiante de esa madre tan fuerte, tan severa y tan segura de todo. En fechas cercanas murieron su padre y sus bisabuelos, los palmeros, y fue entonces, a mediados de los sesenta cuando Eva fue por primera vez a La Palma y fue besada casi a escondidas por una pareja de señores mayores. Mi amiga no recuerda mucho el incidente, pero se lo han contado sus hermanos: –Mamá prácticamente echó de la casa de sus abuelos a su padre y a su madrastra. Luego nos juntó a todos y nos dijo que nos dirían que esas personas eran nuestros abuelos pero no deberíamos creerlo, pues eran malos.
Eva estaba en el último año del bachillerato, preparando los exámenes finales (así que era hacia mayo de 1976) cuando una tarde apareció una señora mayor a la puerta de La Pureza y le dijo que era su abuela de La Palma y que si podía hablar con ella. Eva, pese al silencio de su madre, sabía quién era y que no debía hablar con ella, pero la prohibición nunca explícita era un motivo más para aceptar tomar un café con esa desconocida, si es que no hubiera bastado con la natural curiosidad de la adolescente. Mercedes le contó que su abuelo, el vasco que se había asentado en La Palma, acababa de morir, que tenía que saber que siempre había querido muchísimo a su hija y que había sufrido muchísimo por el odio de Pilar, por su empeño en apartarlo de su vida, en no dejarle ver a sus nietos. –Nosotros ya no pudimos tener hijos, dijo Mercedes esa tarde, sus ojos llorosos; así que imagínate cuánto nos dolió el odio y el apartamiento de tu madre, sí, a mí también, ya lo entenderás algún día, pequeña ... Y esa señora alargó sus manos huesudas y apretó las de Eva, mientras gruesos lagrimones le corrían el maquillaje. Al final las dos mujeres, la setentona y la dieciseisañera, se abrazaron y se besaron. Eva le prometió que iría a verla a la Palma, dijera su madre lo que dijera, que además ella procuraría mitigar ese odio que duraba ya tantas décadas. Mercedes le dijo que le escribiría su nueva dirección (había de dejar la casa que era propiedad de Pilar y sólo en usufructo la había habitado el matrimonio) y que confiaba en que pudieran tratarse con cierta frecuencia.
No pudo ser, sin embargo. Eva fue a estudiar a Madrid y los veranos apenas encontró tiempo para saltar a La Palma. Curiosamente, durante esos últimos años de la década de los setenta, fue su madre, Pilar, la que pasaba más tiempo en su isla natal con la excusa de reformar y arreglar la vieja casona de la calle Real. Un día, en los primeros meses de 1980, Eva se enteró de que Mercedes había muerto. Fue su hermano Pablo, el mayor, quien se lo contó en Madrid. Parece que Pilar, por fin, había accedido a encontrarse con Mercedes; ambas tenían que hablar de viejos papeles familiares que había guardado el padre y que ahora conservaba su viuda. Cosas muy graves debieron decirse las dos mujeres en esa charla en la vieja casona porque la anciana sufrió un derrame cerebral y Pilar una especie de ataque histérico. Dos días en coma duró Mercedes, y bastantes más, casi tres meses, hubo de estar internada Pilar en una mezcla de hospital y residencia de reposo para trastornos nerviosos, de la provincia de Cuenca. De allí justamente venía Pablo que era el que se había tenido que ocupar de todo: viajar apresuradamente a La Palma a ocuparse de su madre, amparar entre sus brazos a esa mujer siempre tan fuerte que parecía de pronto un pajarillo asustado, alojarla en un hotel porque se negaba a gritos a volver a la casona de la calle Real (que hubo de cerrar a cal y canto, sin poder indagar lo que había ocurrido entre sus paredes) y, en cuanto fue posible y de acuerdo al consejo generalizado de los médicos, llevarla a la Península a que se curase.
Carole Alston - Nobody Knows When You're Down and Out (For my Sisters, 2007)
No tardes en poner el resto.
ResponderEliminarBromeaba un crítico del cine que en los '40 las heroínas que tenían sexo se morían. "La que coje, muere" parecía la consigna.
ResponderEliminarLa historia de esta señorita a la que se le mueren los tíos y primos es una vuelta de tuerca aún más terrorífica
errata: quise poner coger.
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