El largo fin de semana de Reyes de 1983, dos parejas jovencitas, de veintipico, nos alojamos en la casa semiabandonada de la familia de Paloma, la chica con la que yo salía en ese tiempo. La casa estaba en Anguix, un pueblecito minúsculo de la provincia de Guadalajara, perteneciente al municipio de Sayatón, junto al Alto Tajo alcarreño. Según nos contó Paloma (así se llamaba mi chica) ese caserío no era propiamente un pueblo, sino una finca propiedad de una familia rica de alguna villa cercana cuyo nombre he olvidado. Allí había pasado su infancia, correteando con su hermano y los otros pocos niños del pueblo por la calle principal y casi única, la antigua carretera, hasta que el padre se cansó de cultivar una tierra ajena y consiguió una portería en Alcalá de Henares. Aún así, siguieron conservando las llaves de la casa, que era suya sin serlo, y por eso, ese enero frío como no recuerdo otro, nos propuso ir a pasar unos días, y pasear por el espectacular paisaje del Tajo y sus meandros, escalar hasta el ruinoso castillo medieval y acostarnos tiritando tras haber planchado las camas por dentro, con ladrillos previamente dejados al fuego de la chimenea.
Paloma era secretaria en el estudio de urbanismo en el que yo trabajaba desde hacía un año. Nos enrollamos la noche del veintiocho de octubre del 82, fecha electoral, después de haber estado no sé cuantas horas celebrando el triunfo socialista por el centro de Madrid. Así que para el viaje a su pueblo de infancia llevábamos poco más de dos meses saliendo y tampoco seguimos juntos mucho más tiempo, algo más de un mes, creo recordar. Nuestra relación fue para ambos una vivencia transicional, para cada uno el clavo que saca otro clavo; a mí me había dejado una chiquita de la que estuve muy enamorado (aunque estuviera loca de atar) y ella salía también de una historia bastante pasional. O sea que nos vinimos bien, en plan tranquilo, ternuras cariñosas sin arrebatos violentos y la cosa duró lo que duró, para acabar tan amigos; tampoco tanto, pero no por ningún mal rollo, sino porque ella se despidió del estudio y poco después también yo me fui. Lo cierto es que no he vuelto a verla desde entonces y en todos estos años (¡veintiocho!) apenas la he recordado.
Estas navidades, uno de los muchos sms de felicitación que me llegaron provenía de un compañero de aquellos años, con el que he seguido manteniendo contactos, si bien muy escasos y ocasionales. Me vino un cierto achuchón nostálgico y, aprovechando que estaba en Madrid, lo llamé para que nos tomáramos unas cañas juntos. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos en persona (presencialmente, se dice ahora) y casi no lo reconozco de lo mucho que se ha avejentado; tiene unos diez años más que yo, pero su deterioro físico no es para nada el que corresponde a su edad. Más que probablemente, gran parte del estropicio se debe a su afición alcohólica, como tuve ocasión de verificar esa tarde madrileña. La cosa es que hube de soportar unas horas largas de desahogo depresivo-melancólico, intercalado con altisonantes declaraciones emotivas y fantasiosos proyectos de futuro. Muy triste, la verdad, máxime teniendo en cuenta que mi amigo fue, en sus buenos tiempos, una de las mejores cabezas del urbanismo español y mi primer mentor en esta disciplina.
Uno de los patéticos y deslabazados relatos que Miguel (vamos a llamarlo así) me contó de su biografía fue el de su divorcio. Yo había conocido a Lila, su mujer, y a sus dos hijos, en la primera mitad de los ochenta. Luego, ya viviendo en Tenerife, me enteré por una amiga común (la única de aquellos años y entorno que sigo tratando con frecuencia) de la separación y, aunque no me dio muchos detalles, sí me dijo que no había sido nada amigable y que el hombre salió muy traumatizado. Lo que no sabía es que la causa de la ruptura había sido Paloma, la muchacha con la que pasé ese fin de semana de Reyes en el caserío alcarreño. Miguel ignoraba mi breve relación y por eso, cuando me contaba su historia, dudaba de que yo me acordara de “aquella chica tan mona que trabajaba en la oficina de urbanismo en la que ambos coincidimos”. Sorprendido por la inesperada aparición de Paloma, intenté que mi expresión de asombro pasara por gestos de esfuerzos memorísticos y le animé a que rematara el cuento que, si no fuera por el interés personal que me había despertado, no pasaría de ser más que un vulgar episodio de encoñamiento con catastróficos resultados conyugales.
Por lo que saqué en claro, los hechos ocurrieron hacia el 87. Miguel pasaba por esas fechas temporadas más o menos largas en Valencia, trabajando en la redacción del Plan General de un municipio del entorno metropolitano. Una noche, de copas por el casco viejo, se topó con Paloma, tontearon, volvieron a quedar y acabaron enrollados. Así, durante casi un año, el bueno de Miguel (porque para nada daba el tipo del ligón echao p'alante) vivía en Madrid con Lila y sus dos hijos y en Valencia con Paloma. En la Meseta era el señor serio y responsable que todos conocían y en el Mediterráneo follaba como no lo había hecho en su vida y se enganchaba al cuerpo y alma de Paloma como si de la droga más adictiva se tratase. Durante esos meses, me contó, la relación conyugal fue irremediablemente deteriorándose, pero sin que llegara a declararse ninguna crisis; simplemente, la convivencia se agrisó y, desde luego, la actividad sexual decayó hasta casi desaparecer. No se sabe lo que pensaría, sentiría o sospecharía Lila, pero la ruptura no vino porque ella descubriera el enredo, sino por la confesión del propio Miguel.
Según mi amigo, Paloma estaba con él para ver qué le sacaba, cuánto podía aprovecharse. Por muy encoñado que estuviera, que lo estaba –me dijo– yo me daba cuenta, pero no me importaba y más de una vez, sobre todo en los últimos meses, le prometí que iba a dejar a mi mujer para casarme con ella. Ella fingía indiferencia pero cuando, después de una estancia en Madrid, volvía a Valencia y le contaba que no había tenido ocasión (ni redaños) para hablar con Lila, Miguel notaba que la chica no podía evitar que se notara su enfado. Lo irónico es que fue mi amigo quien le presentó al que sería, sólo unos días después, el causante del fin de su aventura. Era un francés que estaba forrado, creo que era incluso de familia aristocrática –me comentó–, al que había conocido en las negociaciones para la reclasificación de unos terrenos, pues representaba a un grupo inmobiliario europeo con ganas de invertir en futuros apartamentos turísticos. Al francés le gustó Paloma y a Paloma le gustó el francés (o lo consideró mejor apuesta, según mi amigo) y Miguel se quedó arramblado en la cuneta sentimental, con tan tremendas penas de amor que no se le ocurrió otra idea que desahogarse con su mujercita, quien (era previsible) lo mandó a freír espárragos. Meses más tarde, los que tardó en desintoxicarse, Miguel rogó a Lila que le dejase volver pero, claro, fue que no y ya se puso a transitar la cuesta abajo que, en términos generales, han sido los últimos veinte años de su vida.
Y de Paloma … ¿qué? Pues casi nada sabía Miguel. Creía, sin poder asegurarlo, que su relación con el francés había cuajado y que la antigua mecanógrafa hija de unos aparceros alcarreños se habría convertido en una encopetada dama de la alta sociedad francesa. Quizá sí, o quizá no, pero para acabar la historia diré que este fin de semana, recordando la conversación de estas navidades y el viaje de aquel fin de semana largo de hace veintiocho años, me puse a hurgar por Internet y … Resulta que me entero de que hacia los primeros años de la década pasada, las dos fincas rústicas que incluían el caserío de Anguix, así como el castillo situado en un roquedal que se asoma al Tajo, fueron vendidas a un francés de sangre noble por tres mil millones de pesetas y que a continuación se valló la propiedad para organizar cacerías para visitantes selectos que llegan en helicóptero. Un grupo ecologista denuncia que en los últimos años se han construido varios edificios, algunos casi pegados al Tajo, se ha prohibido el acceso al castillo (declarado monumento) así como el tránsito por la orilla del río, cuyos primeros cinco metros parece que son de dominio público. La noticia no es demasiado original; no se trata desde luego de la primera finca rústica comprada por inversores extranjeros y dedicada a coto de caza para ricos. Pero supongo que se entiende que me haya resultado inquietante. A ver si en un próximo viaje a la Península me doy un salto por esos parajes.
Paloma era secretaria en el estudio de urbanismo en el que yo trabajaba desde hacía un año. Nos enrollamos la noche del veintiocho de octubre del 82, fecha electoral, después de haber estado no sé cuantas horas celebrando el triunfo socialista por el centro de Madrid. Así que para el viaje a su pueblo de infancia llevábamos poco más de dos meses saliendo y tampoco seguimos juntos mucho más tiempo, algo más de un mes, creo recordar. Nuestra relación fue para ambos una vivencia transicional, para cada uno el clavo que saca otro clavo; a mí me había dejado una chiquita de la que estuve muy enamorado (aunque estuviera loca de atar) y ella salía también de una historia bastante pasional. O sea que nos vinimos bien, en plan tranquilo, ternuras cariñosas sin arrebatos violentos y la cosa duró lo que duró, para acabar tan amigos; tampoco tanto, pero no por ningún mal rollo, sino porque ella se despidió del estudio y poco después también yo me fui. Lo cierto es que no he vuelto a verla desde entonces y en todos estos años (¡veintiocho!) apenas la he recordado.
Estas navidades, uno de los muchos sms de felicitación que me llegaron provenía de un compañero de aquellos años, con el que he seguido manteniendo contactos, si bien muy escasos y ocasionales. Me vino un cierto achuchón nostálgico y, aprovechando que estaba en Madrid, lo llamé para que nos tomáramos unas cañas juntos. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos en persona (presencialmente, se dice ahora) y casi no lo reconozco de lo mucho que se ha avejentado; tiene unos diez años más que yo, pero su deterioro físico no es para nada el que corresponde a su edad. Más que probablemente, gran parte del estropicio se debe a su afición alcohólica, como tuve ocasión de verificar esa tarde madrileña. La cosa es que hube de soportar unas horas largas de desahogo depresivo-melancólico, intercalado con altisonantes declaraciones emotivas y fantasiosos proyectos de futuro. Muy triste, la verdad, máxime teniendo en cuenta que mi amigo fue, en sus buenos tiempos, una de las mejores cabezas del urbanismo español y mi primer mentor en esta disciplina.
Uno de los patéticos y deslabazados relatos que Miguel (vamos a llamarlo así) me contó de su biografía fue el de su divorcio. Yo había conocido a Lila, su mujer, y a sus dos hijos, en la primera mitad de los ochenta. Luego, ya viviendo en Tenerife, me enteré por una amiga común (la única de aquellos años y entorno que sigo tratando con frecuencia) de la separación y, aunque no me dio muchos detalles, sí me dijo que no había sido nada amigable y que el hombre salió muy traumatizado. Lo que no sabía es que la causa de la ruptura había sido Paloma, la muchacha con la que pasé ese fin de semana de Reyes en el caserío alcarreño. Miguel ignoraba mi breve relación y por eso, cuando me contaba su historia, dudaba de que yo me acordara de “aquella chica tan mona que trabajaba en la oficina de urbanismo en la que ambos coincidimos”. Sorprendido por la inesperada aparición de Paloma, intenté que mi expresión de asombro pasara por gestos de esfuerzos memorísticos y le animé a que rematara el cuento que, si no fuera por el interés personal que me había despertado, no pasaría de ser más que un vulgar episodio de encoñamiento con catastróficos resultados conyugales.
Por lo que saqué en claro, los hechos ocurrieron hacia el 87. Miguel pasaba por esas fechas temporadas más o menos largas en Valencia, trabajando en la redacción del Plan General de un municipio del entorno metropolitano. Una noche, de copas por el casco viejo, se topó con Paloma, tontearon, volvieron a quedar y acabaron enrollados. Así, durante casi un año, el bueno de Miguel (porque para nada daba el tipo del ligón echao p'alante) vivía en Madrid con Lila y sus dos hijos y en Valencia con Paloma. En la Meseta era el señor serio y responsable que todos conocían y en el Mediterráneo follaba como no lo había hecho en su vida y se enganchaba al cuerpo y alma de Paloma como si de la droga más adictiva se tratase. Durante esos meses, me contó, la relación conyugal fue irremediablemente deteriorándose, pero sin que llegara a declararse ninguna crisis; simplemente, la convivencia se agrisó y, desde luego, la actividad sexual decayó hasta casi desaparecer. No se sabe lo que pensaría, sentiría o sospecharía Lila, pero la ruptura no vino porque ella descubriera el enredo, sino por la confesión del propio Miguel.
Según mi amigo, Paloma estaba con él para ver qué le sacaba, cuánto podía aprovecharse. Por muy encoñado que estuviera, que lo estaba –me dijo– yo me daba cuenta, pero no me importaba y más de una vez, sobre todo en los últimos meses, le prometí que iba a dejar a mi mujer para casarme con ella. Ella fingía indiferencia pero cuando, después de una estancia en Madrid, volvía a Valencia y le contaba que no había tenido ocasión (ni redaños) para hablar con Lila, Miguel notaba que la chica no podía evitar que se notara su enfado. Lo irónico es que fue mi amigo quien le presentó al que sería, sólo unos días después, el causante del fin de su aventura. Era un francés que estaba forrado, creo que era incluso de familia aristocrática –me comentó–, al que había conocido en las negociaciones para la reclasificación de unos terrenos, pues representaba a un grupo inmobiliario europeo con ganas de invertir en futuros apartamentos turísticos. Al francés le gustó Paloma y a Paloma le gustó el francés (o lo consideró mejor apuesta, según mi amigo) y Miguel se quedó arramblado en la cuneta sentimental, con tan tremendas penas de amor que no se le ocurrió otra idea que desahogarse con su mujercita, quien (era previsible) lo mandó a freír espárragos. Meses más tarde, los que tardó en desintoxicarse, Miguel rogó a Lila que le dejase volver pero, claro, fue que no y ya se puso a transitar la cuesta abajo que, en términos generales, han sido los últimos veinte años de su vida.
Y de Paloma … ¿qué? Pues casi nada sabía Miguel. Creía, sin poder asegurarlo, que su relación con el francés había cuajado y que la antigua mecanógrafa hija de unos aparceros alcarreños se habría convertido en una encopetada dama de la alta sociedad francesa. Quizá sí, o quizá no, pero para acabar la historia diré que este fin de semana, recordando la conversación de estas navidades y el viaje de aquel fin de semana largo de hace veintiocho años, me puse a hurgar por Internet y … Resulta que me entero de que hacia los primeros años de la década pasada, las dos fincas rústicas que incluían el caserío de Anguix, así como el castillo situado en un roquedal que se asoma al Tajo, fueron vendidas a un francés de sangre noble por tres mil millones de pesetas y que a continuación se valló la propiedad para organizar cacerías para visitantes selectos que llegan en helicóptero. Un grupo ecologista denuncia que en los últimos años se han construido varios edificios, algunos casi pegados al Tajo, se ha prohibido el acceso al castillo (declarado monumento) así como el tránsito por la orilla del río, cuyos primeros cinco metros parece que son de dominio público. La noticia no es demasiado original; no se trata desde luego de la primera finca rústica comprada por inversores extranjeros y dedicada a coto de caza para ricos. Pero supongo que se entiende que me haya resultado inquietante. A ver si en un próximo viaje a la Península me doy un salto por esos parajes.
Alaska y Dinarama - Deseo Carnal (Deseo Carnal, 1984)
Te cuidado, ya sabes lo que hizo la curiosidad con el gato, ese acercamiento a Paloma no te puede traer nada bueno ... ¿o sí?.
ResponderEliminarMe ha encantado, todos se comprende desde la distancia de los años. Lo siento por Miguel, que nunca supo estar solo.
ResponderEliminarDas por supuesto que el 'apropiador' de Paloma y del predio inmobiliario es el mismo francés, y hete aquí a uestro Miroslav dispuesto a emprender su propia Guerra de la Independencia. No sé, tu post me encanta, pero contiene lo que yo y Nabokov llamamo una 'verdad buñuelo o rosquilla' (sólo la verdad, toda la verdad,y un gran agujero en la verdad...)
ResponderEliminarNo, Lansky, no doy por supuesto que se trate del mismo francés; simplemente hago notar lo inquietante de la coincidencia de la nacionalidad del comprador de esas dos fincas rústicas alcarreñas. Incluso te diré, que más que emprender ninguna "guerra", casi prefiero no hacer más averiguaciones, que la incógnita se mantenga; es más poético.
ResponderEliminarDe otra parte, alabo tu perspicacia. Este post combina verdades y mentiras, pero ya sabes que lo importante es la verosimilitud.
Lo que dije en otro post: los familiares son los que más me gustan... Siempre te puedes identificar con la historia, o al menos con parte de ella.
ResponderEliminarAquí, además, hay hasta argumento para una novela.
Para mi está clarísimo que el francés de Paloma es el que ha comprado la finca ¡Si no no tiene gracia la historia! Y me propongo acercarme por Anguix en cuanto pueda a ver qué se puede fisgar por allí.
ResponderEliminarBueno, Miroslav, vuelvo al redil tras larga ausencia. Aunque sea con retraso, Feliz 2011
No, Miroslav, no vuelvas a ese lugar. Habrá perdido el encanto de aquel entonces.
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