Ahora ya qué importa y sin embargo hasta muerto me sacuden escalofríos de emoción cuando recuerdo esos dos momentos, maldita sea.
Mil novecientos sesenta y tres. Me llamo Augusto Rusconi y he ido a Roma por encargo de mi padre, un industrial boloñés, para conseguir un permiso de fabricación en el Ministerio. Pero lo que de verdad me impulsa a darme esta paliza de viaje, ya bastante repetido gracias a la ineficiencia de la burocracia italiana, es ver a Mara, acariciar a Mara, besar a Mara, hacer el amor con Mara. Mara, Maaaara, la mujer más preciosa del mundo, un rostro bellísimo, un cuerpo que me hace enloquecer.
Mara es una prostituta, pero no una puta cualquiera, no, cuidadito. Sólo atiende a unos pocos clientes, muy selectos dice ella. Hasta es un honor que me reciba, aunque a veces siento celos de esos otros y me digo de llevármela a Bolonia. En fin, cosas que pienso, que pensaba; era un joven encoñado hasta el tuétano. Pero cómo no enamorarse de esa mujer, si a todos les ocurría. En ese viaje, por ejemplo, el que ahora recuerdo, le tocó el turno al chavalillo seminarista que estaba de visita en la casa de sus abuelos, cuya terraza lindaba con la de Mara.
En Piazza Navona, ahí estaba la casa de Mara. Pocos lugares más bellos hay en el mundo, como este antiguo estadio, con sus tres fuentes y yo, ya se sabe, de fuentes entiendo, que cuatro años antes en la de Trevi con la diosa rubia … Pero nada que ver Anita con Sophia, con Mara entonces, mil veces mejor la romana, con esos ojos, esa fuerza, esas curvas … A borbotones me bullían las hormonas y lo mismo le ocurrió al futuro cura que fue verla, unos ligeros coqueteos de ella y, hala, a querer colgar la sotana para desesperación de la nonna, esa vieja estupenda que era Tina Pica. Y Mara, con su buen corazón, que se apiada y se presta a desengañar al muchacho, a convencerlo para que vuelva al seminario. Y lo consigue, vaya si lo consigue.
Tan contenta estaba cuando los abuelitos y el nieto, todo él enfundado en su hábito de cuervo, se subían al autobús para Agnani … Hasta yo estaba contento, que por fin me libraba de esos pesados y me quedaba a solas con Mara. Y ella por fin parecía dispuesta a compensarme los sinsabores de los días anteriores, tanto los suyos como los del cabrón de mi padre siempre echándome la bronca por el teléfono, y pone en el tocadiscos el Abat-jour, esa vieja canción de los cuarenta que se había vuelto a poner de moda (Abat-jour che diffondi la luce blu, di Lasso tu sospiri, chissà perchè …) y, sonriente, comienza el strip-tease más sensacional que jamás se ha visto.
Yo sentadito en la cama mientras esa maravilla se va desvistiendo. Gruño, ladro, aullo de entusiasmo mientras ella, muy despacio, sin dejar de mirarme, se va quitando una media (qué pierna), la otra (que me la lanza), el portaligas (los ojos se me ponen como platos), el corpiño (sudo frenéticamente) … Entonces, cuando sólo quedan el sujetador y las bragas, se da la espalda, se va a desabrochar el sostén y de pronto … ¡No podemos, Augus! Tendremos que esperar una semana. ¡¡¡¿Cómo?!!! Y es que le había prometido a San Mauricio pasar una semana sin ejercer el oficio si el chico volvía al seminario. Así que nada, no hubo manera, y no sólo eso sino que hasta se empeñó en que rezáramos unos padrenuestros de agradecimiento ahí mismo, frente al altarcito que había montado en su dormitorio. Yo, que he sido ateo desde siempre.
Mil novecientos sesenta y tres. Me llamo Augusto Rusconi y he ido a Roma por encargo de mi padre, un industrial boloñés, para conseguir un permiso de fabricación en el Ministerio. Pero lo que de verdad me impulsa a darme esta paliza de viaje, ya bastante repetido gracias a la ineficiencia de la burocracia italiana, es ver a Mara, acariciar a Mara, besar a Mara, hacer el amor con Mara. Mara, Maaaara, la mujer más preciosa del mundo, un rostro bellísimo, un cuerpo que me hace enloquecer.
Mara es una prostituta, pero no una puta cualquiera, no, cuidadito. Sólo atiende a unos pocos clientes, muy selectos dice ella. Hasta es un honor que me reciba, aunque a veces siento celos de esos otros y me digo de llevármela a Bolonia. En fin, cosas que pienso, que pensaba; era un joven encoñado hasta el tuétano. Pero cómo no enamorarse de esa mujer, si a todos les ocurría. En ese viaje, por ejemplo, el que ahora recuerdo, le tocó el turno al chavalillo seminarista que estaba de visita en la casa de sus abuelos, cuya terraza lindaba con la de Mara.
En Piazza Navona, ahí estaba la casa de Mara. Pocos lugares más bellos hay en el mundo, como este antiguo estadio, con sus tres fuentes y yo, ya se sabe, de fuentes entiendo, que cuatro años antes en la de Trevi con la diosa rubia … Pero nada que ver Anita con Sophia, con Mara entonces, mil veces mejor la romana, con esos ojos, esa fuerza, esas curvas … A borbotones me bullían las hormonas y lo mismo le ocurrió al futuro cura que fue verla, unos ligeros coqueteos de ella y, hala, a querer colgar la sotana para desesperación de la nonna, esa vieja estupenda que era Tina Pica. Y Mara, con su buen corazón, que se apiada y se presta a desengañar al muchacho, a convencerlo para que vuelva al seminario. Y lo consigue, vaya si lo consigue.
Tan contenta estaba cuando los abuelitos y el nieto, todo él enfundado en su hábito de cuervo, se subían al autobús para Agnani … Hasta yo estaba contento, que por fin me libraba de esos pesados y me quedaba a solas con Mara. Y ella por fin parecía dispuesta a compensarme los sinsabores de los días anteriores, tanto los suyos como los del cabrón de mi padre siempre echándome la bronca por el teléfono, y pone en el tocadiscos el Abat-jour, esa vieja canción de los cuarenta que se había vuelto a poner de moda (Abat-jour che diffondi la luce blu, di Lasso tu sospiri, chissà perchè …) y, sonriente, comienza el strip-tease más sensacional que jamás se ha visto.
Yo sentadito en la cama mientras esa maravilla se va desvistiendo. Gruño, ladro, aullo de entusiasmo mientras ella, muy despacio, sin dejar de mirarme, se va quitando una media (qué pierna), la otra (que me la lanza), el portaligas (los ojos se me ponen como platos), el corpiño (sudo frenéticamente) … Entonces, cuando sólo quedan el sujetador y las bragas, se da la espalda, se va a desabrochar el sostén y de pronto … ¡No podemos, Augus! Tendremos que esperar una semana. ¡¡¡¿Cómo?!!! Y es que le había prometido a San Mauricio pasar una semana sin ejercer el oficio si el chico volvía al seminario. Así que nada, no hubo manera, y no sólo eso sino que hasta se empeñó en que rezáramos unos padrenuestros de agradecimiento ahí mismo, frente al altarcito que había montado en su dormitorio. Yo, que he sido ateo desde siempre.
Pasan treinta años y ahora no es Roma, sino París, y no un piso en Piazza Navona sino una lujosa habitación del Grand Hotel de París. Ahora me llamo Sergio y soy un viejo que escapó de Italia casi nada más casarse con la hermosa Isabella, por motivos políticos. Era comunista y tuve que ir a refugiarme a Rusia y llego a Moscú justo cuando se muere Stalin (sí, ya sé que eso es diez años de mi anterior episodio, pero tampoco se trata de ser demasiado preciso) y todo el lío subsiguiente … Total que entre una cosa y otra no puedo contactar con mi jovencísima esposa, pero la sigo amando, siempre la he amado (¿cómo no amarla?), y un día me entero de que se ha casado (ah, bígama) con Olivier de la Fontaine (las fuentes, las fuentes me persiguen), el mandamás de la moda parisina.
Resulta que yo, Sergio, que soy sastre, poco a poco me he ido ganando un nombre en Rusia. Cuánto cosí en los primeros años, las telas apoyadas en la cama que ocupaba casi toda la superficie de la miserable habitación donde vivía. Luego, el boca a boca fue corriendo entre los camaradas y algunos jefecillos del PCUS empezaron a encargarme trajes y así, poco a poco, hasta hacerme un nombre en Moscú. Luego, tras el derrumbe y con los nuevos ricos dejé de ser un sastre y pasé a ser diseñador y hasta recibo una invitación del todopoderoso Olivier de la Fontaine para asistir a la semana de la moda parisina. Ya estoy muy mayor para ridiculear con todos esos superfluos arribistas, pero quiero ir, querría ver a Isabella antes de morir, confesarle que la he seguido amando. Así que escribo a su marido que hemos de vernos en privado por un asunto delicado relacionado con su mujer y que nos encontraremos en el Charles De Gaulle a la llegada del vuelo de Moscú y que nos reconoceremos porque ambos llevaremos una espantosa corbata turquesa con gatitos que le adjunto en mi envío.
Sí, nos encontramos y, como no ha desayunado, se compra un sandwich de jamón y nos metemos en su limusina y sólo hemos hablado vaguedades cuando el coche queda atrapado en un inmenso atasco ya en el centro, y el gran hombre ordena al chófer que se baje a ver qué pasa, y justo entonces, él y yo solos, se atraganta, tose desesperado, se asfixia sin que yo sepa qué hacer para ayudarlo, hasta que finalmente, catapún, se ha muerto. ¿Y qué hago yo ahora? Estoy asustado, así que lo mejor, largarse. Zigzagueo entre los coches parados y en eso el chófer que de vuelta a la limusina ha descubierto al patrón difunto grita que me detengan (a ése, es un asesino) y yo me asusto más y corro mientras los fotógrafos de moda que por ahí pululan me disparan instantáneas que serán inútiles para identificarme y llego hasta el muro del Sena y no queda otra, me digo, me subo y salto al río. Luego dirán en las noticias que el asesino o se ha ahogado o envenenado con las aguas contaminadas.
Naturalmente, no me morí (aún me quedaban dos años y cinco películas), sino que emergí de las aguas y me colé en el Grand Hotel, robé ropa a dos huéspedes y hasta conseguí colarme en una habitación, aprovechándome del romance de dos americanos. Y, por fin, me presenté ante Isabella, quien del susto se desmaya y he de desaparecer discretamente, pero la segunda vez ya podemos hablar en medio de la multitud y darnos una cita para el día siguiente. Y nos vemos a solas y hablamos y sé que me sigue amando, que me ve de nuevo con los ojos de hace cuarenta años (sí, ya sé que eran treinta, pero es que no hace falta ser demasiado preciso) y a mí no me hace falta viajar al pasado porque sigue preciosa, ¿cómo puede estar tan estupenda una señora de sesenta años?
De esta forma llega el remake, la segunda oportunidad, el cartero que siempre llama dos veces … Los dos juntos en mi habitación, yo me abalanzo sobre ella, Isabella, Mara, Sophia … Ella se ríe, se resiste en broma; en unos minutos los dos nos hemos embutido los albornoces del hotel y suena, así tenía que ser, Abat-jour, como entonces. De nuevo la abrazo y ella vuelve a negárseme, por favor, Sergio, me dice, ve a la cama, ¿acaso no te acuerdas? ¿Acordarme? ¿Cómo no iba a acordarme? Corro a sentarme sobre la cama e Isabella, sinuosa, se abre el albornoz y la veo de nuevo, ese espectacular cuerpo en un corpiño negro, con las medias, las ligas, los zapatos de tacón … Aullo entusiasmado, y ella sonríe, se acerca a la cama, sube la perna derecha y desliza la media hasta abajo, se la quita y me la lanza, la cojo y me deslizo hasta echarme; ahora la pierna izquierda, la segunda media que también sale y muestra en alto, vencida, como un trofeo que me regala, reconozco que se me dibuja en la cara un sonrisa de viejo baboso, estoy en la gloria. Y tanto que estoy en la gloria, han sido demasiadas emociones y al cuerpo, maldita sea, no le da la gana permitirme otra más, la más sublime, la más ansiada. Isabella me da la espalda para soltarse el portaligas y al volverse con él en la mano la sonrisa se le hiela al verme dormido, al oír mis ronquidos satisfechos. ¡Peccato!
Resulta que yo, Sergio, que soy sastre, poco a poco me he ido ganando un nombre en Rusia. Cuánto cosí en los primeros años, las telas apoyadas en la cama que ocupaba casi toda la superficie de la miserable habitación donde vivía. Luego, el boca a boca fue corriendo entre los camaradas y algunos jefecillos del PCUS empezaron a encargarme trajes y así, poco a poco, hasta hacerme un nombre en Moscú. Luego, tras el derrumbe y con los nuevos ricos dejé de ser un sastre y pasé a ser diseñador y hasta recibo una invitación del todopoderoso Olivier de la Fontaine para asistir a la semana de la moda parisina. Ya estoy muy mayor para ridiculear con todos esos superfluos arribistas, pero quiero ir, querría ver a Isabella antes de morir, confesarle que la he seguido amando. Así que escribo a su marido que hemos de vernos en privado por un asunto delicado relacionado con su mujer y que nos encontraremos en el Charles De Gaulle a la llegada del vuelo de Moscú y que nos reconoceremos porque ambos llevaremos una espantosa corbata turquesa con gatitos que le adjunto en mi envío.
Sí, nos encontramos y, como no ha desayunado, se compra un sandwich de jamón y nos metemos en su limusina y sólo hemos hablado vaguedades cuando el coche queda atrapado en un inmenso atasco ya en el centro, y el gran hombre ordena al chófer que se baje a ver qué pasa, y justo entonces, él y yo solos, se atraganta, tose desesperado, se asfixia sin que yo sepa qué hacer para ayudarlo, hasta que finalmente, catapún, se ha muerto. ¿Y qué hago yo ahora? Estoy asustado, así que lo mejor, largarse. Zigzagueo entre los coches parados y en eso el chófer que de vuelta a la limusina ha descubierto al patrón difunto grita que me detengan (a ése, es un asesino) y yo me asusto más y corro mientras los fotógrafos de moda que por ahí pululan me disparan instantáneas que serán inútiles para identificarme y llego hasta el muro del Sena y no queda otra, me digo, me subo y salto al río. Luego dirán en las noticias que el asesino o se ha ahogado o envenenado con las aguas contaminadas.
Naturalmente, no me morí (aún me quedaban dos años y cinco películas), sino que emergí de las aguas y me colé en el Grand Hotel, robé ropa a dos huéspedes y hasta conseguí colarme en una habitación, aprovechándome del romance de dos americanos. Y, por fin, me presenté ante Isabella, quien del susto se desmaya y he de desaparecer discretamente, pero la segunda vez ya podemos hablar en medio de la multitud y darnos una cita para el día siguiente. Y nos vemos a solas y hablamos y sé que me sigue amando, que me ve de nuevo con los ojos de hace cuarenta años (sí, ya sé que eran treinta, pero es que no hace falta ser demasiado preciso) y a mí no me hace falta viajar al pasado porque sigue preciosa, ¿cómo puede estar tan estupenda una señora de sesenta años?
De esta forma llega el remake, la segunda oportunidad, el cartero que siempre llama dos veces … Los dos juntos en mi habitación, yo me abalanzo sobre ella, Isabella, Mara, Sophia … Ella se ríe, se resiste en broma; en unos minutos los dos nos hemos embutido los albornoces del hotel y suena, así tenía que ser, Abat-jour, como entonces. De nuevo la abrazo y ella vuelve a negárseme, por favor, Sergio, me dice, ve a la cama, ¿acaso no te acuerdas? ¿Acordarme? ¿Cómo no iba a acordarme? Corro a sentarme sobre la cama e Isabella, sinuosa, se abre el albornoz y la veo de nuevo, ese espectacular cuerpo en un corpiño negro, con las medias, las ligas, los zapatos de tacón … Aullo entusiasmado, y ella sonríe, se acerca a la cama, sube la perna derecha y desliza la media hasta abajo, se la quita y me la lanza, la cojo y me deslizo hasta echarme; ahora la pierna izquierda, la segunda media que también sale y muestra en alto, vencida, como un trofeo que me regala, reconozco que se me dibuja en la cara un sonrisa de viejo baboso, estoy en la gloria. Y tanto que estoy en la gloria, han sido demasiadas emociones y al cuerpo, maldita sea, no le da la gana permitirme otra más, la más sublime, la más ansiada. Isabella me da la espalda para soltarse el portaligas y al volverse con él en la mano la sonrisa se le hiela al verme dormido, al oír mis ronquidos satisfechos. ¡Peccato!
PS: Hay muchas escenas célebres de strip-teases cinematográficos pero, de todas las que he visto (y son bastantes), me quedo sin dudarlo con la de la Sophia Loren de veintinueve años que bajo las órdenes de De Sica se exhibe ante Mastroianni en Ieri, Oggi, Domani (1963) y también con su remake irónico bajo la batuta de Robert Altman en Prêt à Porter, rodada treinta y un años después. Por poner como ejemplo a otra actriz de esta última peli, la Loren le da mil vueltas a Kim Bassinger (que no es que esté nada mal, conste) en su strip de Nueve Semanas y Media, rodado en el 86 y descaradamente influido por el de la prostituta romana. Podría seguir comparando con otras escenas similares y Sophia seguiría ocupando el primer puesto, seguro ...
¿Y por qué no citas la maravillosa película como se tituló aquí (respetuosa con el original, por una vez)?: 'Ayer, hoy y mañana'
ResponderEliminarPues no sé por qué no lo hago, Lansky. Quizá porque me gusta el italiano o porque en su día (1963) no la vi en el cine (era demasiado pequeño) y la he conocido de mayor, vinculada a esa lengua. En fin, qué sé yo.
ResponderEliminarCosa extraña para alguien tan cinéfilo: no he visto ninguna de las dos...quizás porque nunca tragué demasiado a la Loren, salvo en Una giornata particolare, sensible, patético filme.
ResponderEliminarSólo lo decía porque a tus lectores les será probablemente más fácil localizar la película por su nombre en español, aunque puede ser que te lean más en Italia, claro.
ResponderEliminarNo, no creo que me lean más desde Italia. Pero no deja de tener su lógica lo que dices; lo que acabo de hacer es "linkear" el título italiano a la página (española) que sobre la película tiene la wiki.
ResponderEliminarLo siento Miroslav pero acabo de colgar en mi blog la mejor escena de strip-tease de la historia del cine. ¿Adivinas cual es? Y si no, pásate y lo ves.
ResponderEliminarhacer un strip tease para luego declarar que la promesa hecha a un santo te impide seguir adelante es de histérica de manual.
ResponderEliminarNi que hablar que el hijo del industrial se debe haber ido con otra puta a terminar el asunto.
Entiendo que el guionista tenía que hacer algo para que no terminara la película en el género porno (eran otros tiempos), pero podría haber bastado con un clásico fade out.
Atman, antes de pasarme por tu blog tuve el pálpito de cuál era la escena a la que te referías y acerté, en efecto. Ahora bien, aunque para muchos, tú incluido, sea considerada la mejor escena de strip-tease, disiento. En primer lugar porque no es más que un amago de strip-tease (suficiente, eso sí, para que Glenn Ford le suelte el todavía más famoso sopapo. Y en segundo lugar porque, y esto ya va en gustos, Rita no está tan estupenda como la Loren. Quédate tú con Gilda, que a mí me molan más las italianas.
ResponderEliminarChofer fantasma: Que no hombre, que no. Que el guión de este episodio, como los de los otros dos que conforman este magnífico tríptico cinematográfico, es casi perfecto. Ese y no otro era el final (cantado, por otra parte) que inevitablemente correspondía al relato. Sólo puedo recomendarte que veas la peli y seguro que me das la razón.
ResponderEliminarPor cierto, el guionista de este episodio es Cesare Zavattini, uno de los máximos exponentes del neorrealismo italiano y muy amigo (y estrecho colaborador) de De Sica. Hablas de pesos pesados de la narración y del guión.
Está bien hombre, que la veo....
ResponderEliminarDisculpas por lo ácido.