Caminaba yo en dirección sur por la acera de los pares de la Avenida de la Trinidad … La Avenida de la Trinidad es un viario de generoso ancho abierto a mediados del siglo pasado para enlazar el casco histórico con la autopista del norte y permitir la expansión urbanística de la ciudad … Expansión que, como era usual en aquellos tristes años cincuenta, sesenta y hasta setenta, se realizó en una arquitectura de pobrísima factura material y estética, con el triste resultado de que el acceso principal a un conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad es de una extrema fealdad, sólo en muy escasa medida paliada con las mejoras urbanizadoras recientes derivadas de la implantación del tranvía metropolitano que, por el momento, acaba en esta arteria su trayecto. Claro está que la valoración anterior es estrictamente personal y aunque compartida con muchos no con todos, y entre estos últimos destaco a algunos concejales que se escandalizaron cuando, entre las propuestas que hicimos en el Avance del Plan General –finalmente desechadas– se contaban algunas que implicaban la demolición radical de los espantosos edificios que flanquean la avenida.
Pues caminaba yo hacia la parada de los taxis y como lo hacía en el sentido de la circulación, que es hacia la salida de la ciudad, llegaba ya al último taxi de la cola (serían unos seis o siete los estacionados), cuando veo que hacia mí viene una mujer joven que va acercando la cabeza a la ventanilla derecha de cada taxi y le pregunta algo a conductor y luego la saca y pasa al siguiente en el orden y así repite el rito hasta que a punto de cruzarnos hacia la mitad de la cola de taxis me entero de que lo que les pregunta a los taxistas es si puede pagar la carrera con tarjeta y, aunque no la oigo, deduzco sin dudas que la respuesta es negativa. Entonces me acuerdo de algo que hace ya varios años me contó un amigo como hecho que le había sucedido, por más que nunca me lo haya llegado a creer y, mientras me sonrío con el recuerdo, la mujer y yo nos cruzamos sin hablarnos.
Mi amigo me contó que durante una época le había cogido gusto a apostar a la ruleta y varias tardes a la semana se iba hasta el casino del Puerto de la Cruz a probar un sistema suyo que siempre le reportaba modestas pero constantes ganancias. No obstante, una noche perdió todo lo que llevaba, lo cual caía dentro de sus previsiones y no hubiera significado ningún trastorno si no fuera porque había olvidado preservar la cuantía del taxi que había de devolverle a Santa Cruz. Pensó que algún taxista le aceptaría el pago con tarjeta pero la mala suerte fue que a la puerta del casino sólo había uno y éste resultó de un borde subido que poco menos que lo insultó cuando le propuso la forma de pago. Tras una espera más larga de lo habitual y algunos rechazos más (pero nunca tan humillantes como el del primero), mi amigo consiguió un conductor que aceptó el trato y pudo esa noche dormir en su casa.
El interés de la historia (y lo que la hace poco creíble) radica en la segunda parte que sucedió unas semanas después cuando mi amigo volvió a salir una noche del casino portuense –esta vez con la billetera repleta– y al ir a tomar un taxi descubre que el cuarto de la fila es el individuo que tan groseramente lo había tratado. Sobre la marcha ideó su venganza, y así va y se acerca al primero de la fila y, asomando la cabeza por la ventana derecha, le dice al conductor más o menos lo siguiente: –Hola, acabo de ganar mucha pasta y tengo ganas de celebrarlo; me gustaría que me llevara a algún sitio de marcha, pero antes, si le parece bien, le ofrezco cien euros si paramos en el arcén y me hace una mamada. El taxista, rojo de furia, le manda a la mierda y mi amigo, muy tranquilo, pasa a repetir el discurso al segundo y luego al tercero con idénticos resultados. Por fin llega a su sujeto y también se asoma a la ventanilla pero sólo para preguntarle cuánto le saldría más o menos la carrera hasta Santa Cruz. Oída la respuesta, abre la portezuela y se acomoda en el asiento del copiloto. Enseguida el taxi arranca, pegadas las miradas de asombro de los otros taxistas.
Me crucé pues con la mujer sin hablarla mientras me sonreía con el recuerdo, pero volví la vista curioso y comprobé que tampoco el último de la fila (el taxista, no Manolo) le admitía la tarjeta y entonces, mis reflejos caballerosos fruto de mi añeja educación en colegio de pago me hicieron cambiar el rumbo de mis pasos mediante algo parecido a un brinco ajeno a toda elegancia que me plantó a la vera de la muchacha (de cerca era una mujer joven más joven). Sobresaltóse la dama, o así me lo temía, pero lo más probable es que ni se inmutase ya que apenas enarcó una ceja, gesto que quiero pensar de significado amablemente expectante-interrogativo, lo que me animó a formularle mi pregunta con su implícitamente adherida propuesta: ¿vas a Santa Cruz? Pues en tal caso podríamos compartir taxi, que no coste, que estaba dispuesto a asumir enteramente a mi cargo y a negarme denodadamente cuando ella sugiriese, ya en las calles chicharreras, que la esperara mientras sacaba dinero de un cajero (aunque, ¿por qué no hizo tal cosa en La Laguna? Pero no me planteé entonces esa duda). En cambio, quizá sí aceptara que la chica (vaya, tiene los ojos verdes) me invitara a un café para compensarme, siempre, claro, que yo no tuviera prisa, que la tenía (¿por qué, si no, iba a coger un taxi en vez del tranvía?) pero, en el fondo, todo puede esperar y también esa reunión que preveía bastante aburrida o, al menos, bastante más que una charla en alguna terracita santacrucera …
Tanto se me va la olla solita que a veces me cuesta procesar lo que me llega por los oídos. De hecho, parece que la mujer joven (bueno, bien vista, no era ya tan joven) tuvo que repetirme hasta dos veces que no, que no iba para Santa Cruz sino al Puerto, pero que gracias, y yo de nada, y volví a acordarme de la anécdota de mi amigo y a punto estuve de advertirle que los taxistas del Puerto eran bastante más antipáticos que los de La Laguna, pero no me dio tiempo porque ella me pidió si podía dejarle algo para pagarse el viaje.
Pues caminaba yo hacia la parada de los taxis y como lo hacía en el sentido de la circulación, que es hacia la salida de la ciudad, llegaba ya al último taxi de la cola (serían unos seis o siete los estacionados), cuando veo que hacia mí viene una mujer joven que va acercando la cabeza a la ventanilla derecha de cada taxi y le pregunta algo a conductor y luego la saca y pasa al siguiente en el orden y así repite el rito hasta que a punto de cruzarnos hacia la mitad de la cola de taxis me entero de que lo que les pregunta a los taxistas es si puede pagar la carrera con tarjeta y, aunque no la oigo, deduzco sin dudas que la respuesta es negativa. Entonces me acuerdo de algo que hace ya varios años me contó un amigo como hecho que le había sucedido, por más que nunca me lo haya llegado a creer y, mientras me sonrío con el recuerdo, la mujer y yo nos cruzamos sin hablarnos.
Mi amigo me contó que durante una época le había cogido gusto a apostar a la ruleta y varias tardes a la semana se iba hasta el casino del Puerto de la Cruz a probar un sistema suyo que siempre le reportaba modestas pero constantes ganancias. No obstante, una noche perdió todo lo que llevaba, lo cual caía dentro de sus previsiones y no hubiera significado ningún trastorno si no fuera porque había olvidado preservar la cuantía del taxi que había de devolverle a Santa Cruz. Pensó que algún taxista le aceptaría el pago con tarjeta pero la mala suerte fue que a la puerta del casino sólo había uno y éste resultó de un borde subido que poco menos que lo insultó cuando le propuso la forma de pago. Tras una espera más larga de lo habitual y algunos rechazos más (pero nunca tan humillantes como el del primero), mi amigo consiguió un conductor que aceptó el trato y pudo esa noche dormir en su casa.
El interés de la historia (y lo que la hace poco creíble) radica en la segunda parte que sucedió unas semanas después cuando mi amigo volvió a salir una noche del casino portuense –esta vez con la billetera repleta– y al ir a tomar un taxi descubre que el cuarto de la fila es el individuo que tan groseramente lo había tratado. Sobre la marcha ideó su venganza, y así va y se acerca al primero de la fila y, asomando la cabeza por la ventana derecha, le dice al conductor más o menos lo siguiente: –Hola, acabo de ganar mucha pasta y tengo ganas de celebrarlo; me gustaría que me llevara a algún sitio de marcha, pero antes, si le parece bien, le ofrezco cien euros si paramos en el arcén y me hace una mamada. El taxista, rojo de furia, le manda a la mierda y mi amigo, muy tranquilo, pasa a repetir el discurso al segundo y luego al tercero con idénticos resultados. Por fin llega a su sujeto y también se asoma a la ventanilla pero sólo para preguntarle cuánto le saldría más o menos la carrera hasta Santa Cruz. Oída la respuesta, abre la portezuela y se acomoda en el asiento del copiloto. Enseguida el taxi arranca, pegadas las miradas de asombro de los otros taxistas.
Me crucé pues con la mujer sin hablarla mientras me sonreía con el recuerdo, pero volví la vista curioso y comprobé que tampoco el último de la fila (el taxista, no Manolo) le admitía la tarjeta y entonces, mis reflejos caballerosos fruto de mi añeja educación en colegio de pago me hicieron cambiar el rumbo de mis pasos mediante algo parecido a un brinco ajeno a toda elegancia que me plantó a la vera de la muchacha (de cerca era una mujer joven más joven). Sobresaltóse la dama, o así me lo temía, pero lo más probable es que ni se inmutase ya que apenas enarcó una ceja, gesto que quiero pensar de significado amablemente expectante-interrogativo, lo que me animó a formularle mi pregunta con su implícitamente adherida propuesta: ¿vas a Santa Cruz? Pues en tal caso podríamos compartir taxi, que no coste, que estaba dispuesto a asumir enteramente a mi cargo y a negarme denodadamente cuando ella sugiriese, ya en las calles chicharreras, que la esperara mientras sacaba dinero de un cajero (aunque, ¿por qué no hizo tal cosa en La Laguna? Pero no me planteé entonces esa duda). En cambio, quizá sí aceptara que la chica (vaya, tiene los ojos verdes) me invitara a un café para compensarme, siempre, claro, que yo no tuviera prisa, que la tenía (¿por qué, si no, iba a coger un taxi en vez del tranvía?) pero, en el fondo, todo puede esperar y también esa reunión que preveía bastante aburrida o, al menos, bastante más que una charla en alguna terracita santacrucera …
Tanto se me va la olla solita que a veces me cuesta procesar lo que me llega por los oídos. De hecho, parece que la mujer joven (bueno, bien vista, no era ya tan joven) tuvo que repetirme hasta dos veces que no, que no iba para Santa Cruz sino al Puerto, pero que gracias, y yo de nada, y volví a acordarme de la anécdota de mi amigo y a punto estuve de advertirle que los taxistas del Puerto eran bastante más antipáticos que los de La Laguna, pero no me dio tiempo porque ella me pidió si podía dejarle algo para pagarse el viaje.
Bob Dylan - Big Yellow Taxi (Dylan, 1973)
Me reí mucho con lo de tu amiga. Muy buena jugada.
ResponderEliminarBesos
Si que se te va la olla si......
ResponderEliminarPor cierto muy buena la jugada de tu amigo el "casinero"
Besos.
Ay, eres un soñador!
ResponderEliminarJaaaa ! muy bueno.
ResponderEliminarEn cuanto a la arquitectura de mediados del siglo pasado (todavía me suena raro este término, no logro acostumbarme al hecho de estar viviendo el XXI ¿vigésimo uno?). Había que construir de prisa y con pocos medios financieros. Mira los alrededores de Paris, o ciudades enteras en Alemania. Dentro de lo feo, los nuevos barrios de Franco me parecían "más estéticos".
C.C.
Hay algo en tu blog que no me deja insertar mi comentario. Algo de cookies (?). No entiendo lo que significa.
Estoy convencido: hay una correspondencia entre la fealdad estética y la miseria moral y política, por eso -y por más cosas- la Acrópolis es bella y el valle de los Caidos horrendo
ResponderEliminarViajera, Lupita y Emma: ¿Qué contestaros? Gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarC.C: Vigésimo primero, esa es la forma correcta. ¿Tú crees que son mejores los extrarradios de los sesenta de las ciudades españolas que los de las francesas o alemanas. No me parece a mí, Tan sólo creo que las expansiones de los países del Este nos ganan en fealdad. Pero, sobre gustos ...
En cuanto a eso que me dices de los cookies y mi blog, me temo que no puedo ayudarte, pero eres la primera que me cuenta que tiene tales dificultades.
Lansky: Quizá la haya, sí; aunque toda regla tiene sus excepciones. Por ejemplo, te recomiendo que revises la obra de Terragni, cuyo ejercicio profesional al servicio del fascismo no le impidió hacer una arquitectura de altísima calidad.
Si al siglo veinte siempre le hemos llamado siglo veinte, y diecinueve al diecinueve, ¿por qué llamar a este de otro modo que siglo veintiuno? ¿A alguien se le ha ocurrido decir que estamos en el año dosmilésimo undécimo? ¿Por qué proceder de otro modo con los siglos?
ResponderEliminarCreo que Lansky tiene razón, hay una correlación evidente entre la calidad ética de un régimen y la estética de sus productos. Se aprecia más, claro, en los totalitarios, porque son los que pretenden controlar todas las manifestaciones sociales: en las democracias cada uno pinta, construye, compone y escribe como más le peta, y el único medio de control social son las modas, las escuelas y las tendencias, mientras que los regímenes totalitarios dirigen y censuran, promueven, prohiben y proscriben. Y se aprecia más en la arquitectura, porque es uno de los instrumentos favoritos de propaganda de todos los totalitarismos, por el aquel de la escenografía, que tanto les gusta y tan necesaria les es.
Lo cual no impide que profesionales de evidente talento construyan, escriban, compongan o pinten por encargo de regímenes deleznables, y dejen asomar su genio a pesar de ese terrible handicap. Creo que Speer tampoco era mal arquitecto...
Dicho lo cual debo matizar que, en mi opinión, la belleza está, fundamentalmente, en los ojos del espectador: y si desde la más profunda infancia uno tiene asociada con el franquismo determinada arquitectura, es francamente difícil que pueda encontrar en ella ninguna belleza que quizás sí apreciaría un observador casual y no mediatizado.
No, desde luego, en esa mísera "arquitectura para pobres" de los sesenta y setenta. Ahí no creo que hubiera directriz política alguna, solo especulación, ahorro en materiales y en suelo y en profesionales de calidad, y basura producida del modo más barato posible. Por lo cual no me extraña nada que sea muy semejante a lo construido con los mismos criterios y en la misma época en la democrática Europa.
Vanbrugh, no te enfades. Fue mi mente francesa la que quiso traducir le vingt-et-unième siècle.
ResponderEliminarVigésimo primero, gracias Miroslav, es lo que buscaba.
Sí, creo que había cierta uniformidad de cinco/seis pisos de ladrillos rojos menos feos que las torres de hormigón parisinas o las fachadas grises alemanas, aunque estas últimas se pintaron de diversos colores más tarde.